Diez años después del 13 de septiembre de 1993, fecha en la que se suscribieron los acuerdos con Yitshak Rabin que apuntaban hacia el autogobierno palestino, las altas autoridades israelíes encabezadas por Sharon vienen proponiendo la expulsión de Ramala del máximo dirigente de la causa nacional palestina, Yasser Arafat; y hasta se atreven a insinuar a través de su viceprimer ministro, Ahud Olmert, que “matar al jefe palestino es una de las opciones”.
En septiembre de 2001 estableciendo un valioso ejemplo
de cómo se debe librar la lucha de los pueblos en este confuso
período que vive la humanidad, Arafat dona sangre a las víctimas
del World Trade Center de Nueva York, separando así la lucha de
su pueblo del vínculo que Ben Laden pretende establecer entre su
guerra y la solidaridad con la causa palestina. Arafat sorprende al mundo
cuando comunica a Bush su disposición de unirse a la coalición
internacional contra el terrorismo.
Pero aunque muchos lo desconozcan, la actitud de este líder histórico,
no es nueva ni se reduce a fríos cálculos políticos.
Si bien es cierto que su trayectoria revolucionaria comenzó a finales
de los años cincuentas al fundar la organización terrorista
al Fatah, desde 1968 propone un Estado palestino "laico y democrático",
con igualdad de derechos para judíos, musulmanes y cristianos.
En 1974, como presidente de la Organización para la Liberación
de Palestina (OLP), se enfrenta a las posiciones extremistas y le da un
viraje definitivo a su movimiento al reconocer la existencia del Estado
de Israel, proceso que tiene su punto más alto en 1993, al suscribir
en los jardines de la Casa Blanca, en Washington, el pacto donde se creaban
las autonomías palestinas en la franja de Gaza, sobre el Mediterráneo,
y en el área de Jericó.
A raíz del acuerdo, en los siguientes meses se estableció
la administración palestina en esos territorios, se creó
una policía propia, se liberaron algunos presos y se autorizó
el retorno de los dirigentes de la OLP. Pero el magnicidio de Rabin a
manos de un fanático judío el 4 de noviembre de 1995, unido
a los brutales atentados suicidas de Hamas y la Yihad Islámica
en territorio israelí, le imprimieron un curso aciago a un proceso
que, no obstante desarrollarse con dificultades, apuntaba hacia un desenlace
exitoso.
El cambio de interlocutores, primero Netanyahu y ahora Sharon, unido a
la presencia de este extremismo islámico decidido a relanzar la
vía del terrorismo, ocasionan a Arafat y a la causa nacional palestina
innumerables problemas en el segundo lustro de los noventas y los primeros
años de 2000. Hasta tal punto llegó la situación
que, después del cerco de más de un mes en que Israel lo
tuvo prisionero en la Mukata, el 8 de Mayo de 2002 Arafat, además
de pedir que se le enviara de inmediato una fuerza internacional para
restablecer la paz, declaró: “Llamo al gobierno de Estados
Unidos, al presidente Bush y a la comunidad internacional a proveer su
apoyo y la inmunidad necesaria para las fuerzas de seguridad palestinas,
cuya infraestructura ha sido destruida por la ocupación israelí,
para que puedan llevar a cabo e implementen sus órdenes y sus misiones
y deberes para detener por completo cualquier plan terrorista contra civiles
israelíes o civiles palestinos.”
Pero la actitud de los Estados Unidos no contribuye a solucionar el conflicto.
En el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas acaban de votar en forma
negativa la resolución que exigía a Israel no expulsar ni
asesinar a Yasser Arafat, se abstienen de condenar la intervención
israelí en Siria y a través del portavoz del departamento
de Estado, Richard Boucher, señalan que Arafat es más parte
del problema que de su solución.
Pese a las declaraciones favorables de las Naciones Unidas y de la Unión
Europea, de respaldar a Arafat y el Estado Palestino, así como
al reciente pronunciamiento de Shimon Peres, ex presidente israelí
que señala que el jefe de la Autoridad Nacional en los territorios
autónomos de Cisjordania y Gaza, fue el único palestino
que reconoció al Estado de Israel y comenzó negociaciones,
Arafat continúa enfrentando los actos violentos protagonizados
por los grupos fundamentalistas árabes, así como el incesante
terrorismo desatado por Sharon. El temor de Bush de contrariar seriamente
el poder económico de los judíos ha permitido desatar la
más aterradora barbarie contra las ciudades palestinas. La masacre
llevada a cabo en Jenim fue descrita por el enviado de la ONU, Terje Larsen,
como “un horror que supera el entendimiento humano”. No otra
cosa podía esperarse de Ariel Sharon, el mismo que en 1982 dirigió
la criminal matanza de más de 800 civiles palestinos en los campamentos
de refugiados de Sabra y Chatilla al sur de Beirut.