En la muerte de Alberto Zalamea
De la vida de un patriota
Por Juan Leonel Giraldo
Entonces yo era un muchacho en medio de un mundo en llamas.
En mi cabeza bullían nuevas y extrañas ideas venidas de muy
lejos. Comenzaban los años 60 y la noticia de cada día era
el desafío de los pobres y desarrapados que se alzaban con fusiles,
machetes y garrotes para luchar por la liberación de sus pueblos,
y la audacia de los jóvenes barbados y melenudos que se iban a las
montañas a combatir por sus ideales.
En las noches, al lado de mi madre, ya no buscaba en la onda corta del enorme
radio de mi padre la CMQ de La Habana para oír los duelos de béisbol
o las peleas de boxeo de los herederos del glorioso Kid Chocolate, sino
la emisora de los rebeldes cubanos que acababan de derribar una larga dictadura
el primer día de 1959.
Pero no bastaba con oír la lejana vocinglería de los agitadores
de aquella época. Se hacía necesario leer y examinar qué
pasaba en esos frentes de batalla. Sobre el quicio de una talabartería
encontraba los marchitos ejemplares del periódico de los comunistas
criollos, con una visión igualmente marchita sobre tamaña
convulsión del mundo. También colgaban en esa misma puerta
ejemplares de una revista de la Moscú de Kruschev, saturados con
una prosa espesa y gris en la que tampoco brillaban los levantamientos que
sacudían las llanuras y montañas del Tercer Mundo.
En el semanario del MRL aparecían a veces reservadas y prevenidas
notas sobre la revolución cubana, que obedecían al talante
del jefe de aquel movimiento, Alfonso López Michelsen, quien, según
sus palabras, afirmaba que “nuestra misión no es defender la
revolución cubana” sino la de ser “intermediario y amigable
componedor entre los Estados Unidos y nuestra hermana república”
(1) y de imponer en Colombia sus ideas de “burgués progresista”,
tal cual pudo realizarlo en su nefasto gobierno que pasó a la historia
como uno de los que más quebrantos le causó al pueblo.
Ya en un balcón de la plaza principal había observado su estólida
retórica adornada de paño inglés en una manifestación
bajo el sol reverbereante del trópico. Ni él, ni sus disidentes
dentro de su movimiento, tenían nada que decirnos.
En aquella misma plaza, en la vidriera de una dulcería, ocasionalmente
aparecía exhibida una revista que me llamaba la atención porque
nos daba más de lo que nos ofrecían las otras publicaciones.
Se llamaba La Nueva Prensa y su director era Alberto Zalamea. No
sabía mucho de él, salvo que era el hijo del autor de unos
poemas que nos electrizaban y sobrecogían. Se llaman El sueño
de las escalinatas y El Gran Burundún Burundá ha
muerto. Un grupo de muchachos nos reuníamos a escuchar los discos
de vinilo en los que la profunda voz de Jorge Zalamea sentenciaba contra
las llagas y padecimientos de los desheredados de todo el mundo. Los domingos
los poníamos al aire en una emisora clandestina que montábamos
en un pueblo cercano, Montenegro, con la colaboración de un misterioso
radioaficionado.
También supe de Zalamea cuando llegaron a mis manos las ediciones
del Festival del Libro que él dirigió en su versión
colombiana, todas con una Luna creciente en la carátula, y de las
cuales se imprimieron cifras astronómicas para la época. Esta
empresa se originó en Lima, se extendió a varios países
y contó con el apoyo de Alejo Carpentier, Jorge Icaza y Manuel Escorza,
entre otros. En la colección de Colombia se publicaron entre otros
los maravillosos relatos de don Tomás Carrasquilla.
