El fogonero
Francisco Mosquera
Resistencia Civil
I INTERNACIONAL
EL PROLETARIADO CULMINARÁ LA OBRA DE MAO TSETUNG
Septiembre 10 de 1976
Mensaje de condolencia del MOIR al Partido Comunista de China, escrito por Francisco Mosquera y publicado en Tribuna Roja Nº 23, en septiembre de 1976.
Camaradas
Comité Central del Partido Comunista de China
Pekín, China.
Cuando el Partido Comunista de China dio la infausta noticia de que el camarada
Mao Tsetung había muerto en la madrugada del 9 de septiembre y ésta
se conoció en segundos en el orbe entero, los obreros, los pueblos
y las fuerzas y personas progresistas de los cinco continentes lloraron la
pérdida irreparable de su más querido y respetado dirigente
internacionalista. Hondo y doloroso impacto produce en todo el mundo el vacío
inconmensurable que deja el fallecimiento del camarada Mao Tsetung. Diversas
personalidades, jefes de gobierno, líderes de movimientos y partidos
se han apresurado a reconocer en el máximo representante de los 800
millones de seres del pueblo chino, a una de las figuras estelares de este
siglo y a uno de los conductores políticos que más profundamente
han incidido en grandes transformaciones históricas. La maravillosa
epopeya de su vida al servicio de la causa de la clase obrera y la sabiduría
de su pensamiento comprobada en innumerables batallas triunfales como guía
segura de quienes luchan por la revolución y el progreso, colocan a
Mao Tsetung entre los benefactores esclarecidos de la humanidad. Aplicó
el marxismo-leninismo a las condiciones concretas de lucha que le correspondió
vivir, lo enriqueció y llevó a una etapa más alta de
su desarrollo. A partir del proceso original, constante y acelerado de la
revolución china durante cincuenta años, su obra magistral y
monumento vivo a su talento creador, Mao Tsetung no sólo contribuyó
a cambiar la fisonomía del mundo, sino que sistematizó genialmente
las leyes universales del cambio social válidas para todos los países.
Leal discípulo de Marx, Engels, Lenin y Stalin, Mao Tsetung pasa junto
a ellos, concluido el ciclo de su existencia, a completar la gloriosa galería
de los inmortales maestros del proletariado. Como heredero legítimo
de las excelsas virtudes milenarias del pueblo chino, cuya historia sin par
está llena de múltiples acciones heroicas, de aguerridos combatientes
en defensa de la justicia y la verdad, de notables científicos, pensadores
y artistas, Mao Tsetung fue depositario de sus mejores tradiciones revolucionarias
y encarnación de sus más nobles y hermosos ideales. Por eso
Mao se constituyó en el centro aglutinante y orientador de la nación
más populosa de la Tierra, construyó el glorioso y correcto
Partido Comunista de China, factor dirigente de la revolución china,
organizó prácticamente de la nada un invencible ejército
popular, derrotó a todos los enemigos internos y externos del país
y fundó la República Popular China, hoy la patria socialista
de una cuarta parte de la humanidad. En un tiempo relativamente corto China
se convirtió de una vasta región ocupada, dividida y económicamente
atrasada, en un país independiente, unido, grande y próspero,
avanzada de la revolución mundial y ejemplo inspirador de todos los
revolucionarios del planeta. Y por eso miles de millones de personas al mirar
consternadas hacia la tumba recién abierta, se explican este portentoso
fenómeno de la época con la exclamación de que ¡sólo
un pueblo como el pueblo chino, podía producir un dirigente como el
dirigente Mao!
Pero el camarada Mao Tsetung no se desveló únicamente por el
pueblo chino. El porvenir de los países que han instaurado el socialismo,
la emancipación de los proletarios de las naciones burguesas y la liberación
de las inmensas masas de las colonias y neocolonias sometidas a la sojuzgación
imperialista, fueron objeto permanente de sus preocupaciones. Proclamó
que China jamás procurará el hegemonismo y, por el contrario,
será siempre la segura retaguardia de los países que combaten
por su independencia y soberanía. Apoyó fervorosamente todas
las lides del proletariado y los pueblos por la democracia, la revolución
y el socialismo y por el logro de un mundo sin naciones oprimidas ni opresoras,
sin esclavos ni esclavistas, sin hambres y sin guerras. Sin embargo, el camarada
Mao señaló con agudeza inigualable que la cristalización
de este sueño antiquísimo del hombre será aún
antecedido necesariamente de un largo período de enconados y violentos
conflictos de clases, en el cual jugarán un papel de primerísima
magnitud las luchas de liberación de las naciones contra el imperialismo,
del movimiento obrero contra la burguesía y el revisionismo y de los
proletarios de los países socialistas contra los restauradores burgueses.
