Vigencia y necesidad del marxismo
y del pensamiento Francisco Mosquera
-Primera parte-
Han pasado catorce meses desde la posesión de Juan
Manuel Santos como presidente de la República, y aunque fue ungido
como el sucesor de Álvaro Uribe y representa por ello la continuidad
de su política ultraderechista, no ha podido ocultar la corrupción,
los yerros y los delitos que caracterizaron dicho régimen.
Tras nueve años de aplicación de la “seguridad democrática”,
pareciera como si los caminos para liberar al pueblo colombiano del yugo
imperialista y de la oligarquía estuviesen cerrados; que los esfuerzos
de los obreros, de los campesinos y de las masas desposeídas por
lograr una vida mejor fueran completamente estériles; que socialismo
y comunismo, además de caducos y extravagantes, debieran ser considerados
como doctrinas propias de “traidores de la patria”, llegando
hasta decirse públicamente y en tono amenazante, por parte de miembros
del anterior gobierno, que “no se aceptarán más comunistas
en Colombia”. Imperialismo, soberanía y defensa de la producción
nacional, se convierten en conceptos nebulosos en el mundo de la “globalización”,
y lo que es peor, se extiende la convicción de que para combatir
el terrorismo, todo es lícito, incluso el terrorismo mismo.
Hoy tenemos una nación postrada en la más miserable de las
condiciones por el saqueo de los recursos del Estado; por la explotación
de nuestras riquezas por parte del capital monopolista extranjero; por
las masacres y el desplazamiento forzado, y por las recurrentes tragedias
naturales, agravadas estas últimas por la desidia oficial, la corrupción
generalizada en la contratación de las obras públicas y
hasta el robo de la donaciones recogidas para paliar las desgracias de
las víctimas. A los sindicalistas, a los políticos de la
oposición, a los campesinos que reclaman sus tierras y sus derechos
los desaparecen sumariamente. Se persigue y se busca por todos los medios
legales e ilegales desacreditar a los administradores de la justicia,
a la vez que se determina quiénes son criminales, terroristas y
“apátridas”, y por lo tanto, quiénes deben “ser
eliminados del contorno”, cualquier cosa que eso signifique. Por
su parte, la guerrilla y los paramilitares arrecian las actividades criminales,
unos para demostrar su permanencia en la contienda y los otros con miras
a consolidar el inmenso poder económico y político que acumularon
durante tres decenios. A esto, los partidos que se autodenominan de izquierda
se pierden en medio del oportunismo, la inconsistencia y la corrupción
abandonando por completo el único camino que garantiza el triunfo
del proletariado: el marxismo-leninismo.
Esta compleja y agobiante situación que padecen los colombianos
nos impulsa necesariamente a volver nuestras miradas al ideario que forjara
Francisco Mosquera durante tantos años de lucha revolucionaria.
Como marxista, supo aplicar el pensamiento de Marx, Lenin y Mao, a los
problemas concretos de Colombia y de su pueblo. Su vida la dedicó
a construir el partido del proletariado que debe dirigir el proceso revolucionario;
elaboró su programa estrictamente ceñido a la situación
real del desarrollo de las fuerzas productivas del país y de la
caracterización de sus clases sociales, y, en el terreno de la
táctica, logró compendiar cuatro temas claves que constituyen
el programa mínimo que permitirá aglutinar los distintos
contingentes y personas que se preocupan por el porvenir del país.
Temas que pueden resumirse en: la defensa de la actividad productiva;
el apuntalamiento de la autodeterminación nacional; la atención
a los requerimientos y necesidades de las masas trabajadoras y del pueblo,
y el acatamiento a las reglas de juego establecidas, rechazando el terrorismo
y la utilización de los métodos criminales en las lides
políticas y sociales. Llamamiento que hoy, más que nunca,
adquiere una incuestionable actualidad y corresponde a los anhelos de
los colombianos.
“La norma es la falta de normas”
La actual campaña para elegir gobernadores, alcaldes,
diputados y concejales confirma sin lugar a dudas que la maquinaria para-político-militar
no está dispuesta a renunciar a sus conquistas logradas a sangre
y fuego. Las “picardías”, la “propaganda negra”
y cuanta maniobra fraudulenta existe, vuelven a ponerse al orden del día
para alcanzar el triunfo; al presente, treinta y ocho candidatos han sido
asesinados, y parapolíticos salen de las cárceles para participar
abiertamente en las faenas electorales sin que exista gobierno o autoridad
alguna que lo impida.