Estrangulada por sus opositores liberales y conservadores, la revista de
Zalamea comenzó a renquear en sus apariciones. Luego tuvo que volverse
un escuálido periódico de escasas páginas. Cuando capoteaba
esta crisis, lo busqué en su imprenta, que trepidaba nada menos que
a la vuelta de El Tiempo y en las barbas de la Universidad del
Rosario. Descendientes del primer miembro de su linaje en pisar América,
Francisco Zalamea y Herrera, de la Real Casa de Moneda, habían adquirido
una imprenta a vapor, y también para él tener una imprenta
propia se volvió una obsesión. En medio de empolvados cilindros
de papel canadiense y de la rotativa olorosa y manchada de tinta, estaba
él impecablemente envuelto en una gabardina de un beige helado de
vainilla. Le apreté las manos y le dije que deseaba acompañarlo
en su aventura.
Seguimos tropezando en la Séptima, donde a veces “El hombre
de la llama”, una especie de hombre araña, trepaba por los
frontispicios de mármol con una antorcha flameante y lanzaba crípticas
arengas.
La Nueva Prensa fue finalmente estrangulada y dejamos de vernos
un tiempo hasta que lo divisé el lunes 20 de abril de 1970, en medio
de una clamorosa trifulca popular, desde los balcones de El Tiempo,
donde yo tenía un trabajo a destajo. En la esquina de la Jiménez
con Séptima, Alberto trataba de darle cauce a un remolino de anapistas
que vociferaban por el raponazo electoral que acababan de sufrir de su triunfo
en las elecciones presidenciales. Alberto braceaba entre la caótica
multitud y alcanzó a gritar un discurso que pocos escucharon. A nadie
se le ocurrió conseguir un megáfono, a nadie se le ocurrió
improvisar una plataforma.
Ese día lo volví a ver de nuevo cuando avanzaba por una avenida
entre una desbordada marcha que se dirigía a la residencia donde
permanecían cercados por el ejército los miembros de la familia
que presidía el anapismo. El país estaba al borde de una guerra
civil y sólo se esperaba la orden de amotinarse lanzada desde el
interior de aquella mansión.
No iba a ser la primera ni la última vez que Zalamea, igual que el
pueblo colombiano, se quedara esperando en vano el llamado a rebelarse.
Horas después él se enteró de la amañada y repugnante
claudicación ante aquel fraude monstruoso, así como años
antes había sufrido la entrega de un paro nacional obrero que él
había apoyado con entusiasmo, y la claudicación de un general
de la República en quien él había puesto todas sus
esperanzas para encabezar un movimiento popular y que como veleidoso tránsfuga
se torció ante el partido liberal.
Ni estas ni la sucesiva cadena de traiciones y desbarrancadas de opositores
y rezongadores del régimen amilanaron a Zalamea. Obcecado, terco,
él siempre permanecía atento a la menor señal de inconformidad
dentro y fuera del país. Hasta Barranquilla se fue una vez a discutir
en una emisora sobre las salidas y sinsalidas de la nación con el
cura Camilo Torres, quien lo motejó a él, el hijo de un premio
Lenin, de anticomunista.
Volví a perder de vista a Alberto durante varios años, hasta
cuando pasé por su casa en Roma. Reía, vestía, comía,
bebía y vivía como si fuera un romano de una pieza. Mojamos
nuestras dolidas palabras sobre el lamentable estado de nuestra patria con
unos delicados vinos italianos y esculcamos en más de una deshonra.
Alberto se había criado de niño en Roma, cuando su padre era
allí embajador de Colombia. Hablaba a la perfección la lengua
italiana y leía en su original con la misma pasión de Borges
la Divina Comedia de Dante y a los grandes escritores italianos
y a la rumorosa prensa romana.
Lucía más escéptico y más sarcástico
que nunca, con esa desdeñosa ironía propia de su padre, de
los López, los Santos, los Caballero y algunos Samper. En su Diario
de un constituyente anotaría: “Mis amigos jóvenes
sufren con mis comentarios irónicos. Tienen razón en detestar
la ironía. A sus años no se les puede negar el derecho a la
esperanza. Es lamentable, pero tal vez ineluctable, mi tendencia (de viejo
ya) al sarcasmo”.
