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Edificio del Congreso - Brasilia |
Niemeyer y Stalin
Por Juan Leonel Giraldo
Óscar Niemeyer no era alto y parecía frágil pero tenía
unas ideas ciclópeas y una boca de fuego. Es asombroso ver cómo
el mundo está tan lleno de sus palabras como de sus obras. Dicen que
pocos días antes de morir dijo,
“Me gustaría dejar de hablar de arquitectura. Me gustaría
hablar de literatura, mujeres y ciencia […] La arquitectura no es importante,
el mundo es importante, y tenemos que cambiarlo. Es un mundo de mierda”.
En otra parte había afirmado, “No quiero cambiar la arquitectura,
lo que quiero es cambiar esta sociedad de mierda”. Y en otra, “Nunca
me callaré la boca. Nunca esconderé mis convicciones comunistas.
Y quien me contrata como arquitecto conoce mis concepciones ideológicas”(1).
Niemeyer no pudo cambiar el mundo, se necesitan los tropiezos de varias generaciones
para lograrlo, pero sí cambió la arquitectura. Hizo a un lado
el ángulo recto y cánones como los de Bauhaus y creó
sus monumentales construcciones de curvas longuilíneas, de enormes
columnas que evitan repetirse y repetir la distancia entre unas y otras, y
de infinitas escaleras que flotan en el vacío. Sus atrevidos diseños
fueron el dolor de cabeza para los ingenieros calculistas. Niemeyer quería
que el hormigón levitara en el cielo como las nubes que envuelven los
cerros de Río de Janeiro, su amada ciudad. No en vano su autobiografía
se llama Las curvas del tiempo.
Sin embargo en YouTube se puede ver a Niemeyer, marcador en mano, trazando
una respuesta más cautivante, dibujando los contornos del cuerpo de
una mujer y diciendo que no, que Le Corbusier estaba equivocado, que su arquitectura
no venía de las onduladas montañas de Rio. Lo cual me hace recordar
a Paula, su bella y recatada sobrina, con quien trabajé en Bogotá
y con quien hablé muchas veces acerca de su tío. Me contaba
que le gustaba mucho tocar guitarra y que a veces lo hacía con Antonio
Carlos Jobim. También que se ponía muy triste cuando recordaba
a Anna María, su única descendiente que murió antes que
él, y que entonces estaba a punto de casarse por segunda vez con su
secretaria, a los 98 años. “Siempre ha sido un necio”,
decía Paula.
***
“[…] nada más representativo de los ideales de izquierda
que la arquitectura de Niemeyer. Sus edificios eran singularmente brasileños
en la apariencia y la forma, síntesis sorprendente de principios modernos,
diseño portugués, técnicas de construcción tropical
y líneas ondulantes inspiradas en uno de los más impresionantes
paisajes naturales del mundo. Sus flagrantes curvas eran un enérgico
rechazo al cuadriculado modernismo de Bauhaus que emanaba de Europa”,
se reconocía en la revista Architect, del AIA (American Institute of
Architects), en un desvertebrado escrito que pretendía juzgar la autenticidad
de las convicciones políticas de Niemeyer .
Ya desde el título, “Hombre del pueblo: ¿Fue realmente
comunista la arquitectura de Oscar Niemeyer?”, se revela el avieso
propósito de este texto. Confronta a Niemeyer por haber diseñado
en Brasilia la sede del ministerio de Defensa, uno de los varios edificios
que ideó para esa nueva ciudad; lo tacha de “comunista recalcitrante
[…] aunque sus diseños parecen tener que ver con todo menos con
su ideología”, de “comunista de poltrona que con
los labios chasqueaba con desdén sobre la situación de los oprimidos
mientras se exhibía por Rio en su coche deportivo italiano”.
Sin embargo, líneas abajo no tiene el menor empacho de contradecirse
al emborronar que “Cualquier arquitecto que quisiera comer no tenía
más remedio que trabajar para ellos”. Luego se retracta
de la afirmación de falta de ideología y ahora dice que “los
edificios […] de Niemeyer se cernían con suavidad en el horizonte
[…] él quería deleitar a las masas: ‘Trato de hacerlos
hermosos e imponentes para que los pobres se paren a mirarlos y tocarlos y
alegrarse con ellos’ ”.Y añade: “La construcción
de Brasilia podría verse como un gesto tremendamente autoritario, pero
para Brasil fue también una manera de sacudirse el legado del colonialismo”,
y “Toda la concepción de Brasilia, por lo tanto, no podría
haber estado más acorde con las simpatías comunistas de Niemeyer.
