El fogonero

Por Juan Leonel Giraldo

El 12 de octubre de 2004, manifestantes derribaron en Caracas la estatua de Colón erigida para recordar la llegada del navegante al Golfo Triste, en costas venezolanas, durante su tercer viaje de 1498. Un año atrás, el mandatario Hugo Chávez había dicho que Colón era “peor que Hitler”, “punta de lanza de la mayor invasión y genocidio jamás vistos en la historia de la humanidad”(1). En ese mismo 2003, otra turbamulta había decapitado y orinado una imagen de una virgen traída desde Bosnia, y otros más desmantelado una escultura de metal del artista Jesús Soto y una estatua dedicada a María Lionza (2).

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Algunos funcionarios del gobierno, como el ministro de Educación y el alcalde de Libertador, centro de Caracas, objetaron la destrucción de la efigie de Colón (3). Ni España o Italia, que tanto se han ufanado en reclamarse patria de Colón, formularon queja oficial alguna.
Este tipo de lamentos contra Colón y la Conquista los han expresado escritores como Eduardo Galeano y Gabriel García Márquez, que hacen parte de una intelectualidad de izquierda que gira alrededor lo mismo de los derechos humanos, las preocupaciones ambientalistas como del régimen de Fidel Castro, régimen que precisamente siempre ha contado con el apoyo de España, aun desde los tiempos del generalísimo Francisco Franco. Kirpatrick Sale, uno de varios historiadores de Estados Unidos que constituyen una curiosa tendencia obsesionada con estigmatizar a Colón, describió a Colón como un criminal, un explotador y precursor del genocidio, en su libro The Conquest of Paradise (4).
<Colón no era educado, ni buena persona, ni tenía respeto alguno. Estaba corroído por la avaricia y la fiebre religiosa. Era un tipo de naturaleza violenta. La violencia era algo común en la Europa de la época, pero Colón era más violento que la mayoría de hombres de su tiempo. Quería lograr dinero realmente a cualquier precio. Se creía el centro del mundo hasta el punto de pensar que era el mejor, un elegido. Era un mentiroso: mintió sobre su origen, sobre sus descubrimientos y sobre todo no tenía respeto por nadie que no fuera él mismo> (5) .
Un hombre que no se creía él mismo marxista, pero que respondía al nombre de Karl Marx, ya había escrito hace mucho más tiempo sobre los diversos y complejos aspectos que entrañaba la empresa de Colón. Marx, en distintos materiales y en diferentes épocas, se refirió al exterminio y la crueldad con que procedió Europa (6), no sólo España, contra los indígenas americanos y los esclavos negros. “Cruzada de exterminio, esclavización y sepultamiento en las minas de la población aborigen (…) conversión del continente africano en cazadero de esclavos negros” fueron, por ejemplo, palabras suyas en su libro capital (7). A veces prefería llamar a todo esto “sistema colonial cristiano” (8) (las bastardillas son de Marx), porque pertenecía a su formulación sobre “el carácter cristiano de la acumulación originaria” que desarrolló en varias de sus obras, entre otras en El capital.
<En las plantaciones destinadas exclusivamente al comercio de exportación, como en las Indias Occidentales y en los países ricos y densamente poblados, entregados al pillaje y a la matanza, como México y las Indias Orientales, era, naturalmente, donde el trato dado a los indígenas revestía las formas más crueles. Pero tampoco en las verdaderas colonias se desmentía el carácter cristiano de la acumulación originaria (…) El parlamento británico declaró que la caza de hombres y el escalpar eran “recursos que Dios y la naturaleza habían puesto en sus manos” (9).>
Sin embargo, Marx nunca dejó de acentuar las enormes consecuencias que se derivaron de los viajes de Colón y de las demás empresas de exploración, y la utilización de la violencia como una herramienta propia de aquél como de otros procesos históricos. Es aquí donde se encuentran sus aportes y la originalidad de su pensamiento.