Continuador de la doctrina victoriosa de Marx y Lenin, a Mao Tsetung cúpole
la distinción histórica de resolver el problema de la consolidación
del socialismo y de la prolongación de la revolución bajo la
dictadura del proletariado. Basándose en nuevas experiencias y en especial
en el ejemplo negativo de la traición al marxismo-leninismo por parte
de los dirigentes de la Unión Soviética, que trocaron el primer
Estado proletario en un Estado burgués socialimperialista, el camarada
Mao Tsetung desarrolló la teoría de que en toda la etapa histórica
del socialismo, cuyo lapso de duración no es de unos decenios sino
de cien a centenares de años, es absolutamente indispensable mantener
la dictadura del proletariado y llevar hasta el final la revolución
socialista, para impedir la restauración del capitalismo y preparar
las condiciones del paso al comunismo. En el curso de la revolución
socialista de China Mao Tsetung descubrió la forma de hacerlo: la revolución
cultural proletaria que es, terminada en lo fundamental la transformación
de la propiedad de los medios de producción, la revolución llevada
a cabo por los obreros en el terreno político e ideológico para
desalojar de todos los dominios del Poder a los burgueses infiltrados y a
los seguidores de la vía capitalista.
Así como Lenin desplegó una descomunal batalla contra los renegados
de la II Internacional para garantizar el avance luminoso de la clase obrera
y el triunfo de la gloriosa Revolución de Octubre, Mao Tsetung adelantó
una lucha aún mucho más aguda y compleja contra los revisionistas
contemporáneos, acaudillados por los dirigentes del Partido Comunista
de la Unión Soviética, para desbrozar el camino de la victoria
definitiva del socialismo en el mundo entero. Y así como Engels recordaba
en el entierro del padre del socialismo científico, que Marx apartaba
como si fueran telas de araña todas las calumnias y difamaciones que
contra él lanzaban la burguesía y los reaccionarios de su tiempo,
nosotros podemos decir que también como telas de araña el proletariado
y los pueblos del mundo apartarán las calumnias y difamaciones que
contra Mao Tsetung, el más grande marxista-leninista de la época,
profieren la camarilla revisionista soviética y sus epígonos.
Los revisionistas y demás recalcitrantes adversarios de Mao Tsetung
jamás consiguieron refutarlo ni vencerlo y con su muerte estarán
calculando que las cosas mejorarán para ellos. Efímera ilusión
porque de Mao Tsetung se podrá asegurar con infinita certeza lo que
se ha sostenido de los grandes innovadores revolucionarios, que su desaparición
física no hará más que agigantar su influencia. El proletariado
internacional, armado de su pensamiento, será quien se encargue de
culminar su colosal empresa. Pocos como Mao Tsetung gozaron del privilegio
de ver en vida realizadas y ratificadas por la práctica tantas de sus
propias acertadas predicciones. Mao Tsetung elaboró toda la línea
estratégica y táctica de la revolución china. En su momento,
muchos fueron los que dudaron en el interior y en el extranjero que el pueblo
chino alcanzara a coronar las prodigiosas metas que conforme a un análisis
certero de la situación iba progresivamente proyectando el camarada
Mao. No obstante, el pueblo chino cumplió cuanto se propuso: derrotó
al feudalismo, al capitalismo burocrático y al imperialismo; sostuvo
tenazmente y llevó hasta el triunfo total una prolongada guerra de
liberación contra el Japón y contra los intervencionistas norteamericanos
y contribuyó decisivamente a la bancarrota fascista en la Segunda Guerra
Mundial; conquistó el socialismo y desbarató una a una las tentativas
burguesas y revisionistas de restauración, y apoyó y apoya eficazmente
las luchas revolucionarias de los pueblos del mundo. Todas éstas son
realizaciones imperecederas del pensamiento de Mao Tsetung. Igualmente el
camarada Mao resumió y enriqueció la línea del movimiento
comunista internacional. Los triunfos de las naciones por su soberanía,
del proletariado por la extensión y consolidación del socialismo
y de China por continuar la causa de su gran timonel serán asimismo
confirmación plena de nuevas y grandiosas victorias de esta línea
y del pensamiento de Mao Tsetung.