El proyecto no consistía simplemente en poner unos ostentosos edificios
en medio de la sabana, sino en rechazar el paternalismo del Nordeste y en
mostrar que Brasil era capaz de idear sus propias soluciones de diseño,
con resonancia internacional. Décadas después, en su autobiografía,
Niemeyer escribió: ‘Estábamos empezando a demostrarle
al Viejo Mundo que no había mucho que pudiera enseñarnos a los
latinoamericanos.’ ”
Y para autorrebatirse hasta el cansancio, el artículo insiste en darle
la razón al genial arquitecto: “Como se ha señalado
repetidas veces, Niemeyer sólo produjo un modesto número de
proyectos con un sentido social. Él explicó esto diciendo que
‘no es con arquitectura que se puede propagar las ideologías
políticas’. Se trataba de una posición cómoda para
un arquitecto que era él mismo un privilegiado miembro de la burguesía.
Pero eso no significaba que su política no se reflejara en su trabajo.
Underwood, quien escribió varios libros sobre él y lo entrevistó
numerosas veces, lo describió como un ‘comunista de la estética’,
que nunca llamó a una rebelión armada, pero cuyos diseños
no obstante encarnan una firme resistencia a los ideales eurocéntricos”.
“En su arquitectura, Latinoamérica fue finalmente capaz de
verse, como lo escribió alguna vez, en ‘toda su magnificencia
y en toda su pobreza’. En sus días, pocas ideas podrían
haber sido más radicales”. Qui s´excuse s´accuse.
Sólo hay que añadir que el farisaico dilema que pretende plantear
este artículo sería tan estúpido como esperar a un obrero
comunista a la salida de la fábrica para reprocharle que trabajara
para un capitalista y que no estuviera haciendo mercancías comunistas.
La terrible desazón y frustración, la alienación que
hiere al comunista al verse condenado a trabajar para la infernal maquinaria
del capitalismo, la desnudó el mismo Niemeyer al describir el último
día en Brasilia: “Construir una ciudad había sido
fantástico. Pero luego el sueño se acabó, precisamente
en el día de la inauguración. No subí al palco de las
autoridades: me quedé abajo, con los peones que habían trabajado
para construir una ciudad donde no podrían vivir. El mundo soñado
era imposible. Dejábamos de ser iguales”.
En alguna otra parte ya había dicho: “El arquitecto debe
saber que en el sistema capitalista, como trabajador intelectual en la mesa
de dibujo, es un esclavo al igual que su compañero, el peón
de la construcción”.
Niemeyer fue siempre un escéptico del contenido político que
se le pudiera dar a la arquitectura. “No es con la arquitectura
que se puede difundir una ideología política”, había
opinado. Pero fue aún más categórico: “La arquitectura
no cambia nada, está siempre del lado de los ricos. Lo importante es
creer que se puede hacer la vida mejor”.
En su texto “La cabeza del arquitecto”, Maurice Lagueux
señalaba que aquellos que más han contribuido a dar un impulso
decisivo a la arquitectura moderna –Gaudí, Wright, Berlage, Mies
van der Rohe, Le Corbusier, Gropius, para nombrar a los más célebres,
o aún Hannes Meyer, Mart Stam o Ernst May, para nombrar a los más
radicales– se proclamaron sin ambages partidarios del socialismo, al
menos en algún momento de su carrera. Pero ninguno fue más certero
y firme en sus convicciones que Niemeyer.
Muy joven, siguiendo el ejemplo de su abuelo, “un hombre útil
que murió pobre”, ingresó a las filas del partido comunista
brasileño, al que donó el local donde funcionaba su taller en
Rio. Años más tarde también le regaló su apartamento
a uno de los dirigentes del partido. Cuando aceptó trabajar en el proyecto
de Brasilia por un salario ridículo, puso como condición que
se le permitiera contratar a un puñado de amigos que aparentemente
nada tenían que ver con la obra. “Había un arquero
del Flamengo y cuatro compañeros más que estaban comiendo mierda
y yo quería ayudarlos”, confesó.
Muchas veces su casa y su oficina fueron allanadas por la policía,
incluso cuando se encontraba ocupado en el proyecto de Brasilia. Un oficial
del ejército, interlocutor en aquella obra y conocido de Niemeyer,
le advirtió un día que lo iban a encarcelar bajo la acusación
de haberle dado dinero a un subversivo que se escondía en Brasilia.
En 1981, puso su sello final en la metrópoli en la que había
trabajado junto a su maestro y amigo, realmente el gran diseñador de
Brasilia, Lucio Costa. Llamado a idear un monumento en memoria de Juscelino
Kubitschek, que acababa de morir, Niemeyer trazó una gigantesca hoz
dentro de la cual la efigie del difunto parecía un martillo. Los militares
impugnaron el proyecto alegando que se trataba de un símbolo comunista,
pero Niemeyer se negó a hacer una sola modificación. Finalmente
el monumento fue erigido tal cual.
