El fogonero
Libro póstumo de Francisco Mosquera

Juan Leonel Giraldo

A los seis meses de su intempestiva muerte, ha comenzado a circular el libro póstumo de Francisco Mosquera, Resistencia civil, que recopila casi todos los escritos de sus últimos años de batallar político. Fueron pocos los detalles de la edición de este libro que no alcanzaron a ser previstos por el autor, en su perenne afán porque su pensamiento quedara consignado de la mejor manera posible. “La verdad más bella de la humanidad, impresa en un papel sucio, no existe”, solía decir. Mosquera escogió el formato del libro, la fotografía de la cubierta, integró las comisiones de los correctores de estilo y de pruebas, eligió al diseñador gráfico y él mismo recogió entre sus seguidores y amigos, dentro y fuera de su partido, hasta el último peso para sufragar el costo de la edición. Nadie más que él integró y orientó la comisión encargada de manejar los asuntos del libro, sustrayéndola de cualquier injerencia distinta a la suya.
Se trataba, al fin y al cabo, de consignar sus ideas políticas, que tuvo que sacar avante la mayoría de las veces contra la voluntad de desembozados y encubiertos contradictores. A lo largo de más de treinta años, Mosquera prefirió enfilar la proa de sus naves de velas rojas hacia las tempestades que hacia los mares de calma chicha. Privilegiaba la polémica al beneplácito y nunca temió estar en minoría. Sabía que las ideas nuevas y correctas son siempre en su germen la bandera de unos pocos. Aceptaba el combate cuando comprometía la voluntad de los miles y no de los pocos y se garantizaban las condiciones para obtener la victoria. Por ello, y a pesar de haber realizado en su juventud el consabido peregrinar para recibir aleccionamiento guerrillerista en Cuba, polemizó en el Moec contra el aventurerismo armado y fundó un partido del mismo estilo del que Lenin formó con sus bolcheviques. Mosquera fue sagaz e ingenioso en el arte de la conversación y, por sobre todas las cosas, se revistió de una soberana paciencia, santa virtud necesaria para poder triunfar en política. Vivía de tal manera para el futuro que ningún revés era capaz de abochornarle el presente. “Los obreros van de derrota en derrota hasta la victoria final”, dijo alguna vez.
Le gustaba escribir y lo hacía con pasión. Pensaba que nadie podía ser dirigente político si no empuñaba con destreza la pluma para imponer sus ideas. Los jefes de los pueblos debían ser semejantes a Néstor, el sabio rey de Pylos, hábiles en la palabra y la espada. Mosquera parecía escribir con la ayuda de una brújula y de una balanza. Conocía el peso de las acepciones y matices de cada palabra que utilizaba, y si los ignoraba no descansaba hasta saberlo.
Le preocupaban el efecto y hasta las menores consecuencias de lo que escribía. Entendía que la carga de calificativos debilitaba cualquier argumento. Jamás leía ni escribía sin considerarlo una misión para aprender o enseñar algo y sin tener a mano un buen diccionario, aunque permanentemente renegaba de sus definiciones acartonadas. Creía que escribir era una ciencia y asiduamente consultaba gramáticas y sintaxis, discutía sus reglas y las acataba o impugnaba. Releía a Shakespeare, Balzac, Walter Scott, Marx, Barba Jacob y Guillermo Valencia, de quien solía repetir la sentencia “sacrificar un mundo para pulir un verso”. Comulgaba con firmeza en lo dicho por Buffon, “el estilo es el hombre”, y en que la única propiedad individual es la forma y para quienes no lo conocieron, ahí está este su libro final para afirmarlo.

Publicado en Lecturas Dominicales de El Tiempo, Marzo 12 de 1995


Bogotá, agosto 1 de 1999