El pueblo colombiano y nuestro Partido están en deuda con el pueblo
chino y con el camarada Mao Tsetung por la solidaridad constante a sus luchas
y por el inmenso respaldo que representan para la revolución colombiana
los tremendos aportes de la revolución china. La mejor manera de pagar
esa deuda y a la vez apoyar al pueblo chino y al Partido Comunista de China
será impulsando la revolución en nuestro país, basándonos
fundamentalmente en nuestros propios esfuerzos y en los esfuerzos de las masas,
como nos lo enseñó el camarada Mao.
Nuestro Partido ha logrado desarrollarse gracias al estudio de las tesis revolucionarias
marxista-leninistas del camarada Mao Tsetung y a las condiciones internacionales
favorables creadas por la lucha del Partido Comunista de China contra el revisionismo
contemporáneo. A diferencia del Partido Comunista de China, nuestro
Partido apenas ha comenzado su jornada y para alcanzar grandes victorias debe
combatir el revisionismo y profundizar en el estudio del marxismo-leninismo-pensamiento
de Mao Tsetung y aplicarlo correctamente a la práctica concreta de
la revolución en nuestro país, como nos lo enseñó
el camarada Mao.
Con la conducción de Mao Tsetung China llegó a ser una nación
independiente, próspera y grande, donde impera radiante el socialismo.
Colombia es una neocolonia de los Estados Unidos y nuestro Partido lucha en
las condiciones de opresión de la dictadura burgués-terrateniente
proimperialista. El pueblo colombiano debe también quebrar la dominación
extranjera, preservar la completa soberanía frente al imperialismo
y el socialimperialismo y marchar al socialismo. Para ello es necesario que
nos atrevamos a luchar, desafiando todos los peligros y dificultades, con
la intrepidez propia de los materialistas consecuentes, como nos lo enseñó
el camarada Mao.
Las extraordinarias hazañas de la revolución china fueron en
definitiva fruto de la acción de las grandes masas del pueblo chino.
Mao Tsetung reiteradamente insistió en la verdad cardinal del marxismo
de que las masas son las que hacen la historia. El pueblo de Colombia libró
y libra denodados combates por la revolución, sin haber logrado todavía
superar la dispersión y la división. Nuestro Partido tiene como
tarea principal la de unir y organizar al pueblo colombiano y guiarlo en pro
de su misión histórica. Por lo tanto debemos vincularnos estrechamente
a las masas, interpretar en todo momento sus intereses y necesidades, orientar
y apoyar sus luchas y servir de todo corazón al pueblo, como nos lo
enseñó el camarada Mao.
El que la revolución prosiga depende de los nuevos cuadros. Para evitar
que China cambie de color Mao Tsetung forjó decenas de millones de
continuadores de la obra revolucionaria del proletariado, encargados de llevar
adelante la causa que dejó sin ultimar. Nuestro Partido en el proceso
de su construcción debe asimismo ir creando centenares y miles y millones
de cuadros revolucionarios proletarios, hombres y mujeres que trabajen con
arrojo y con modestia, que luchen por la unidad y no por la escisión,
que practiquen valerosamente la crítica y la autocrítica y que
actúen en forma franca y honrada y no urdan intrigas y maquinaciones,
como nos lo enseñó el camarada Mao.
El MOIR expresa al pueblo chino y al Partido Comunista de China su más
sentida condolencia y testimonia la indecible tristeza que embarga al pueblo
colombiano y a todos y cada uno de los militantes de nuestro Partido por esta
prueba tan dura de la muerte del camarada Mao Tsetung. Nuestro Partido une
su dolor al dolor del Partido Comunista de China. Nuestro Partido une su lucha
a la lucha del Partido Comunista de China por derribar definitivamente a la
burguesía y demás clases explotadoras, llevar hasta el final
el socialismo y materializar el comunismo.
¡Gloria eterna al gran líder y maestro, camarada Mao Tsetung!
¡Viva el invencible marxismo-leninismo pensamiento de Mao Tsetung!
Movimiento Obrero Independiente y Revolucionario
Comité Ejecutivo Central Francisco Mosquera
Secretario General
Bogotá, septiembre 10 de 1976.
LECCIONES IMPERECEDERAS
Segunda quincena de noviembre de 1977
Artículo publicado en Tribuna Roja No 30, de la segunda quincena de noviembre de 1977.