Creo que fue después, o antes, no sé, que escribí unas
cuantas notas sobre algunas películas para la revista Flash,
de la díscola Consuelo Salgar de Montejo, cuando Alberto la dirigió
por un breve tiempo y su nueva esposa, Cecilia Fajardo, dibujaba con ojo
de lince a los personajes de las cubiertas. Ahí nos volvimos a encontrar
y a desencontrar sobre algunas apreciaciones políticas.
Como tenía que suceder, Cecilia, una prestigiosa retratista que ha
hecho varios óleos para la galería de presidentes de la República,
nunca pintó a Alberto. Una vez comenzó a trazar un esbozo
pero no lo siguió cuando él le dijo que lo estaba viendo gordo
y calvo y que él no era así.
Fue hacia finales de 1971, en el apartamento de su amigo, el perspicaz y
chispeante Ricardo Samper, donde por fin nos encontramos de verdad. Allí
se llevaron a cabo las conversaciones que acercaron a Alberto y a Francisco
Mosquera y que desembocaron en la alianza política del Frente Popular
Colombiano y del MOIR. No paramos de reírnos a espaldas de él,
no por él, por supuesto, sino por causa de Marcelo Torres, quien,
una noche que acompañaba a Mosquera, y cuando su bella esposa Cecilia
atendió a la puerta, le preguntó: “¿Su papá
está?”.
Era usual que cuando las reuniones se hacían en el apartamento de
Alberto, Samper, lejos de su mullida y arropada poltrona, sin importarle
la presencia de los demás, se acostaba a sus pies, cuan largo y magro
era, sobre los tapices persas de la sala a descabezar un profundo motoso
(2).
Aún recuerdo esa cara de mapache feliz y astuto de Mosquera, el hombre
cuya genialidad nos arrancaba lágrimas y sonrisas, recordando aquellas
anécdotas. Zalamea evocó a Mosquera años después
así: “Tenía apenas 53 años –joven como
Gaitán, como Galán, como Camilo, los conocidos; y como Eduardo
Rolón y Raúl Ramírez los ignorados– y ya su cuerpo
doctrinario entusiasmaba a las nuevas generaciones. Jamás conocí
a un líder de mayor carisma entre los jóvenes”. Mosquera
y Zalamea acordaron una alianza política que duró varios años
y que planteó con claridad importantes batallas, entre otras la fatigante
faena electoral.
Con la infinita generosidad que lo distinguía con todos sus aliados,
Mosquera le entregó a Zalamea la niña más querida de
sus ojos, su periódico Tribuna Roja, que él se empeñaba
en planificar y escribir y en diseñar lingote a lingote y palabra
tras palabra, con un equipo de jóvenes escritores, la mayoría
estudiantes de la Universidad de los Andes. Yo era el jefe de redacción
o editor del periódico y finalmente también el diseñador
gráfico, atendiendo y a veces desatendiendo las recomendaciones de
Mosquera, quien se inclinaba por una diagramación sobria, clásica
y estoica.
Hacíamos el periódico en los mismos talleres en que se producía
el diario conservador La República, y hasta allí
llegaba Alberto envuelto en su gabardina de vainilla y en sus flamantes
trajes italianos adornados con vistosas corbatas y pañuelos de seda,
a dictar kilométricos titulares que luego giraban impresos en cintillas
entre sus manos y que los armadores iban pegando sobre las hojas de diseño
en hasta tres, cuatro o cinco renglones, que en ocasiones superaban en tamaño
hasta la noticia misma. Yo contemplaba circunspecto cómo nuestro
periódico, tan adusto y ceñudo como un antiguo ejemplar del
Times de Londres, se convertía en unas sábanas gigantes
llenas de una tipografía de algarabía y de cartel de circo,
de exclamaciones y de subrayados, de bloques retintos de rojo o negro y
con letras invertidas.