En noviembre de 1993, con motivo del lanzamiento de la candidatura al
senado de Jorge Santos por el MOIR, Francisco Mosquera, en su discurso
titulado “Hagamos del debate un cursillo que eduque a las masas”,
decía sobre los ardides y arterías utilizadas por el gobierno
de César Gaviria en todos los campos: “la norma es la falta
de normas”; y al tratar sobre la campaña electoral: “de
tales trapisondas depende, de un momento a otro, la suerte en las urnas
de los movimientos, en especial de las vertientes opositoras.” Más
adelante al referirse a la forma como se tramó la Constituyente
de 1991 afirmaba: "En los albores de la reforma constitucional aparecieron
las prácticas amañadas que vendrían después,
ese nebuloso reino de los ‘mecanismos’, la interinidad de
las regulaciones, el reemplazo de las reglas por los acuerdos pasajeros.”
Y terminaba su discurso con este llamamiento: "Todavía nos
resta trecho para seguir explicando por plazas y recintos tamañas
irregularidades. Hagamos del debate un cursillo que eduque a las masas
en la comprensión de los menesteres de la lucha de clases”.
Algo semejante ocurrió en 2006 para reformar la Constitución
con el fin de permitir la reelección de Álvaro Uribe, adobada
con la tragicomedia de la “Yidispolítica”, con sus
Teodolindos, ministros involucrados en cohecho, repartición de
notarías a los congresistas, incluyendo la acusación sobre
la participación de los hijos del presidente en esta trama.
Pero nada comparado con lo que el país presenciaría con
motivo de las últimas elecciones presidenciales. Para perpetuarse
en el poder se soborna, se “persuade” y se pasa por encima
de las normas, de las leyes y de lo estatuido en la Carta del 91. Ante
la inminencia del hundimiento del referendo reeleccionista, viciado por
ilegal e inconstitucional y plagado de irregularidades y delitos, y tal
como lo consigna el cable que al respecto envió la embajada de
Estados Unidos a su gobierno los primeros días de febrero de 2010,
el jefe de Estado colombiano creó un plan B para garantizar su
continuidad. Según dicho mensaje:
“Uribe se reunió por separado con los precandidatos del Partido
Conservador, Andrés Felipe Arias, y del Partido de la U, Juan Manuel
Santos, en las cuales les hizo saber que uno de ellos era el plan B”(…)
“El 8 de febrero la jefe de campaña de Arias, Beatriz Uribe
(hoy ministra de Ambiente y Vivienda), estuvo en la Embajada y reconoció
que Uribe le pidió a Santos que hiciera lo posible para que Andrés
Felipe Arias ganara la consulta interna del Partido Conservador, porque
las encuestas las estaba liderando la exministra Noemí Sanín,
tras el escándalo de Agro Ingreso Seguro. La interlocutora dejó
claro que si Arias ganaba, unido a Santos serían imbatibles. Pero
si Sanín ganaba, la oposición podría unirse y derrotar
a Santos.” (El Espectador, Colombia WikiLeaks).
Esta evidente intervención de Uribe en la campaña a favor
de Santos continuó cuando Andrés Felipe Arias, alias “Uribito”,
perdió la consulta conservadora, pese a las numerosas artimañas
utilizadas por el candidato y la señora Beatriz Uribe, entre ellas
la violación a las regulaciones sobre financiación de la
campaña y a los cuantiosos aportes provenientes de beneficiarios
de Agro Ingreso Seguro (AIS), el programa del ministerio de Agricultura
que utilizó para sus fines electorales.
Los dirigentes del Partido Conservador, tras ocho años de participar
en el festín burocrático, rodeados de ríos de leche
y miel, se convirtieron en sumisos sirvientes del uribismo. Ante el temor
de perder gran parte de ello, y siguiendo las directrices de Arias “Uribito”,
desconocieron las normas internas que regulan las precandidaturas y que
los obligaban a votar por Nohemí, para plegarse a Juan Manuel Santos.