<Estos procesos idílicos representan otros tantos factores fundamentales en el movimiento de la acumulación originaria. Tras ellos, pisando sus huellas, viene la guerra comercial de las naciones europeas, cuyo escenario fue el planeta entero. Rompe el fuego con el alzamiento de los Países Bajos, sacudiendo el yugo de la dominación española, cobra proporciones gigantescas en Inglaterra con la guerra antijacobina, sigue ventilándose en China, en las guerras del opio, etcétera. Las diversas etapas de la acumulación originaria tienen su centro, por un orden cronológico más o menos preciso, en España, Portugal, Holanda, Francia e Inglaterra. Es aquí, en Inglaterra, donde a fines del siglo XVII se resumen y sintetizan sistemáticamente en el sistema colonial, el sistema de la deuda pública, el moderno sistema tributario y el sistema proteccionista. En parte, estos métodos se basan, como ocurre con el sistema colonial, en la más avasalladora de las fuerzas. Pero todos ellos se valen del poder del Estado, de la fuerza concentrada y organizada de la sociedad, para acelerar a pasos agigantados el proceso de transformación del régimen feudal de producción en el régimen capitalista y acortar los intervalos. La violencia es la comadrona de toda sociedad vieja que lleva en sus entrañas otra nueva. Es, por sí misma, una potencia económica (10).
<Sabido es que en la historia real desempeñan un gran papel la conquista, la esclavización, el robo y el asesinato; la violencia, en una palabra. En la dulce economía política, por el contrario, ha reinado siempre el idilio. Las únicas fuentes de riqueza han sido desde el primer momento la ley y el “trabajo”, exceptuando siempre, naturalmente, “el año en curso”. Pero, en la realidad, los métodos de la acumulación originaria fueron cualquier cosa menos idílicos (11).
<No cabe la menor duda —y es cabalmente este hecho el que ha engendrado concepciones completamente falsas— de que en los siglos XVI y XVII las grandes revoluciones producidas en el comercio con los descubrimientos geográficos y que imprimieron un rápido impulso al desarrollo del capital comercial, constituyen un factor fundamental en la obra de estimular el tránsito del régimen feudal de producción al régimen capitalista. La súbita expansión del mercado mundial, la multiplicación de las mercancías circulantes, la rivalidad entre naciones europeas, en su afán de apoderarse de los productos de Asia y de los tesoros de América, el sistema colonial, contribuyeron esencialmente a derribar las barreras feudales que se alzaban ante la producción (12)>.
Marx insiste, a veces en la compañía de Engels, durante varias etapas, desde las de la Ideología alemana hasta las del Manifiesto comunista, en que el descubrimiento de América, las masas de oro y plata lanzadas a la circulación, “hicieron cambiar totalmente la posición de unas clases con respecto a otras y asestaron un rudo golpe a la propiedad feudal de la tierra y a los trabajadores (…) daban comienzo a una nueva fase del desarrollo histórico”(13) . “…Los mercados de la India y de China, la colonización de América, el intercambio con las colonias, la multiplicación de los medios de cambio y de las mercancías en general imprimieron al comercio, a la navegación y a la industria un impulso hasta entonces desconocido y aceleraron, con ello, el desarrollo del elemento revolucionario de la sociedad feudal en descomposición” (14).
No es entonces sólo y fundamentalmente un Nuevo Mundo el que aparece, sino una nueva época, con una nueva forma de producción, unas nuevas clases, unas nuevas ideas, unos hombres nuevos, un momento inédito y portentoso para la humanidad que Marx y Engels saludan con entusiasmo, y que así mismo condenan en sus abyecciones, en su célebre Manifiesto.
Es de esos tiempos y de esa estirpe y calaña, la carne de Colón y de sus congéneres.