***
Unas pocas semanas antes de morir y a punto de cumplir ciento cinco años,
estampó la que fue su fe indeleble de siempre en una columna del periódico
Folha de Sao Paulo. En su apartamento de Ipanema, “ajeno a las turbulencias”
del último día del 2008, Niemeyer recibió una llamada
de un amigo, que le trajo a la memoria un libro sobre la juventud de Stalin
que le había revelado un viejo amigo argelino. Una vez más Niemeyer
sonrío con optimismo ante las vicisitudes del mundo actual y evocó
la vida heroica de Stalin, como tantas veces lo hizo. En alguna ocasión
había dicho: “Meses atrás, recibí la visita
de un amigo ruso, comunista, descontento con lo que pasa en su país,
pero que confía en que todo volverá al pasado, con el pueblo
protegido y feliz, más pronto de lo que se piensa. Durante su conversación
tan auténtica, quise saber lo que piensa hoy el pueblo ruso sobre Stalin.
Y fue categórico: 'Estamos de acuerdo con todo lo que él dijo
e hizo'. Y tenía razón. Quien se interese por la vida de ese
gran líder soviético se va a sorprender con el ejemplo de determinación
y coraje que representa. Desde los catorce años, Stalin estaba en el
partido, cuando fue apresado y enviado a Siberia. Después fue aquella
actuación política decisiva, enviando armas para Mao Tse-Tung
en China, para los republicanos durante la Guerra Civil Española, apoyando
a todos los partidos comunistas del mundo. Y esto sin hablar de su victoria
contra el nazismo, héroe de Stalingrado, figura extraordinaria para
siempre grabada en el corazón del pueblo soviético. Todo esto
explica su determinación contra quienes querían cambiar el sentido
de la Revolución de Octubre, por la cual lucharon y murieron miles
de camaradas. De lejos es muy fácil criticar” (2).
Vale la pena añadir otro interesante aparte de aquella conversación
en la que le preguntan “¿por qué cayó el comunismo?”,
y él dice:
“El comunismo no cayó. El capitalismo sí va a desaparecer
y por esto mismo se muestra cada vez más violento y contradictorio,
desafiando principios ya establecidos como el de la autodeterminación
de los pueblos, antes tan respetado. Quien conoce el patriotismo del pueblo
soviético, quien lee los grandes clásicos donde éste
está siempre presente, no puede dudar de que pronto todo estará
de vuelta otra vez. No un comunismo diferente, como algunos sugieren, sino
el comunismo que los más pobres conocieron y que les garantizó
un apoyo y una solidaridad que desaparecieron. El mundo va a cambiar, mi amigo.
La miseria es demasiado grande para no ser atendida.
”–¿Dónde comenzó el fin?
”–El fin del capitalismo comenzó hace mucho tiempo.
”–¿Cuál es su idea de Gorbachov?
”–Es una mierda, sobran los comentarios.
”–¿Cómo ve usted la situación actual de la izquierda? ¿Cómo cree que esto va a evolucionar en los próximos años? ¿Acabó el comunismo? ¿Acabó el socialismo? ¿Venció el pensamiento único, o esto es una cosa que va más...?
”–Lo importante es que tengamos siempre la idea de un mundo
mejor dentro de nuestros corazones. La vida es la que nos va a guiar, conscientes
de que todo tiene un límite. Si la miseria se multiplica y la oscuridad
nos envuelve, ahí vale la pena encender una luz y arriesgar”.
Al igual que su invicta vida, la obra de Niemeyer necesitará de prodigiosos
hombres que la recuerden. De un nuevo Robert Byron que sepa asombrarse, como
aquél ante la exquisitez de las construcciones islámicas de
Isfahánen en los desiertos de Persia, ahora ante las alucinantes edificaciones
de Niemeyer. No se me ocurre nada mejor y nada más bello para terminar
esta nota que otra vez volver a citar a Niemeyer, y trascribir el último
párrafo de su columna en la Folha:
“El atardecer se extiende lentamente. Pronto la gente va a cantar
en las calles, algunos olvidando que la miseria en la que tantos viven no
se justifica, otros, como nosotros, confiando en que un día el mundo
será mejor”.
_______
(1) http://www.architectmagazine.com/architects/man-of-the-people.aspx
(2) http://www.taringa.net/posts/info/1903361/El-Arquitecto-Oscar-Ribeiro-de-Almeida-
Niemeyer-Soares-Filho.html