Por los lados del otro gran partido tradicional, el Liberal, sólo
se puede decir que después de vivir la desgracia de ocho años
de oposición, sin cargos y sumidos en la indigencia, también
corrieron a engrosar las filas del designado por Uribe ante un inminente
descalabro electoral de Rafael Pardo el candidato de los expresidentes
Gaviria y Samper, dejándolo apenas con escasos 600 mil votos. Se
aseguró así la participación de Santos en la segunda
vuelta, para competir con Antanas Mockus.
Durante los treinta días previos al de la definición en
las urnas, el país pudo percibir la desazón que se apoderaba
del jefe de la Casa de Nariño ante el ascenso inesperado de Mockus
en las preferencias de los ciudadanos. El primer mandatario, haciendo
caso omiso de las tímidas e inútiles amonestaciones del
procurador general y violando todo precepto ético, se lanzó
a la arena de la campaña a favor de Juan Manuel Santos. Pecaron
de ilusos quienes creyeron que la actividad del presidente se limitaría
a lanzar dardos y a desacreditar al rival de su hombre y despreciaron
la capacidad de “persuasión” palaciega: tres billones
y medio de pesos de Familias en Acción manejados directamente desde
la presidencia, más otros cientos de miles de millones de institutos
como el Sena y Bienestar Familiar, aunados a los millonarios aportes de
los contratistas del Estado y de la gratitud de los beneficiarios del
programa AIS y de las prebendas otorgadas por la Dirección Nacional
de Estupefacientes (DNE). A todo lo anterior se deben agregar los numerosos
votos del para-político-militarismo. Inclusive se recurrió
a la intimidación, creando el pánico entre parte de la población,
al propagar la especie de que el triunfo de un contrario le abriría
las puertas al “temible” vecino, Hugo Chávez, y que
el país terminaría en las garras del comunismo. El presidente,
por otra parte, se dedicó a visitar cuanta emisora de pueblo hay
para echar su discurso sobre la necesidad de conservar “sus tres
huevitos”. Asimismo se contrató a un experto en “propaganda
negra”, quien terminó convirtiendo a Santos en un pícaro
confeso. El mismo que hoy maneja las tácticas electorales de los
candidatos del partido de la U, que le crea problemas a la extraña
alianza Uribe-Peñalosa en pos de la alcaldía de Bogotá
y que escandaliza a la directora del periódico ultrauribista, El
Colombiano, al afirmar que "Eso de la ética es para los filósofos”.
El triunfo de Santos en las urnas fue contundente.
Desde el arribo de Uribe al solio de Bolívar, un grupo de aprendices
de Goebbels urdió una impresionante tramoya de sofismas, falsedades
y mentiras, sobre la que se sustentó el inmenso respaldo al mandatario,
entre otras, que gracias a la seguridad democrática se incrementó
la inversión extranjera y con ella el empleo, que se redujo el
número de pobres y miserables, que se acabó el para-político-militarismo
y que la guerrilla quedó reducida a unas pocas bandas criminales.
Pero también se recurrió a muchas otras maquinaciones, volviéndolas
algo cotidiano, que van desde los supuestos atentados contra el presidente
que se inventaban miembros del DAS, hasta las abultadas cifras de subversivos
dados de baja, pasando por la espectacularidad de engañosas desmovilizaciones
de paramilitares y guerrilleros; los amañados datos del DANE para
disminuir el desempleo y los índices de pobreza y de inflación;
la propagación de la idea de que realizar un delito de frente y
a la luz del día lo exime de culpabilidad; las ardides de los parapolíticos
para salir en poco tiempo de las cárceles falsificando en componenda
con sus carceleros miles de horas de “trabajo” y “estudio”,
o las “rigurosas celdas” del llamado “Tolemaida Resort”
donde militares condenados por asesinato y otros crímenes se supone
pagan “condenas ejemplares” en medio de fiestas y bacanales.