‘‘Y por toda la Tierra se esparció su sonido’’ (15)

Colón, hijo de la pobreza y la oscuridad, estaba señalado para una gloria discutida y sombría. Él mismo hizo de su vida un misterio y se llevó a la tumba las claves para entender los enigmas de su existencia.
Primogénito de un modesto cardador de lana, Colón soslayó su sencillo linaje. Soñador y codicioso, se impuso el destino de ser casi un rey, un almirante de los mares y un hombre de fortuna.
Pocas veces en la historia se ha registrado el caso insólito de un plebeyo que le arranca a una corte tantos privilegios como lo hiciera Colón. Aquel desarrapado don nadie no sólo consiguió la autorización y la financiación de una empresa incierta, sino que logró que se le elevara hasta las cumbres de privilegios de la nobleza, que se dignificara su apellido y a sus descendientes, que se titularan a su nombre las tierras por él descubiertas y se le prometiera una cuantiosa participación sobre las ganancias que resultaran de la explotación de las riquezas de las Indias. A su regreso del primer viaje, en el recibimiento que se le tributó en Barcelona, se sentó al lado de los soberanos católicos y de la corte y no se quitó el sombrero, de acuerdo con las prerrogativas que acababa de adquirir (16).
El desconocido marino intrigó durante siete años en España. Olfateó el rastro de los secretarios y confesores que pudieran llevarlo ante los reyes, los persiguió, se les presentó o se hizo presentar ante ellos, los envolvió en su deslumbrante jerga levantisca de marino, los encantó y los volvió sus aliados.
Tamaño empecinamiento, siete años de antesalas palaciegas, de días interminables sin respuestas, de ociosas esperas, apenas parecen dignas de un tonto. Sin embargo, cada paso de Colón era una fría y calculada jugada para alcanzar su meta.
Hay quienes aseveran que el furtivo extranjero que en Lisboa se solventaba de la venta de libros de estampas y de copiar mapas de navegar, maquinó allí un matrimonio de conveniencia. Colón cortejó y enamoró a Felipa Muñiz de Perestrello, una adolescente melancólica, como la mayoría de las portuguesas. Felipa era la hija de un marinero que al servicio de Enrique El Navegante había colaborado en el descubrimiento de la isla de Porto Santo, cerca de Madera. Gracias a esta unión, Colón trepó los pétreos peldaños de la sociedad. Así se aproximó a la corte de los navegantes lusitanos.
Por otra parte, en casa de los Muñiz de Perestrello el extranjero pudo escudriñar con plena confianza cartas marítimas, diarios, libros, documentos de navegación, montañas de manuscritos y vitelas sobre el oficio de marear. Colón cargó con una buena parte de esta parafernalia y se estableció por tres años en Porto Santo. El padre de su mujer había muerto presa de la bancarrota moral y económica después que una pareja de conejos que había llevado a la isla se multiplicó y arrasó con sus viñedos.
Alejado de la perturbada Europa, Colón se paseó por las islas de Madeira como por su reino. En estos terrones de arena arrojados por África sobre el Atlántico, engendró quizás su proyecto de conquistar el Mar de las Tinieblas.
Antes de cabildear en Castilla, Colón presentó sus planes en Portugal ante Juan II, quien continuaría la portentosa era de navegaciones emprendida por Enrique El Navegante. Previendo que allí nunca se le tomaría en cuenta, dirigió sus pasos hacia Castilla, el naciente rival de Portugal en la lucha por llegar al Oriente. Saliéndole al paso a otra eventual negativa, envió a su hermano Bartolomé a exponer el proyecto ante los gobiernos de Inglaterra y Francia.