Mosquera no se inmutó ante el nuevo traje de feria impuesto a su
criatura, o no lo dejó entrever, quizás sólo enarcó
una ceja y sonrió, y nos llamó a colaborar en todo con Zalamea.
Pero aunque no siempre quedáramos tan convencidos, Alberto nos dio
toda una lección de lo que significaba pasar de una tarea de propaganda
a una de agitación. Quizás él lo había aprendido
de la prensa italiana, que se ha distinguido por unos diseños prodigiosos,
a la altura de ese talento italiano que creó desde la Beretta 92
hasta la Lettera 22. O quizás también lo aprendió de
los diseños de revistas y carteles de los vanguardistas rusos de
los tiempos de Lenin.
Nos reímos y hasta nos gruñimos en todos esos años
que estuvimos juntos con su Frente Popular. La impredecible ruleta de la
política nos volvió a separar por un buen tiempo. Zalamea
se entregó a una especie de largo exilio, lejos de su quebrantada
patria, y que lo llevó como embajador a países tan ignotos
y lejanos como Costa de Marfil. Pero, paradójicamente, la muerte
de Mosquera y de su partido, nos volvió a reunir, quizás con
más sinceridad y profundidad. Nos encontrábamos apachurrados
por la desaparición de nuestro jefe y la mengua de nuestra causa,
pero igualmente seguíamos prestos a implantar nuestra huella inconfundible
de inconformidad cuando fuera y donde fuera.
Creo que volví a ver a Alberto en Bogotá durante una de sus
recaladas de su exilio y comentamos sobre la expulsión de Ricardo
Samper del MOIR. Le conté que Daniel Samper Pizano había escrito
en la columna de su periódico que Mosquera lo había expulsado
dizque porque se había casado por lo católico. Mosquera no
se tomó nunca el trabajo de responderle a Samper Pizano, pues ya
había escrito una nota en su periódico para demostrar el arribismo
de Ricardo Samper, quien a la hora de nona había asistido con su
ostentosa esposa Consuelo, hija de Alberto Lleras Camargo, a aplaudir la
proclamación de la candidatura de Julio César Turbay por el
Partido Liberal. Le recordé a Zalamea cómo Mosquera, simplemente,
y sólo porque alguien se lo solicitó, había dicho entre
risas: “Dígale a Daniel que no fue porque se casara por lo
católico, sino porque se casó con la hija del Zar”.
Sin aclararle, además, que en aquel momento unos dos o tres sacerdotes
católicos hacían trabajo político con el MOIR.
Por iniciativa de mi admirado Ramiro Rojas, y de su grupo del Pensamiento
Francisco Mosquera, volvimos a vernos con Alberto para convocar a un homenaje
a la memoria del fundador del MOIR. Nos citamos en la nueva sede de uno
de los mejores restaurante italianos que ha tenido Bogotá, y que
por una querella familiar ya no se llamaba ‘O Sole Mio sino Nuevo
Solo Mío, y que había pasado de la Avenida Chile a espaldas
del Concejo Distrital. Allí acudieron, desde Roma, el médico
Orlando Ambrad; desde Barrancabermeja el dirigente de la USO, Eliécer
Benavides; desde Estados Unidos, el catedrático Jaime Obregón
con su esposa Cecilia López, dirigente liberal; el director del Teatro
Libre, Ricardo Camacho; el dramaturgo Esteban Navajas, el matemático
Orlando Acosta, el escritor Gabriel Mejía, los dirigentes médicos
Pedro Contreras y Herman Redondo, y la abogada Alba Lucía Orozco.
Brindamos con un modesto y liviano Chianti y Alberto pidió uno de
sus platos italianos favoritos, mozzarella en carroza y escalopes de ternera
apanados acompañada de espinacas. Se alegró mucho de vernos
y respaldó con fervor el homenaje que propuso Ramiro.