Digna de mención es también la capacidad histriónica
de Uribe, como cuando se declara ofendido ante un hecho de corrupción
y le grita a uno de sus subalternos: “si lo encuentro en la calle
le rompo la cara, marica”, y para no quedar por fuera de las interceptaciones
ilegales del DAS, ruega para que esa conversación telefónica
se la “estén grabando”. Tampoco pasan de ser bufonadas
las repetidas poses como víctima de “una conspiración
criminal en contra de su gobierno", y burdo es el intento de absolver
a su alto comisionado para la paz de las falsas desmovilizaciones con
una frase místico-retórica que invoca la buena fe. No se
quedan atrás los afanes mostrados por él, y ahora por su
sucesor, quienes en compañía de cientos de personajes, durante
ocho años, mendigaron en Estados Unidos la aprobación del
Tratado de Libre Comercio, o las maromas ejecutadas tanto a nivel nacional
como internacional para explicar la entrega de nuestras bases militares
a los ejércitos gringos.
Pero los desaciertos de Uribe no terminan ahí. Sólo como
muestra mencionemos algunos. En acto televisado, en compañía
del trásfuga senador de la república Roy Barreras, hace
entrega de bienes de la Dirección Nacional de Estupefacientes,
reconociendo con sus propias palabras la injerencia directa de miembros
del congreso en la repartición delictuosa de las propiedades decomisadas
a narcotraficantes. Y qué pensarán los gobiernos de aquellos
países que recibieron como embajadores, cónsules o agregados
diplomáticos a un buen número de subalternos del régimen,
vinculados a serios líos judiciales incluidos el cohecho y el asesinato.
Asimismo, debe agregarse las gestiones para que la exdirectora del Das
consiguiera el asilo en Panamá, hecho que amerita preguntarse si
con ello no estaba coartando la marcha de la justicia. Y para terminar
este cúmulo de adefesios, debe recordarse el lamentable desfile
a la embajada norteamericana de ministros, congresistas, directores de
institutos, generales de las fuerzas armadas y de la policía, secretarios
y asesores presidenciales, todos en función de lacayos del gran
determinador del Norte, para dar razones y explicaciones de la Casa de
Nariño, pedir consentimientos o, simplemente, para llevar chismes,
poner quejas y denunciar a sus colegas.
Lo cierto es que en Colombia la criminalidad rebasó cualquier capacidad
de los entes de la justicia. La Fiscal General heredó más
de 1.800 casos, número físicamente imposible de atender;
los jueces encargados de las ejecuciones extrajudiciales tienen que enfrentar,
además de las dilaciones de un ejército de abogados, el
estigma de que con sus sentencias le sirven a la subversión y “desmoralizan
a las Fuerzas Armadas de la patria”; en los juzgados reposan expedientes
de miles y miles de crímenes cometidos por los grupos armados al
margen de la ley, y, para acabar, ahora esos despachos reciben toneladas
de folios correspondientes a las acusaciones por corrupción en
el DAS, ICBF, DNE, AIS, DIAN, EPS, INPEC, INCO, Invías, Incoder,
Fosyga, ministerios, casos de “Yidispolítica”, referendo
reeleccionista, pirámides, Grupos Nule, DMG, y un interminable
etc., etc., etc.
Si no estuvieran de por medio los miles de asesinatos de inocentes sacrificados
en aras de mostrar “resultados”; si al DAS no lo hubieran
dedicado a perseguir a los contradictores del régimen y a elaborar
las listas de quienes debían desaparecer los paramilitares; si
no existieran los millones de desplazados hacinados en tugurios, viviendo
en condiciones infrahumanas, sin acceso a la salud y a la educación;
si centenares de miles de campesinos no padecieran el despojo de sus parcelas,
las cuales terminaron en manos de paramilitares y parapolíticos,
de fondos ganaderos y grandes empresas extranjeras y colombianas; si por
las calles de ciudades y pueblos no deambularan millones de desempleados
que se ven forzados a subsistir del rebusque, inclusive acudiendo a actividades
ilícitas, el gobierno de Uribe bien podría pasar a la historia
como el doble mandato de los farsantes.
La corrupción, otra gran tragedia para el pueblo
La situación actual del país no augura
un mejor futuro. El resultado de las elecciones presidenciales de 2010
mostró la realidad política que prevalece en nuestra patria.
Durante el mandato anterior se consolidó la extrema derecha y,
con ello, el imperio de la impunidad. Los para-político-militares
se tomaron el Congreso y un número bastante alto de gobernaciones,
alcaldías, asambleas y concejos; los corruptos engrosaron sus arcas
como nunca antes; al capital monopolista, especialmente al extranjero,
se le otorgó toda clase de tratamientos favorables, mientras que
el desempleo, la miseria, la desatención en la salud y la falta
de techo se agravaron para la inmensa mayoría de la población.