Los marxista-leninistas y las masas obreras conscientes
de todo el orbe celebran con indescriptible regocijo en este mes el 60 aniversario
de la gloriosa Revolución Socialista de Octubre. La efeméride
encierra una extraordinaria trascendencia. Trae a la memoria, como es profusamente
sabido, la fecha en que el partido de la clase obrera de Rusia, capitaneado
por Lenin, derroca a la burguesía dominante y, sobre las ruinas de
la sociedad explotadora, implanta el primer Poder socialista que logra consolidarse.
Ya antes, en 1871, el proletariado había intentado "tomar por
asalto el cielo", según la expresión de Marx acerca de
la Comuna de París. En aquella ocasión el intento de instaurar
el dominio obrero sobrevivió escasamente dos meses, ante la feroz arremetida
de la confabulación de los capitalistas europeos. El experimento, sin
embargo, no fue del todo fallido. Con la Comuna el marxismo desentrañó
uno de los fundamentos medulares de la revolución del proletariado,
el de que al triunfar no puede apoderarse de la vieja máquina estatal
existente y ponerla a su servicio, sino que debe demolerla y sustituirla por
otra nueva, por el Estado de los trabajadores, que es el comienzo de la extinción
de todo tipo de Estado. Para garantizar el éxito, construir el socialismo
y preparar el tránsito a la sociedad comunista, ha de cambiarse de
la forma más completa y radical la dictadura de la burguesía
por la dictadura del proletariado. Históricamente la clase obrera ya
había aprendido cómo hacerlo y contaba para ello con un modelo
vivo, la escuela de los comuneros de París. Empero, mediarían
46 años de agudas contiendas para que se presentara otra oportunidad
tan clara de "asaltar el cielo".
Poderosos obstáculos tendrían que ser superados: encontrar la
salida acertada a los múltiples problemas surgidos en la distinta situación,
y especialmente desenmascarar y derrotar el ala oportunista prevaleciente
de la socialdemocracia internacional que revisaba el marxismo, se plegaba
a la burguesía y envilecía el espíritu revolucionario
de la masa obrera. Vladimir Ilich Lenin, el gran maestro del proletariado,
echó sobre sus hombros esta monumental empresa y la llevó a
cabo genialmente. Rescató a Marx y a Engels de manos de sus falsificadores
y desarrolló el marxismo con las conclusiones teóricas sacadas
del análisis de la transición del capitalismo de libre competencia
al capitalismo monopolista, o imperialismo, su última fase de descomposición
y agonía, antesala de la revolución socialista. Enfatizó
primordialmente sobre la ley inexorable del imperialismo de depender cada
vez más para su supervivencia del saqueo de los países atrasados
y sometidos y sobre su naturaleza guerrerista, derivada del afán irresistible
de aumentar sus colonias y de desalojar a sus competidores. Caló certeramente
y explicó en decenas de sus obras la debilidad estratégica del
imperialismo a pesar de su apariencia omnipotente, señalando la constante
de que siempre que éste se embarca en la aventura de la guerra termina
ahondando sus contradicciones y vulnerando sus fuerzas. Apoyándose
en el fenómeno del desarrollo desigual económico y político
del capitalismo, fenómeno mucho más agudo en la etapa imperialista,
elaboró, contra la creencia gestada en circunstancias anteriores diferentes,
la importantísima tesis de que el socialismo conseguirá imperar
en uno o en unos cuantos países, mientras los demás seguirán
siendo, durante algún tiempo, burgueses o preburgueses. El estallido
de la Revolución Socialista de Octubre vino a corroborar ésta
y las otras predicciones magistrales de Lenin.
Si echamos una ojeada global al desenvolvimiento de las sociedades, observaremos
cómo la historia marcha en un sentido ascendente. Desde la aparición
de la división entre poseedores y desposeídos, amos y esclavos,
explotadores y explotados, y a través de cruentas y prolongadas luchas
de clase, el hombre ha pasado sucesivamente del esclavismo al feudalismo y
de éste al capitalismo. Han sido saltos adelante de enorme significación
que han redundado en pro del progreso y de la ciencia. Con la Revolución
de Octubre se inicia el proceso de la transición del capitalismo al
socialismo. De ahí la repercusión sin par de este acontecimiento
que inaugura una era mucho más brillante, no comparable con las precedentes,
ya que permite el advenimiento de la única sociedad que cifra la razón
de su existencia en el empeño de abolir todo tipo de explotación,
y, por lo tanto, tiende naturalmente a acabar las clases y la lucha de clases.
Ello se debe a que por primera vez los artífices de las transformaciones
sociales no son los explotadores, sino los esclavos modernos, el proletariado.
