El fogonero

Editorial

Unámonos en la defensa de la nación

persistiendo en la tarea de construir partido

Hace ya cinco años que nos dejó Francisco Mosquera Sánchez, el más grande marxista que ha dado el continente americano. Fundó y dirigió el partido del proletariado que luego, bajo el nombre de Movimiento Obrero Independiente y Revolucionario, MOIR, llenó las páginas de la historia revolucionaria de Colombia por muchos años. Sus aportes para desentrañar el carácter de la revolución en un país como Colombia, atrasado y sometido a la explotación del capital imperialista, de la gran burguesía criolla y de los grandes terratenientes, adquieren cada vez más vigencia en esta convulsionada época de fin de siglo. Desde muy joven le dedicó a la causa de los desposeídos su vida y su inmensa capacidad intelectual, sin ahorrar esfuerzo ni sacrificio alguno. Su valioso legado, producto de la fiel aplicación del marxismo a la realidad, y, en particular, al proceso de liberación de nuestra patria, le servirá al proletariado como fundamento para culminar su mayor anhelo: derrocar a sus opresores y construir a la postre una nación soberana y en marcha al socialismo.
Vivimos una época en la cual Estados Unidos consolida su hegemonía económica, política y militar, mientras una gran crisis se extiende por todo el planeta, afectando no sólo a los países del Tercer Mundo, sino inclusive a algunos de los altamente industrializados, como Rusia y Japón. En Colombia la catástrofe adquiere proporciones inmensas, pues, además del saqueo de las riquezas y trabajo nacionales por parte de los monopolios extranjeros, nos encontramos en medio de una profunda recesión, se presenta una escalada sin precedentes de la violencia y terminamos en las garras del Fondo Monetario Internacional. El incremento del desempleo y la caída de las actividades agrícolas e industriales, cuyos índices a la baja superan los peores niveles en casi todo lo que va corrido de la presente centuria, han agudizado aún más la pobreza. Y como si fueran pocos estos males, el oportunismo infiltrado en el movimiento sindical y la falta de un partido revolucionario que realmente guíe en estos caóticos tiempos, entorpece las luchas de las masas.
Empero, para Mosquera no era suficiente el sólo análisis de los hechos. Convencido de que el triunfo de la revolución colombiana en esta etapa depende de la alianza de todas las clases, sectores y partidos antiimperialistas, insistía en llamar a la inmensa mayoría que aún se interesa por la suerte de la patria y tiene que ver con su historia, para unirse en defensa de la nación. De ahí que recurriendo a sus invaluables enseñanzas, a medida que forjamos el partido del proletariado, estamos dispuestos a propiciar la conformación del más amplio frente que luche por la recuperación de esta martirizada república. No obsta, sin embargo, dejar sentados nuestros criterios acerca de los temas cruciales que caracterizan la época que se vive, tanto en Colombia como en el mundo, lo cual debe servir para determinar aquellos puntos vitales de lo que sería un programa mínimo que indique con claridad el objetivo que se busca y asegure alcanzar la meta deseada.
La situación política para el régimen pastranista no podía ser más favorable en su intento de hacer recaer todo el peso de la crisis sobre los hombros del pueblo. Escudado en su programa por la paz, no solo recibe el total apoyo de los Estados Unidos y de los alzados en armas, sino que también cuenta con el beneplácito del liberalismo oficialista dirigido por Horacio Serpa, así éste unas veces manifieste su respaldo de forma expresa y otras tácitamente, reduciendo su oposición a algunos escarceos demagógicos. Aprovechando tal coyuntura, Pastrana, desde el inicio de su mandato, aplica a pie juntillas las "recomendaciones" del Fondo Monetario Internacional. Saca a realización los pocos bienes que todavía le quedan al Estado, sube las tarifas de los servicios públicos, aumenta los impuestos, llena las carreteras de peajes y despide a miles de trabajadores a la vez que decreta una serie de medidas, esas sí favorables al gran capital, como son, entre otras, la amplísima concesión que otorga a los pulpos foráneos para explotar el petróleo, y las enormes sumas puestas a disposición de los grupos financieros, los mismos que cobrando intereses usurarios terminaron por arruinar a las familias y por llevar a la bancarrota a los empresarios. La fulminante liquidación de la Caja Agraria y el envío a la calle de sus ocho mil empleados, anuncia la intención del régimen de culminar la tarea que desde hace diez años fijó la apertura en el campo laboral: postrar las organizaciones sindicales, reducir los salarios a su mínimo y acabar con todas las prestaciones que tras muchas batallas conquistaran las masas trabajadoras.
El país, sin embargo, sigue despeñadero abajo. Después de tres años de retroceso, en el período enero a marzo de 1999 se acentuó la crisis y el producto bruto interno cayó 5.85%, resultado de la parálisis de los pilares fundamentales de la economía: la agricultura no reacciona, la industria disminuyó la producción un 18.25% y la construcción cayó el 10.89%. Aún más, aquellos sectores que debido al carácter de sus actividades se vieron en un principio favorecidos por la apertura, ya vendiendo los artículos importados o bien transportándolos, también sufren los efectos de la recesión. Los primeros bajaron las ventas en 10.15% y el segundo redujo sus ingresos en 6.32%. Sin embargo, la adversidad no se circunscribe solamente a los ítems mencionados. El desempleo, sin tener en cuenta el rebusque y otras informalidades, afecta a la quinta parte de la población trabajadora y los salarios apenas si alcanzan para cubrir el 80% de lo que compraban en 1996. Inclusive el descalabro se extendió al privilegiado club de los financistas: la cartera se vuelve incobrable, a sus manos van a parar infinidad de máquinas, edificios y otros bienes que se vuelven improductivos y los balances registran cuantiosas pérdidas.
Por los lados de la hacienda pública tampoco se vislumbra nada bueno. El desequilibrio presupuestal superó los siete billones de pesos en 1998. Ni la venta de bancos y electrificadoras ni la drástica reducción en los gastos de inversión y la entrega de carreteras, aeropuertos y demás obras públicas al sector privado, sirvieron para cubrir el faltante dejado por la tronera de la corrupción. El Fondo Monetario, en visita relámpago durante el mes de julio, y tras concluir que el salvamento de la banca pública y privada vale mucho más de los 6,3 billones de pesos estimados por el ministro de Hacienda y que el déficit fiscal para 1999 no será de cinco billones de pesos sino de 7,5 billones, exigió el total sometimiento a su política de ajuste, es decir, mayores exacciones, venta de los restos en manos de la nación, disminución drástica de los salarios y de la nómina estatal y el abandono por parte del Estado de sus obligaciones en la prestación de los servicios de salud y educación, en fin, más hambre y miseria.
He aquí un apretado resumen de las calamidades que padece el pueblo colombiano y que reclama acciones prontas de todas las personas y contingentes patrióticos si todavía deseamos salvarnos. La causa suprema de estos males, el sometimiento de la nación al imperialismo y sus lacayos, así como el ropaje que reviste esta nueva forma de dominio que desde hace diez años y bajo el nombre de apertura nos lleva al abismo, muy acertadamente fue dilucidada por Francisco Mosquera a través de su extensa producción política. Él, más que nadie, supo definir con gran precisión la orden lanzada desde el Norte bajo este rótulo y desentrañó el hondo significado que tenía como la vía más expedita para recolonizar económicamente a estos países. El mandato, pues, no se limitaba únicamente a exigir la libertad para la circulación de mercancías, sino que obligaba a cambiar todo el ordenamiento económico, laboral, jurídico y constitucional para poner a los pueblos, su trabajo y sus riquezas bajo el yugo del poderoso capital monopolista.