Se argumenta que la corrupción se da en todos los gobiernos, y
que igual, ocurrió en regímenes pasados. En realidad, la
corrupción es inherente a un Estado capitalista. En Colombia los
ejemplos abundan: López Pumarejo y la Handel, Lleras Restrepo y
la Lockheed, López Michelsen y la hacienda La Libertad de sus hijos,
Gaviria y Colfuturo, Samper y el 8.000, para citar sólo los más
escandalosos. Porque si el motor que mueve las actividades de la sociedad
debe ser el lucro, si todas las funciones del Estado se privatizan, vías
públicas, medios de comunicación, educación, salud,
recreación y hasta la seguridad, y los empresarios deben producir
buenas utilidades no sólo para sí mismos sino también
para pagar a los funcionarios oficiales que les colaboran precisamente
en la obtención de esas prebendas, las ganancias habrá que
lograrlas no importa qué métodos se utilicen, ya el soborno,
la sobrevaloración de los productos, la reducción de la
calidad de los servicios dados, la sobrefacturación, la falsedad
en documentos públicos, el acceso ilegal a los subsidios que el
gobierno ofrece a las actividades productivas, etc. La reciente olla podrida
destapada en el sistema de la salud (EPS, IPS, Fosyga) es un claro ejemplo
de todo esto y consecuencia directa de la famosa ley 100 que privatizó
la salud y creó esa maraña de instituciones. Pero en Colombia,
además entró en juego el poder corrosivo de los dineros
del narcotráfico, permeando todas las estructuras estatales, proceso
que cobra fuerza a partir de los gobiernos de Gaviria y Samper. La guerra
entre los carteles de Medellín y Cali terminó también
alineando a muchos políticos en uno u otro bando, inclusive a nivel
presidencial, e influyendo en muchas de las determinaciones judiciales,
legislativas y del mismo poder ejecutivo.
Una vez posesionado, Santos monta un gobierno que llama de unidad nacional
repartiendo el botín burocrático no sólo entre los
uribistas puros, sino también entre aquellos conservadores y liberales
que traicionando sus partidos votaron por él. Premia a Arias “Uribito”
dándole un ministerio a Beatriz Uribe quien le dirigiera su campaña
como precandidato, y se cuida muy bien de reemplazar al director del Departamento
Administrativo de Seguridad (DAS), dependencia directa de la presidencia
de la República y envuelta en una criminal persecución política
de tal magnitud que el mismo gobierno norteamericano, cuyas ayudas técnicas
y económicas se utilizaron para ejecutar las interceptaciones de
periodistas, rivales políticos e integrantes de las altas cortes,
tuvo que exigirle al gobierno que tomara medidas correctivas.
Aunque elegido gracias a la poderosa maquinaria electoral del Palacio
de Nariño, al nuevo gobernante se le hizo imposible ocultar los
múltiples robos que desde años atrás venían
denunciando la prensa y voceros de los partidos de la oposición
sin que las autoridades correspondientes tomaran cartas en el asunto.
Lo cierto es que, embozados tras la inmensa popularidad de su jefe, desde
los ministerios e institutos gubernamentales, la mayoría en manos
de los conservadores, cientos de funcionarios, amangualados con políticos,
congresistas y paramilitares, se dedicaron a apoderarse de más
de seis millones de hectáreas del territorio colombiano y a saquear
el tesoro público en un monto que supera varias decenas de billones
de pesos. Era tal la magnitud de la rapacería, que el presidente
Santos la describió gráficamente con la frase: “allí
donde se pone el dedo salta la pus”. Uribe y los conservadores reaccionaron
inmediatamente, calificando el inevitable destape como un mero montaje
para desprestigiar al mandato uribista, como una “conspiración
de las fuerzas de la subversión contra la seguridad democrática”,
como una “venganza criminal” contra el exmandatario. El Presidente
y el Procurador General ante la imposibilidad de tapar tamaño escándalo,
sólo atinaron a asegurar que “había que ‘desuribizar’
la corrupción”. Mientras tanto, el pueblo sufre las consecuencias
del asalto al erario: carreteras, puentes y caminos más aptos para
producir lamentables tragedias que para transitar por ellos; centenares
de familias afectadas por el invierno sobreviviendo en improvisados tabucos
de lata y cartón; instalaciones escolares deterioradas; campesinos
sin tierra; servicios públicos deficientes, y Empresas Promotoras
de Salud que esquilman los recursos del Estado a la vez que se las ingenian
para negar la atención debida a sus afiliados.