La burguesía declina hacia su perdición definitiva, mientras
los trabajadores son los héroes del día, cuya misión
coincide con las grandes tareas renovadoras de la época y con los anhelos
de la abrumadora mayoría de la población. Como sepultureros
del imperialismo, los obreros tienen el encargo de derrumbar la dominación
burguesa en las repúblicas capitalistas desarrolladas; alcanzar la
liberación nacional y perseverar en la autodeterminación de
los pueblos de las colonias y neocolonias, y por doquier preparar el terreno
para imponer el socialismo o afianzarlo donde esté establecido. En
los países en los cuales persiste el semifeudalismo y se combate por
la independencia de la nación, la clase obrera se alía con el
campesinado y demás fuerzas antifeudales y patrióticas, incluso
con las capas progresistas de la burguesía que colaboran con el programa
nacional y democrático de la revolución, precaviéndose
de ejercer correctamente la dirección en la alianza y de no hacer concesiones
de principio. Esto es posible porque en las condiciones universales reinantes,
las luchas revolucionarias, democráticas y de avanzada coadyuvan a
la causa del proletariado, y éste las respalda y se esfuerza en profundizarlas
y encauzarlas a favor de sus objetivos finales. En la era de la revolución
socialista mundial el movimiento liberador de las naciones sojuzgadas hace
parte integrante de aquella y la clase obrera internacional lo conduce a su
conquista más completa, con miras a propiciar la voluntaria relación
de los países, sobre la base del mutuo respeto y del beneficio recíproco,
sin lo cual el socialismo sería una grotesca mascarada.
El ejemplo de la emancipación rusa, agigantado con los años,
constituye la meta suprema de las masas trabajadoras del globo. Mao Tsetung
recuerda que la revolución china representa la prolongación
de la victoria socialista de 1917. De la misma manera, el resto de repúblicas
desgajadas del podrido tronco imperialista reafirma la aplicabilidad perdurable
de los grandiosos postulados de Octubre. Es la esplendorosa confirmación
de la coherencia y desarrollo del marxismo que, como arma ideológica
invencible de la clase obrera, antes que perder lozanía se proyecta
vigoroso hacia el porvenir.
No obstante la permanente validez de las apreciaciones de Marx y Engels, algunas
de ellas con más de siglo y cuarto de vigencia, su doctrina no ha permanecido
estática sino que se enriquece a medida que la práctica social
ha ido descubriendo nuevos asuntos por solucionar. Stalin indicó con
agudeza que "el leninismo es el marxismo de la época del imperialismo
y de la revolución proletaria". Desaparecido Lenin, a Mao Tsetung
le correspondió, además de sus incontables aportes hechos al
marxismo-leninismo en todos los aspectos, atender y resolver una cuestión
fundamental: la continuación de la revolución bajo la dictadura
del proletariado. Partiendo de las advertencias de los esclarecidos ideólogos
de la revolución obrera y sintetizando las experiencias de China y
en especial la del ulterior desenlace negativo de la Unión Soviética,
que después de ser el primer Estado proletario se transmutó
con Kruschev y sus sucesores en una nación socialimperialista, Mao
enseña que el socialismo abarca un período bastante largo en
el cual todavía no son eliminadas las clases ni la lucha de clases,
ni desaparece el peligro tanto de la restauración del capitalismo como
de la agresión externa imperialista. Durante este período hay
que insistir en la dictadura del proletariado sobre la burguesía y
efectuar revoluciones cada vez que ésta hace carrera dentro de la sociedad
socialista y usurpa las posiciones claves del Poder.
El prestigio del marxismo es tal que muchos de sus encarnizados opositores
han optado por declararse partidarios suyos con el objeto de mellar su filo.
Tan repetido es el caso, que desde los tiempos de Lenin, estos contrincantes
solapados configuran la principal amenaza contra la revolución y reciben
el mote de revisionistas. Combaten veladamente con los argumentos más
impúdicos la justa idea de que el proletariado está obligado
a utilizar la violencia revolucionaria contra la violencia contrarrevolucionaria,
si aspira a romper los grilletes de la esclavitud y levantar su dictadura
de clase. Los marxista-leninistas saben que la "transición pacífica"
de un régimen social a otro seguirá siendo una cosa rara, y
que sin la creación de un ejército propio el proletariado no
tendrá esperanzas de redención. La insurrección armada
les dio la supremacía real a los obreros y campesinos de los soviets
de Petrogrado, de Moscú y de Rusia entera. Los auténticos comunistas
no permitirán que ésta ni ninguna de las imperecederas lecciones
de la Revolución de Octubre sean escamoteadas.