Desde el momento en que tomó la determinación de buscar la nueva ruta hacia las Indias navegando por el Oeste, Colón se consideró un instrumento en las manos de Dios, un enviado del Cielo. Varias veces escribió que Dios le había hablado en sueños y lo había reprendido por olvidar que desde su nacimiento lo había señalado para grandes destinos. Así mismo le había recordado que ‘‘las Indias, que son parte del mundo, tan ricas, te las dio por tuyas’’.
En los últimos años de su vida se creyó un profeta elegido para exhortar a los cristianos a que rescataran el Santo Sepulcro y las minas del rey Salomón. Vestido con un sayal de penitente se sumergió en la lectura de las Escrituras y emborronó un texto apocalíptico y enrevesado en el que aseguraba que el fin del mundo ocurriría alrededor de 1659.
Aquel texto, que comenzó a escribir en 1501 con la ayuda de un hombre llamado Gorricio, se titularía El libro de las profecías. No fue sólo un libro de alertas y vaticinios. Esencialmente era un alegato. Una cuenta de cobro.
El almirante argumentaba que la travesía hacia las Indias estaba ya contemplada en los designios del Señor, y que él había sido el favorecido para llevarla a cabo. Por lo tanto, no debía contradecirse la voluntad divina y la corona tenía que cumplir lo pactado y pagarle lo que le debía. Colón se tomó el trabajo de labrar un complejo Apocalipsis para reclamar los privilegios y la fortuna que los reyes se comprometieron a darle al firmar las Capitulaciones de Santa Fe.
Veinte años atrás, Colón no se había contentado con apertrecharse de argumentos creíbles para probar que era posible navegar hacia China por el poniente. Fue a buscar en los textos de la Biblia la confirmación de su proyecto. Estaba obligado a apoyarse en las Escrituras. Ninguna empresa era todavía posible en Europa sin la bendición de la Iglesia. Los linderos de Roma se extendían tan lejos que abarcaban incluso a sus propios contradictores y herejes. En el propio seno de la Iglesia coexistían sabios dedicados a los estudios de la astronomía y la alquimia. Las juntas que examinaron la aventura colombina, tanto en Portugal como en Castilla, estaban integradas en buena parte por estudiosos de la Iglesia. Corrían los tiempos en que resultaba peligroso arriesgar una teoría que no estuviera avalada en la palabra de Dios. Por supuesto que a Colón no le cruzaba por la mente tamaño riesgo. Él era un hombre de su tiempo, no del futuro. Él quería descubrir el mundo, pero no cambiarlo.