El 28 de julio de 2004, Alberto invocó la causa de Mosquera, junto
con Ramiro, Eliécer y con Cecilia López, en la sede del Club
del Comercio, que había sido sede de la embajada de la URSS, y donde
se dice que hay una cara de Stalin labrada en el artesonado en madera de
los techos. Aquella noche dijo ante los dos centenares de asistentes a ese
acto: “En esta sociedad donde todo está en venta, donde lo
que realmente sucede es diferente a lo que relatan y cuentan los medios,
es indispensable tener más cabeza que pulso. Una personalidad como
Mosquera, valeroso político, escritor eficaz, crítico innovador,
sabio estratega y buen táctico, tiene todas las de ganar en el damero
de la historia. De ahí que sus escritos sigan teniendo actualidad
y sean base para las ideas nuevas y los ideales creativos de una cultura
socialista. De ahí que todos lo recordemos esta tarde con admiración
y afecto”.
Después, Alberto volvió a rendir otro homenaje público
a Mosquera en un acto celebrado en la Universidad Jorge Tadeo Lozano, donde
él era decano de la facultad de periodismo. Participó además
con su testimonio en el libro 21 autores en busca de un personaje
que evocó la figura y obra de Pacho.
Nos seguimos reuniendo a manteles y a veces en su casa, con él y
con Ramiro, para comentar los avatares y encrucijadas de la lamentable y
terrible política colombiana. Anticipándose a todo, no paraba
de criticar y de burlarse de las cabriolas y malos pasos del gobierno de
Álvaro Uribe. No había cita en la que no machacara sobre los
improperios y desmanes de ese gobierno. Así como lo hizo siempre
sobre los que pasaron y sobre el que vino, así como lo hizo sobre
el sainete de la Constituyente, fiel a su actitud recia y patriótica
de toda su vida. “Legislamos en un recinto cerrado, a oscuras de lo
que pasa afuera, mientras el país real sigue acomodándose
a sus diarios terremotos. Hay una fractura evidente entre Constitución
y revolución”, consignó en su Diario de un constituyente,
quizás uno de sus textos más sinceros y personales. Allí
también escribió: “Uno de los males graves de la Asamblea:
la búsqueda del consenso. El camino de la mediocridad”. Mortificados
con su espíritu crítico favorable a la rectitud de las cosas
y a las gentes sencillas, algunos lo motejaron allí como el “doctor
no”. Vistos los resultados de la monstruosa criatura engendrada en
la Constituyente, es una calidad que ha terminado por honrarlo como único
delegado que se negó a firmar el informe resultado final.
A su muerte, el pasado 2 de septiembre, la llamada “gran prensa”
publicó sucintos y parcializados obituarios, que pretendieron ignorar
el duro desprecio que él mantuvo durante toda su vida contra el estado
de cosas de la nación colombiana.
Desde el desierto, bajo un crudo y cruel invierno, recuerdo hoy a Alberto,
mientras escucho sobrecogido el adagio del concierto para piano número
23 de su amado Mozart, y mientras al mismo tiempo sonrío recordando
el himno del Frente Popular-MOIR que tantas veces cantamos juntos en esa
imborrable batalla por una nueva democracia.
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1. Benjamín Ardila Duarte, El Movimiento Revolucionario
Liberal: Antecedente esencial de la Carta Política.
http://www.juridicas.unam.mx/publica/librev/rev/juicio/cont/6/cnt/cnt5.pdf
2. Zalamea parece hacer referencia a Samper en su texto
de 21 autores en busca de un personaje: “Me lo presentó
un amigo de entonces, devorado luego por la pasión y hoy alejado
de toda preocupación ideológica (…) Nuestro común
amigo de entonces, hoy desaparecido en los pequeños vericuetos de
la historia, me amenazó: –Voy a traerte un tipo fenomenal.
El jefe de la línea Mao.
El anuncio me dejó de una pieza: ¡Qué vamos a hacer
con otro violento! Ni Camilo ni los de la Nacional han querido entender
que no estamos en Vietnam y que el camino no es el de la violencia...
–No, éste es otra cosa”.