La batalla ideológica y política permanente contra el revisionismo
resulta imprescindible para vencer las fuerzas imperialistas y socialimperialistas.
Renunciar a esa lid significaría abandonar la defensa del marxismo-leninismo,
debilitar el partido de la clase obrera e impedir que ésta cuente con
una vanguardia fogueada y diestra, dispuesta en todo momento a impartir las
orientaciones salvadoras para destruir a un enemigo mortal, ventajoso y cruel.
Hoy como ayer el revisionismo es una contracorriente internacional; salvo
que ahora se halla más extendido y su meca se encuentra en Moscú,
la antigua capital revolucionaria. Romperle el espinazo resultará más
difícil que en el pasado por el soporte que le proporciona la Unión
Soviética y demás repúblicas satélites de ésta.
Mas se halla irremisiblemente condenado. El revisionismo convirtió
a la patria de Lenin y Stalin en un país socialimperialista voraz,
regido, como cualquier imperialismo, por las mismas normas ciegas expansionistas
de explotación y dominación del mundo. Pero, también
como a aquél, lo dotó de un cuerpo colosal sobre unos pies de
barro y lo predestinó al fracaso. Por mares y territorios de los cinco
continentes se ven las tropas soviéticas, o sus armamentos en manos
mercenarias, amedrentando a los pueblos, disputando la hegemonía al
imperialismo norteamericano y amenazando la paz mundial. De desatar la tercera
guerra general sólo encontrará sosiego en la tumba. Si no lo
hace, de todos modos el alud tumultuario de miles de millones de pobladores
del planeta le caerá encima y tarde que temprano las baterías
del Aurora volverán a escucharse en Leningrado.
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A pesar del tiempo y la distancia, para Colombia guardan plena vitalidad los
principios tras los cuales se atrevieron los tenaces bolcheviques de Rusia
a concitar el odio de la reacción en el amanecer del siglo XX. Somos
una nación pequeña y subdesarrollada, sometida a la égida
neocolonial del imperialismo norteamericano, pero integramos el más
gigantesco frente de lucha jamás conocido, pues nuestros intereses
se confunden con los de los pueblos aplastantemente mayoritarios que en todas
las latitudes pugnan por lograr su independencia y soberanía, y junto
a ellos peleamos en la primera trinchera antiimperialista.
Debido al hecho de estar dirigida por el proletariado y contra el imperialismo,
nuestra revolución, aunque sea actualmente de esencia democrática,
no sólo contribuye al buen suceso de la revolución socialista
mundial, sino que en lo interno culminará inevitablemente en el socialismo.
La clase obrera colombiana, mediante prolongadas y cruentas confrontaciones
con los opresores tradicionales, viene forjando su partido y preparándose
para desempeñar dignamente el puesto de comando de la revolución.
Ha obtenido notables avances en el empeño de arrancarles la careta
al oportunismo y al revisionismo y de expulsarlos de sus filas. Estimulando
y solidarizándose con la brega heroica de los campesinos en procura
de la tierra y la libertad, y propiciando las acciones del resto de sectores
democráticos, el proletariado de Colombia desarrolla la alianza obrero-campesina
y alienta un formidable movimiento que unirá al pueblo bajo las banderas
de la liberación nacional. Comprende que la más apremiante necesidad
es obtener el derecho a forjar el destino de la nación sin intromisión
ajena, como la más excluyente condición para arribar a la sociedad
socialista, fin superior de todos sus desvelos. Por eso combate sin tregua
ni descanso hasta pulverizar el yugo colonialista de los Estados Unidos, y
jura que preservará a cualquier precio la soberanía alcanzada,
frente al socialimperialismo y demás filibusteros internacionales.
Sus luchas y proclamas encontrarán amplia resonancia en Latinoamérica
y su victoria aumentará la gloria del Octubre de 1917.
¡POR UN FRENTE MUNDIAL CONTRA EL SOCIALIMPERIALISMO SOVIÉTICO! ¡FUERA RUSOS DE AFGANISTÁN!
Enero 11 de 1980
Publicado en Tribuna Roja No 35 de enero de 1980
La invasión de las tropas soviéticas a Afganistán,
iniciada el pasado 27 de diciembre, configura un acontecimiento de suma gravedad
que habla por sí solo de los planes siniestros de dominación
mundial de los amos de Moscú. Es la primera vez que los socialimperialistas
intervienen militarmente en forma directa en un país del Tercer Mundo.