A duras penas se puede asegurar hoy que Colón nació en Génova, pero otra decena de ciudades italianas y españolas reclaman el privilegio de su cuna. Nadie sabe con precisión su nombre, cómo transcurrió su infancia y su madurez o el lugar a donde fueron a parar sus huesos.
Tampoco existe un retrato de Colón hecho en vida, no quedaron planos de los tres barcos con los que cruzó por primera vez el Atlántico, no hay certeza alguna sobre cuál fue la primera playa de América en la que tocó tierra y continúa siendo un enigma el día en que decidió que la misión de su vida era navegar hacia el poniente. Hasta la manera como estampaba su firma se volvió fuente de especulaciones.
Incluso el diario de a bordo de sus cuatro travesías, que él mismo escribió de su puño y letra, desapareció, y sólo quedó una copia deleznable hecha por Bartolomé de Las Casas. Y hasta la acomodaticia biografía garrapateada por su hijo Hernando es cuestionada. Se discute que los limbíticos capítulos que van del I al XV, que precisamente se refieren a la vida de Colón, no son de la autoría de su hijo.
De su cascarón corpóreo sólo queda el rumor que describe su sobresaliente estatura, su piel rojiza y su cabellera de zanahoria tan brillante como la de las pecosas muchachas de Irlanda. Algunos de aquellos nebulosos rasgos los quiso identificar un periódico genovés —sin pruebas fehacientes— con los de un óleo de Pedro Berruguete, pintor oficial de la corte de los Reyes Católicos.
Colón resulta hoy borroso y enigmático porque su época era oscura y cabalística, simbólica y cifrada. La realidad se abría paso entre un mundo remachado al uso cotidiano de símbolos y presagios. Claves y códigos secretos hacían parte del arte de gobernar y hasta del arte de amar. Da Vinci anotaba sus apuntes más valiosos en carnets secretos utilizando una escritura a la inversa (en reversa). Paracelso, quien nace un año después que Colón llega a América, escribía laberínticamente. Tartaglia se negó a contarle jamás a su allegado Cardano el método que había inventado para resolver una ecuación de tercer grado. Tycho Brahe niega que haya aprendido algo de Copérnico. Y éste mantiene en secreto su obra clave durante más de nueve años, tal como advertía el poeta Horacio que debía hacerse. Kepler debe esperar a que muera Brahe para poder tener acceso a toda su valiosa información. Galileo pretende ignorar lo que le enseñó Kepler. Nicolás de Cusa se rectifica él mismo negando lo que él mismo había negado. Siglos después el afán de los investigadores por ocultar sus descubrimientos no se detendrá. Roberval esconde una buena parte de sus hallazgos. Descartes —quien escribió emocionadas páginas sobre el trabajo en común de la ciencia—,consignó sin embargo en su Discurso del método un auténtico tratado sobre los sigilos del sabio solitario. Durante su retiro en Holanda, Descartes cambia con frecuencia de domicilio para que nadie pueda encontrarlo y preguntarle por su trabajo.
Quizás no fue Colón el primero en llegar al Nuevo Mundo, y se piensa que ese incógnito privilegio lo protagonizaron los vikingos, o quizás navegantes portugueses o de la China, o acosados cristianos ibéricos que huían de los árabes, o un extraviado marino portugués o español arrastrado por una tormenta. Tal vez los primeros fueron los hombres de las estepas del Ártico o los aborígenes de las islas del Pacífico Sur.
Tampoco fue Colón el primero ni el único en sostener que se podía viajar hacia los reinos del Oriente, que había descrito Marco Polo, navegando por el Occidente. En 1493 el alemán Martin Behain, que ignoraba la empresa colombina, había presentado al rey de Portugal una propuesta parecida.
No obstante fue Colón quien pasó siete años en vela soñando con el viaje hacia las Indias y quien durante otros ocho años porfió y movió influencias ante las maquinarias burocráticas de las cortes de Portugal, Francia, Inglaterra, Italia y España. Su ingenio reside en que sólo él luchó por hacerlo, y lo hizo. Mas su gloria, que no le puede disputar nadie, consiste en el imborrable hecho de haberle dado a la humanidad todo un mundo desconocido.
Una anécdota que se le atribuye, así no fuera cierta, está hecha a la medida de su carácter. Después de su primer viaje, se burlaron de su hazaña en una taberna. Cualquiera podría haberlo hecho, le dijeron. Colón, a manera de réplica, desafió a los que se mofaban de él a que pararan un huevo sobre la mesa. Los hombres lo intentaron sin conseguirlo. Entonces él aplastó un poco una de las cabezas del huevo y lo paró sin que se cayera. Así cualquiera lo hace, exclamaron sus rivales. Claro —replicó Colón—, no era sino pensarlo, y hacerlo.
Pero no se trataba tampoco de pensarlo y hacerlo. Navegar, o el arte de marear, como se le llamaba entonces, era una empresa peligrosa y difícil. La expedición de Magallanes, por ejemplo, que zarpó en 1519 con doscientos treinta y nueve tripulantes, regresó en 1522 con apenas dieciocho hombres. Aunque la ciencia náutica había conseguido perfeccionar unos instrumentos y unos rudimentos básicos para orientarse en el mar, las tormentas, las enfermedades de a bordo y los azares de las tierras desconocidas diezmaban las tripulaciones. Aparte de las furias de los elementos había que contar con los espectros engendrados por la mente humana.
Un pensador colombiano, reparó con precisión en las incertidumbres que pesaban sobre los hombres y las obras de aquellos tiempos tan tenebrosos como efervescentes.