Los anhelos de paz del pueblo tuvieron eco en el pensamiento de Francisco Mosquera, pues entendía que el cese del conflicto armado permitiría adelantar las luchas democráticas en condiciones más favorables. Sin embargo, no participó en las comisiones de paz y señaló los intentos de los pacifistas de adecuar la guerra al derecho internacional humanitario como una aberración en la medida en que no se proponían la terminación de la reyerta vandálica, sino su humanización. De ahí que ante la actual escalada de la violencia, precisamente como consecuencia de los inicios de las nuevas conversaciones de paz, señalamos que no se puede olvidar la trágica experiencia vivida durante el nefasto régimen belisarista. Pero el Estado abandona la llamada zona de distensión, cediendo las funciones propias, inclusive las de la justicia, a las fuerzas insurgentes. Mientras tanto, se consolida la presencia de Estados Unidos. El 22 de julio se divulgó una carta de Clinton al mandatario colombiano donde fija claramente su posición, en el sentido de que la salida al conflicto armado debe ser negociada. Asimismo, tenemos la visita del presidente de la Bolsa de Nueva York, Richard Grasso, y dos de los vicepresidentes al reducto de las FARC, hecho que deja el interrogante sobre qué pudo motivar ese viaje a la selva para materializar un reconocimiento al más elevado nivel de las finanzas en el mundo. Digamos por ahora que, al fin y al cabo, la voracidad del imperio no tiene límites, y para los gringos, como para nadie en el mundo, business are business.
Lo cierto es que los actos violentos se convirtieron en el método preferido para adelantar las actividades políticas, mientras el forcejeo en la mesa de negociaciones se dilata con el beneplácito de los dos bandos. Durante el primer semestre del año, ya sea por parte de la guerrilla o por parte de las autodefensas, 847 colombianos perecieron en masacres y 900 fueron secuestrados. Ante cifras tan escalofriantes reiteramos nuestra convicción de que ninguna ventaja ni logro político puede cimentarse en el asesinato, el secuestro, la extorsión o el chantaje, y que absolutamente ninguna consideración social, cultural, política o económica justifican tan repudiables procedimientos.