En 1968 lo habían hecho en Checoslovaquia, nación de la Europa
Central. En 1975 ocuparon Angola pero con soldados de su colonia cubana, y
más recientemente sometieron a Kampuchea y Lao a través de sus
marionetas vietnamitas. Hoy su delirio expansionista los ha llevado a efectuar
esta nueva aventura, ya sin tapujos de ninguna índole y haciendo gala
del peor cinismo. Los argumentos de que con su intromisión bélica
"protegen" la seguridad de Afganistán, "ayudan"
a la revolución afgana, o actúan dentro del derecho internacional
no convencen a nadie.
Por el contrario, desde el primer momento ha quedado claro que los soviéticos
bañaron en sangre a Afganistán y vienen obrando como sólo
sabían hacerlo las hordas hitlerianas. Depusieron y asesinaron al Primer
Ministro Amín para imponer un gobierno completamente dócil a
sus vandálicos caprichos. Por ello la respuesta militar del pueblo
afgano ha sido inmediata y decidida, y cuenta con la participación
de considerables segmentos del ejército regular que se han pasado a
la resistencia armada.
De otra parte, una inmensa mayoría de Estados ha condenado la invasión
y la considera un serio atentado contra la paz mundial. Todo indica que los
social-fascistas utilizarán a Afganistán para apoderarse posteriormente
de Pakistán, inmiscuirse en Irán y demás países
vecinos, controlar la entrada al Golfo Pérsico y someter a su égida
al Asia Meridional y Occidental. Tales proyectos no pueden menos que significar
un inminente peligro para Europa, el Japón y los Estados Unidos, que
verán comprometidos vitales centros de abastecimiento de combustibles
y cruces marítimos y terrestres de importancia estratégica.
Asimismo los pueblos del mundo y las naciones amantes de la paz comprenden
que su porvenir se halla severamente amenazado por el hegemonismo soviético.
La República Popular China, el principal bastión de lucha contra
las ambiciones imperialistas del Kremlin, será sin duda uno de los
blancos de ataque preferidos de los belicistas rusos.
Sin embargo, hay un aspecto supremamente positivo en todo aquello, y es que
la opinión pública mundial ha comenzado a aceptar, a punta de
golpes y decepciones, que la Unión Soviética no sólo
dejó de ser la cuna del socialismo para convertirse en el más
tenebroso baluarte de la reacción internacional, sino que hace mucho
abandonó los principios de la coexistencia pacífica entre los
Estados y desempolvó la vieja bandera de la dominación colonial
y de la guerra para sojuzgar a las naciones y buscar un nuevo reparto del
planeta. El hegemonismo soviético es un problema de todos los pueblos,
y por ende a éstos corresponde resolverlo, promoviendo la conformación
del más amplio frente de combate jamás conocido, en el que participen,
en una u otra forma, desde los países atrasados y dependientes del
Tercer Mundo, las repúblicas socialistas y las naciones ricas del Segundo
Mundo, hasta los Estados Unidos. Un frente de esas proporciones impedirá
la guerra mundial o la decidirá a favor de la revolución internacional.
Con un frente así, los socialimperialistas serán vencidos y
los pueblos contarán con el mejor ambiente para la emancipación
de las naciones, para el desarrollo del socialismo y para la conquista de
la democracia y la libertad en el orbe entero. El primer deber internacionalista
del proletariado y de los partidos auténticamente comunistas será
contribuir a la integración a nivel mundial de este frente único
contra el socialimperialismo soviético.
En la historia quienes acariciaron sueños de dominación imperial
fracasaron irremisiblemente. Los soviéticos también terminarán
siendo aplastados por mucho alboroto que armen y por muy temibles que parezcan.
El pueblo afgano saldrá victorioso y obtendrá su liberación
a pesar de las duras pruebas del presente y del futuro.
¡Apoyemos a Afganistán en su resistencia
contra la ocupación soviética!
¡Conformemos un frente único mundial
contra el socialimperialismo soviético!
Francisco Mosquera
Secretario General del MOIR
Bogotá, enero 11 de 1980.
EXPERIENCIAS DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL PARA TENER EN CUENTA
Agosto de 1980
Prólogo escrito por Francisco Mosquera para el libro José Stalin,
la Gran Guerra Patria, Bogotá, Editorial Bandera Roja, traducido y
acotado por Gabriel Iriarte.