<Aunque el Descubrimiento se deba a los adelantos de aquel período, parta de la hipótesis de la redondez de la Tierra, corresponda a la pericia y a la tenacidad de Colón e ilumine la era moderna, lleva el timbre, si se me permite la licencia, de las fascinantes realizaciones del Renacimiento: que sus autores se planteaban los problemas, definían los objetivos y los coronaban, pero sin dominar a ciencia cierta el motivo y las repercusiones de sus triunfos, ni los basamentos esenciales en que se sustentan.> (17)

* * *

Colón era imaginativo pero carecía de una mente amplia, era diplomático pero mezquino, realista pero místico y mentiroso, valiente pero autocompasivo. Gozaba del don de la palabra y le gustaba oficiar los actos de su vida como un dramático taumaturgo.
Algunos, en especial quienes quisieron canonizarlo, inventaron en Colón el Descubridor que él no fue, que él jamás quiso ser. No es su culpa. Colón quería el oro y el cielo. Él había escrito en el mismo sentido en que lo hizo Shakespeare, que ‘‘el oro es excelentísimo: del oro se hace tesoro y con él, quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo y llega a que echa las ánimas al Paraíso’’. Y el oro lo perseguían todas las cortes, así como hoy lo quieren todos los imperios y países.
Engels será muy explícito en apuntar a la causa material más inmediata que empujó a Colón a aventurarse hacia el Oeste:
<El descubrimiento de América fue debido a la sed de oro, que ya antes había impulsado a los portugueses a recorrer el continente africano (cfr. La producción de metales preciosos, de Soetbeer), pues el gigantesco desarrollo de la industria europea en los siglos XIV y XV, así como el correspondiente desarrollo del comercio reclamaban más medios de cambio de los que Alemania —el gran país de la plata entre 1450 y 1550— podía proporcionar.> (18)
Tanto requería Europa de Oriente, que todavía en el siglo XVI ingleses y franceses continuaban explorando en el Norte de América la posibilidad de una vía marítima para arribar a Cipango, como se denominaba entonces a Japón.

Se ha querido también hacer culpable a Colón del genocidio y el saqueo cometidos por los conquistadores, y de la introducción de la esclavitud en el Nuevo Mundo. Es cierto que al almirante se le siguió causa por malos tratos a los indígenas, e incluso a sus propios tripulantes. Pero aquella era la bárbara norma de esos tiempos siniestros. Por entonces, la que se suponía la mayor empresa ética del mundo occidental, era un imperio dedicado al pillaje y a la extorsión, regentada por Papas patibularios que lo mismo se solazaban en atender a sus concubinas como en destilar letales venenos para asesinar a sus rivales. Resulta ingenuo pedirles a Colón o a los europeos de la azarosa y guerrera Europa del siglo XV lo que cinco siglos después no practica ninguna potencia.
Colón y sus contemporáneos eran los herederos de una larga tradición de invasiones y bárbaras conquistas. Se trataba de hombres acostumbrados a invadir y a ser invadidos. Colón mismo asistió a las postrimerías de la ocupación mora que se había enquistado en España durante casi ocho siglos. En aquella época no sólo existía una larga tradición de cruzadas, especialmente en la península ibérica, sino que la carrera militar, con la gloria y el botín como recompensa, resultaba una ocupación deseable, la única ocupación deseable para muchos jóvenes de la época.
Germán Arciniegas, que consumió más de medio siglo investigando sobre América, escribió en 1949:
<El viaje de Colón abre las mayores perspectivas para la Europa del Renacimiento italiano, de la reforma protestante, del humanismo occidental. Con él se redondea no sólo la esfera de la Tierra sino la de las empresas comerciales, la ruta de los mares, la circulación de las ideas. Se hace real el sueño de los imperios, la ambición de las conquistas se multiplica en el espacio, la gana de tener colonias hace que Inglaterra, Holanda o Portugal se consideren nuevas Romas. Europa ve que su mundo se le ensancha. Nace, y esto debe alegrar mucho el oscuro fondo del pensamiento europeo, la posibilidad de las guerras universales. Ese europeo contenido por unos cuantos siglos encuentra de repente una oportunidad formidable para expresarse en raptos de indias, abordaje de naves, formación de compañías mercantiles, cacerías de negros, esquemas coloniales, misiones evangélicas, formación de grandes estados >.(19)