El otro gran aspecto que debemos considerar se refiere al imperialismo norteamericano, señalado como la causa principal de los males que aquejan nuestra nación, y que es combatido por el partido de Mosquera desde 1965. En el afán por imponer la apertura, suprimir barreras y acabar con el concepto de soberanía, dándole vía libre a la expansión de sus monopolios, no desperdicia ocasión ni motivo alguno para entrometerse en los destinos de los demás. En esta dirección se puso a la cabeza de la arremetida bélica contra Serbia, a la cual sometió durante ochenta días a un constante bombardeo utilizando las fuerzas de la Organización del Tratado del Atlántico del Norte, OTAN. Las otras muchas presencias militares en Africa y Asia por medio de la Organización de las Naciones Unidas, ONU, y la propuesta hecha en junio último, durante la XXIX Asamblea General de la Organización de Estados Americanos, OEA, de crear una instancia multinacional para intervenir en aquellos países del continente "donde la democracia esté en peligro", así como también el fortalecimiento de la economía norteamericana, en contraste con la recesión que golpea a casi todo el orbe, ponen en evidencia la característica más protuberante de la época presente: la hegemonía de Estados Unidos.
Por el contrario, desde la época de la muerte de Mao Tsetung, los países del Tercer Mundo carecen de un faro hacia dónde dirigir sus miradas. Sin embargo, la misma Serbia, pese a los retrocesos, va abriendo la senda con su ejemplo, diciéndonos que se debe enfrentar al coloso porque tarde o temprano la chispa se regará por todo el planeta y el movimiento de los pueblos contra el imperialismo será incontenible. Y todo parece indicar que el comienzo de su fin se avecina, pues las leyes económicas siguen su curso y como bien lo anunciara Mosquera, la apertura tampoco impedirá que se presente la crisis imperialista, derrumbe que por demás será bastante estruendoso.
En realidad, el modo de producción capitalista se caracteriza por la superproducción y la miseria de las masas, siendo causa y efecto una de la otra y viceversa. Asimismo, la acumulación y la concentración de capitales se presenta con más agudeza durante el imperialismo. Las multimillonarias fusiones que nos traen las páginas internacionales de la prensa en estos últimos meses, como la dada entre las petroleras Exxon y Mobil por un valor de 76.000 millones de dólares o la unión de las empresas Comcast y MediaOne Group, en un acuerdo valorado en 49.000 millones de dólares hacen parte de ese torbellino.
La avalancha de artículos extranjeros que inundan los mercados gracias a la apertura y al hecho de ser ofrecidos muchos de ellos con precios de "dumping", es decir, por debajo del costo, mecanismo al que recurren los monopolios para quebrar a sus competidores y a la vez poder salir de las enormes cantidades de mercancías que permanecen en sus inventarios, hicieron que en Colombia, así como en la mayoría de los países tercermundistas, la balanza comercial cerrara con persistentes déficits en los últimos tiempos. Así, mientras rebosan las arcas de los conglomerados gringos, de lo cual es reflejo el vertiginoso ascenso del Dow Jones, el índice que mide la tendencia de la bolsa de Nueva York, la producción nacional de estos países se arruina y quedan sin empleo cientos de miles de obreros, no quedando más alternativa que la furiosa protesta de las masas, tal como ocurre ahora en el Ecuador. La pobreza de la población, la poca demanda de unos industriales en quiebra y de comerciantes que no encuentran a quien venderle sus mercancías le dan vuelta a las cosas. En Colombia, las importaciones tanto de bienes de capital como de consumo, que venían creciendo aceleradamente año tras año durante toda esta década, en los primeros cuatro meses del presente período se redujeron en casi un 50%, tendencia negativa que se da asimismo en Chile, Perú, Venezuela, Brasil y demás naciones donde la crisis deja sentir sus terribles consecuencias, lo cual, inevitablemente, conducirá a la profunda recesión de la gran potencia del Norte.

Como resultado de todo esto, y ante la apremiante necesidad de preservar y poner el pensamiento de Francisco Mosquera al servicio de las masas y sus luchas, debemos persistir en la tarea de construir el partido del proletariado al mismo tiempo que renovamos los esfuerzos por unir el 90 o más por ciento de la población colombiana alrededor de un frente, el cual debe comprometerse a combatir el imperialismo y cualquier intento de dividir el país; defender la producción nacional; oponerse a la enajenación de los bienes del Estado; luchar contra todas las medidas que recorten las conquistas laborales; pugnar por normas y procedimientos que garanticen derechos y deberes iguales para los ciudadanos y partidos; repudiar el terrorismo como método para dirimir las controversias que se presenten en el terreno político, ideológico o sindical, y propiciar mejores condiciones de vida para el pueblo.
Todo lo anterior, de una u otra manera, ya se encuentra consignado en la formidable obra de Francisco Mosquera. Por ello, hoy podemos reiterar que su grandeza se cimienta en los valiosos aportes que permiten ir desbrozando el camino que ha de conducir al pueblo a conquistar su más preciado tesoro: liberarse del yugo de los explotadores imperialistas y sus lacayos, primer paso hacia la construcción de una patria próspera que nos sirva a todos. En ese constante devenir, alguna batalla pudo perderse, pero algo sí queda completamente diáfano en las mentes de los desposeídos: la victoria le corresponde.


COMITE POR LA DEFENSA DEL PENSAMIENTO FRANCISCO MOSQUERA

Agosto 1 de 1999


 
 
Francisco Mosquera 1941-1994
Bogotá, agosto 1 de 1999
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