Empero, sería injusto atribuirle sólo a miembros del conservatismo
y del uribismo la exclusividad de los latrocinios. El Polo Democrático,
organización amorfa que nunca pudo encontrar una identidad y una
unidad políticas y que sirviera de refugio a todos los grupos y
partidos seudorrevolucionarios, al lograr la alcaldía de Bogotá,
la más importante del país, también cayó en
la trampa de las coimas y en alianza con el partido de la U, saquearon
por medio del llamado “carrusel de las contrataciones” y del
Grupo Nule, no sólo a la Capital sino también las arcas
del Estado. Su pecado se reflejará inevitablemente en los comicios
de finales de este mes, tal como lo indican las encuestas, donde su candidato
escasamente atrae el uno por ciento de los electores, después de
haber sido durante dos períodos su inexpugnable fortín electoral.
“No hay causa noble o vil que justifique el secuestro”
Con este título Francisco Mosquera le envía
en septiembre de 1990 una carta a Hernando Santos Castillo, director de
El Tiempo, con motivo del secuestro de Francisco Santos Calderón.
En ella, una vez más ratifica su firme posición de condenar
éste o cualquier otro instrumento propio de la delincuencia común,
y que fueron adoptados por las guerrillas colombianas en su lucha seudorrevolucionaria.
La situación que vive el país se debe a múltiples
circunstancias que tienen un origen y un desarrollo propios. La violencia
en Colombia puede calificarse de mal endémico y se convirtió
en pieza fundamental para que Álvaro Uribe llegara al poder. La
conformación de una poderosa empresa armada, donde se confabularon
congresistas, gobernadores, alcaldes, concejales, diputados, terratenientes
y ganaderos, monopolios extranjeros, empresarios, oficiales del ejército
y de la policía, miembros del DAS y narcotraficantes, se dio como
respuesta a la complacencia de los gobiernos con los grupos guerrilleros,
especialmente desde Belisario Betancur hasta el de Pastrana Borrero, y
a la incapacidad de contener su vertiginoso ascenso durante los dos últimos
decenios del siglo pasado. Al terrorismo utilizado por ellos se contestó
con actos similares: masacres, secuestros, extorsión, asesinatos,
atentados contra la población y los bienes productivos, desplazamiento
de campesinos y despojo de sus tierras. Después de la amarga experiencia
del proceso pacifista de El Caguán, y gracias al rechazo generalizado
a las fuerzas subversivas, en un principio muchos colombianos confiaron
en que se lograría la paz con quien en sus discursos prometió
no tener contemplación alguna con los alzados en armas.
Así como el imperialismo, la oligarquía y los grandes terratenientes
entorpecen el desarrollo del país, el Partido Comunista Colombiano
con su fatídica “combinación de todas las formas de
lucha”, y las guerrillas (sean de las FARC, ELN, EPL, M19 u otra
cualquiera) se convirtieron en la mayor traba del proceso revolucionario
en Colombia.
Francisco Mosquera tuvo que dedicar gran parte de su vida a combatir estos
errores como premisa sin la cual sería imposible avanzar en el
proceso liberador de nuestra patria. Hoy estamos convencidos de que si
no recuperamos este valioso ideario y no lo ponemos en práctica,
nuestra nación terminará sumida aún mucho más
en el atraso, la miseria y la explotación. Máxime cuando
las mayorías colombianas, como reacción ante las brutalidades
de las guerrillas, terminó entronizando en el poder fuerzas que
cada vez muestran más su inequívoca vocación fascista.
A principios de los años sesentas Mosquera, siendo estudiante en
la Universidad Nacional, entra a militar en el Movimiento Obrero Estudiantil
Campesino (MOEC), organización que como otras muchas aparecen bajo
la influencia del triunfo de Fidel Castro contra el régimen de
Batista, copiando mecánicamente la estrategia del foquismo. Viaja
a Cuba para recibir el consabido curso revolucionario, sin embargo regresa
decepcionado pues allá sólo le dieron instrucción
militar y muy poca enseñanza política, deficiencia que él
soluciona dedicándose con empeño a estudiar las obras de
Marx, Lenin y Mao. Comprende que si no existe un partido no se podrá
realizar el proceso de liberación del país del yugo del
imperialismo, de la oligarquía y de los grandes terratenientes.