La Europa de los descubrimientos venía de sufrir cien años de guerras continuas. Las epidemias y la peste bubónica habían arrasado con un tercio de la población a mediados del siglo XIV. La debacle de la agricultura feudal propagó las hambrunas y convirtió a muchos nobles en barones salteadores de caminos. Los levantamientos populares, morbosamente sedientos de sangre, se multiplicaron. La acción depredadora de una Iglesia romana corrompida, máxima propietaria de tierras y monopolizadora de las mayores rentas de toda Europa, se hizo aún más odiosa. Se presentían ya los tiempos terribles de la Inquisición, el depravado y brutal acoso del Islam en las costas del Mediterráneo no se extinguía y la locura era un mal generalizado. Hasta los cristianos se abrazaban a esqueletos y representaban en los cementerios a mitad de la noche la Danza de la Muerte, mientras se celebraban tantas misas negras como misas santas. Europa había caído en los más horrorosos abismos del infierno y los hombres terminaron por sentirse asqueados hasta de la vida.
Era el mundo de la ley del más fuerte, del poder nacido de la más brutal posesión de la tierra. Faltaban tres siglos para que irrumpiera la democracia burguesa y uno más para que lo hiciera la obrera. Mal podían nuestros semejantes de entonces ser lo que nosotros aún no acabamos de parecer. Colón perteneció a ese mundo y él mismo fue un hombre más lastrado por el pasado de su presente que desvelado por su futuro. No fue nuestro contemporáneo. Por ello más bien reclamemos en nosotros lo que aquel hombre, a quien llamaban en son de burla ‘‘el hombre de la capa raída’’, no podía ser.
Finalmente, parafraseando a Marx, podríamos indicarle a Chávez, Koning y demás activistas de esta devastación histórica, que “Es demasiado cómodo ser “liberal” a costa de la Edad Media”.(20)


Notas:
(1) La BBC informó el 13 de octubre de 2004 que “los responsables se identificaron como simpatizantes del gobierno que aseguraban que llevarían los restos del bronce al presidente Hugo Chávez, quien se encontraba en un teatro cercano”. Añadió la BBC que “según el último censo, la población indígena suma medio millón de personas (alrededor del 2% de la población), y habitan sobre todo en las selváticas regiones fronterizas del sur del país. Algunos sociólogos y antropólogos aseguran que la "vocación indigenista" del gobierno escondería una estrategia política que buscaría ganar simpatías en otros países latinoamericanos donde la población autóctona es más importante. Según declaraciones que ofreció a un canal de televisión local el sociólogo Roberto Briceño, la minoría indígena venezolana no es el objetivo de esta estrategia. "El impacto fundamental es la imagen que el gobierno quiere proyectar hacia Bolivia, Ecuador o Centro América, como líder del movimiento indígena, así como quiere proyectarse como líder del movimiento de independencia latinoamericano". Muchos critican el que más allá del discurso no se hagan políticas para mejorar la calidad de vida de las etnias indígenas, que tradicionalmente han estado geográfica y socialmente marginadas. En los últimos años se ha experimentado un éxodo de indígenas hacia las principales ciudades, donde pasan a integrar la creciente marginalidad urbana. Muchos pueden ser vistos deambulando por las calles pidiendo limosna y viviendo en descampado”.
(2) Mariahé Pabón, Notitarde, 15 de octubre de 2004. María Lionza es una diosa a la que se le rinde culto en Venezuela.

(3) “Estamos de acuerdo con reescribir la historia, por supuesto rechazamos hacer honores a Colón, pero una cosa es eso y otra es la anarquía. Nosotros rechazamos la anarquía”, dijo el alcalde Freddy Bernal (Joaquim Ibarz corresponsal de La Vanguardia de España, citado en www.conexionsocial.org.ve, 14 de octubre de 2004).
En una nota titulada “Colón reducido”, Roberto Hernández Moya (www.analitica.com) escribió: “Apenas tomado el poder en 1917, Lenin ordenó que no se tocara ningún monumento zarista. Se adelantaba así a corregir el error de la Revolución Francesa, que destruyó muchas obras públicas valiosas del Antiguo Régimen (…) El derribo de estatuas a la loca no es revolución sino vandalismo, parecido a la malcriadez de aquellos que se califican de ´no descubiertos´”.

(4) Publicado por primera vez en Gran Bretaña por Odre and Stougton en 1992 y reimpreso en Estados Unidos entre otras por las editoriales Pan MacMillan y Tauris Parke. Sin embargo, desde 1976 circulaba el libro de Hans Koning, Colón, el mito al descubierto.

(5) Sale entrevistado por Klaus Brinkbäumer y Clement Höges en su libro El último viaje de Colón (Barcelona, Destino, 2004, p. 279).

(6) asta leer estas palabras de Marx que aún hoy no pierden vigencia: “Con los progresos de la producción capitalista durante el período manufacturero, la opinión pública de Europa perdió los últimos vestigios de pudor y de conciencia que aún le quedaban. Los diversos países se jactaban cínicamente de todas las infamias que podían servir de medios de acumulación de capital. Basta leer, por ejemplo, los ingenuos Anales del Comercio del Intachable A. Anderson. En ellos se proclama a los cuatro vientos, como un triunfo de la sabiduría política de Inglaterra, que, en la paz de Utrecht, este país arrancó a los españoles, por el tratado de asiento, el privilegio de poder explotar también entre África y la América española la trata de negros, que hasta entonces sólo podía explotar entre África y las Indias Occidentales inglesas”. (Carlos Marx, El capital, Volumen I, Bogotá, Fondo de Cultura Económica, 1976. p. 645).
(7) Ibid, p. 638. Abundan también en este libro las referencias que Marx hace de lo escrito por otros autores, por ejemplo sobre “la voraz y fatal voluntad de “estrujar al ganado humano (human cattle) la mayor masa de rendimiento posible en el menor tiempo”” (Ibid, pp. 188, 209, etc).

(8) Ibid, p. 639.

(9) Ibid, p. 640.

(10) Ibid, pp. 638 y 639. Entre esos procesos idílicos Marx menciona el descubrimiento de las minas de oro y plata en América, el sometimiento de los indígenas americanos y la esclavitud de africanos.

(11) Ibid, pp. 607 y 608.

(12) Ibid, Tomo III, p. 321.

(13) Carlos Marx y Federico Engels, “Feurbach. Oposición entre las concepciones materialista e idealista”. Capítulo de la Ideología alemana. Obras Escogidas, ibid., Tomo I, p. 56.

(14) Carlos Marx y Federico.Engels, Manifiesto del Partido Comunista. Obras Escogidas, ibid., Tomo I, p. 112.

(15) Salmo muy citado en el siglo XV para predicar que era inevitable la propagación del cristianismo.

(16) Hans Koning, op. cit., p. 74. Aparte de las conocidas biografías sobre Colón de Madariaga, Morrison y Taviani, en los últimos años se destacan los libros de Manzano, Varela, Gil y Arranz. Sin embargo, la misma Consuelo Varela, en su prólogo al libro de Brinkbäumer y Klement anotaba que a 500 años de la muerte de Colón resultaba complicado el esfuerzo de una biografía suya.

(17) Francisco Mosquera. “En respaldo a Germán arciniegas”, Resistencia civil, Bogotá, Editorial Tribuna Roja, 1995, pp. 479 y 480.

(18) Federico Engels. En carta a Conrado Schmidt. C. Marx. F. Engels. Obras Escogidas. Tomo III, Moscú, Editorial Progreso1974, p. 517.

(19) “El 12 de octubre, o el gran disparate”, Cuadernos americanos, México, septiembre-octubre de 1949. Texto reproducido con el título de “¿Por qué el viaje de Colón no figura como fiesta en Europa, en Inglaterra?” en el libro Arciniegas polémico, Bogotá, Espasa, 2001, pp. 60 a 69.

(20) Ibid. Cita 4 de la página 610 del Volumen I de El capital.

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Apostillas sobre hombres que derriban estatuas