Inicia la lucha interna dentro del MOEC para convertirlo en el partido
del proletariado colombiano, teniendo como guía el marxismo leninismo
pensamiento Mao Tsetung. Obtiene la mayoría dentro de ese movimiento
y comienza su transformación: lo saca del monte y lo vincula a
las organizaciones sindicales y de masas; lo aleja de la utilización
de cualquier método criminal; informa a los partidos y organizaciones
del exterior que desde ese momento sólo dependerán de los
propios esfuerzos y, por lo tanto, que deben suspender el envío
de cualquier ayuda. Una vez consolidada su posición en el MOEC,
da comienzo a la más formidable batalla contra las concepciones
imperantes en toda la izquierda revolucionaria de esa época que,
imitando el modelo cubano, se expandieron por todo el continente implantando
el foquismo, negando la dirección de la clase obrera, la necesidad
de un partido y despreciando la participación en las elecciones.
Mosquera, además, con un grupo de compañeros emprende la
tarea de estudiar la realidad económica de nuestro país
y de la caracterización de sus clases sociales como premisa para
elaborar el programa, fundamento estratégico del nuevo partido.
Poco después da el otro gran golpe político a la extrema
izquierda al crear, con Alberto Zalamea, el Frente Popular-MOIR para participar
en las elecciones de 1972.
Hoy en Colombia se acepta el desmantelamiento total de
los bienes y riquezas de la nación. Con el advenimiento de la “apertura”,
los recursos naturales, los puertos, las carreteras, los aeropuertos,
las electrificadoras, la educación, las comunicaciones, la salud
y otros servicios estatales, son privatizados y entregados al capital
monopolista, especialmente al extranjero. El gobierno insiste con una
terquedad y una sumisión aberrantes en que el imperio norteamericano
lo arrope con el Tratado de Libre Comercio y se vanagloria de que el país
se haya convertido en un paraíso para los inversionistas foráneos
gracias a las incontables y extremadas concesiones otorgadas. Pero no
sólo eso. También insiste en entregarle la seguridad interna
y externa a las fuerzas armadas del imperio, cediéndoles sus bases
y hasta los aeropuertos, así éste no se encuentre muy interesado
en cargar, por ahora, con tan comprometedor fardo.
Contra estas y otras más aberraciones se pronunció y luchó
Mosquera temas que trataremos en la segunda parte al referirnos a la defensa
de la actividad productiva, el apuntalamiento de la autodeterminación
nacional, el imperialismo, la “apertura”, la tenencia de la
tierra, así como la forma como el proletariado y las masas populares
se han de organizar para obtener el triunfo final.
Por ahora sólo nos queda decir que si el proletariado no vuelve
a las fuentes del marxismo-leninismo-maoísmo de la mano del pensamiento
de Francisco Mosquera, no habrá forma de construir una nación
independiente, próspera y en marcha al socialismo. Y si bien la
lucha para lograr esto será larga y ardua, también es cierto
que las condiciones internas y externas han cambiado favorablemente. La
injerencia abusiva en la mayoría de los gobiernos del mundo, el
trato despectivo a sus aliados, el uso de la tortura, del asesinato y
otros crímenes ejecutados a nivel internacional por parte del imperialismo
norteamericano, hoy más evidentes gracias a la publicación
de los materiales secretos por parte de WikiLeaks, aunado al desplome
progresivo de su economía, lograron minar su ascendencia y credibilidad
universales. Aparecen también nuevas potencias económicas
que comienzan a jugar un papel preponderante en el mundo, encabezadas
por China la república que construyera Mao Tsetung. Conjunto de
circunstancias estas que hacen prever el inicio del desplome definitivo
del coloso del Norte. Internamente, las masas populares están a
la espera de la aparición de un auténtico partido del proletariado
que las conduzca a la victoria final. Después del largo reflujo
que han tenido que padecer, necesariamente volverán las mareas
altas. No las desaprovechemos.
(Continuará)