Cuando esta recopilación era apenas un proyecto en
la cabeza de Gabriel Iriarte, y no hace mucho él me habló de
ello, que traduciría de una publicación norteamericana las intervenciones
del Primer Ministro del Estado Soviético durante la Gran Guerra Patria,
con miras a ponerlas a la disposición de los miembros del Partido,
como pieza de estudio, no dudé en alentarlo para que cristalizara prontamente
la idea. No sólo la llevó a cabo, sino que emprendió
con tenacidad la investigación acerca de la Segunda Guerra Mundial,
y, acompañado de unas diapositivas, ha recorrido buen número
de regionales ilustrando a obreros y campesinos sobre el tema. Ahora me pide
que prologue su edición en español de los discursos de Stalin,
en razón a que los lectores de la misma consistirán mayoritariamente
en camaradas del MOIR, los cuales han venido aportando a la financiación
de la obra con el pago por adelantado de los ejemplares. Al aceptar el cometido
me propongo contribuir también a avivar el examen y la discusión
de tan rico período histórico, cuyas enseñanzas fundamentales
tergiversan con pérfida intención socialimperialistas y revisionistas,
a medida que retumban por el orbe los aldabonazos de la tercera conflagración
general. De otra parte, me ha obligado a ocuparme de algunos libros y documentos
de entonces para poder efectuar, con mejores elementos de juicio, el ineludible
paralelo con la situación actual. Los siguientes apuntes recogen tales
observaciones.
La valerosa resistencia del pueblo soviético contra la invasión
nazi y su aplastante victoria final patentizan una de las hazañas más
extraordinarias de todos los tiempos. Encontrábanse en juego asuntos
de suma trascendencia. Se decidía si en el futuro inmediato caería
sobre los pueblos el dogal de la esclavitud fascista o no. En el terreno de
las armas, haciendo gala de fortaleza, de pericia y de técnica, en
una extensión jamás vista, los dos sistemas sociales de la época,
el imperialismo y el socialismo, zanjaban sus desavenencias. La lucha involucró
lo mismo a la economía, a la política, que a la diplomacia.
El contrincante que fallara en llevar los suministros al frente, tendido a
lo largo de varios miles de kilómetros, sencillamente quedaría
fuera de combate. Había que proveer los alimentos y las dotaciones
para millones de soldados, los equipos de aire, mar y tierra, el combustible,
los repuestos, e ir supliendo, de una batalla a otra, las cuantiosas pérdidas
de vidas y armamentos. La organización en la retaguardia era decisiva.
Las fábricas laboraban a pleno pulmón, incrementando constantemente
el rendimiento e innovando en la marcha para obtener la preeminencia y no
dejarse sorprender por los inventos del enemigo. En los albores del estallido,
estrategas de ambos bandos coincidieron en valorar la importancia de las máquinas
y los motores en la contienda que se avecinaba. El duelo aéreo y la
pelea de tanques terminaron a la sazón imponiéndose como modalidades
de la guerra moderna.
Los alemanes tuvieron al principio la ventaja, debido a su condición
de invasores. Escogían libremente el momento y los sitios de ataque,
de manera que se ajustaran a sus conveniencias y ocasionasen los peores estragos
al país embestido. La burguesía alemana, una vez firmado el
Tratado de Versalles, comenzó a buscar el desquite de la derrota de
1918 y a prepararse febrilmente, aunque con sigilo, para la otra confrontación,
con veinte años de plazo. El nazismo representa a cabalidad las ambiciones
imperialistas de recuperar para Alemania la influencia perdida y arrebatarles
a las potencias de Occidente, en particular a Inglaterra y Francia, sus vastos
dominios coloniales. Desde el ascenso al Poder, Hitler encauzó la producción
conforme a sus programas bélicos, abarrotando arsenales con los más
avanzados tipos de aviones, acorazados, carros de asalto, submarinos, etc.,
y adiestrando unas poderosas fuerzas armadas en pos de las últimas
evoluciones de las artes marciales. Cuando irrumpen contra Rusia, las tropas
nazis llevaban dos años de campañas fulgurantes. Nadie logró
contenerlas. Austria, Checoslovaquia, Polonia, Dinamarca, Noruega, Holanda,
Bélgica, Francia y los países balcánicos sucumbieron
estruendosamente. Los ingleses, como siempre, se habían salvado de
la ocupación por el hecho de vivir en una isla y por su reconocida
capacidad naval. Pero medio millón de sus efectivos, junto a los cuatro
millones pertenecientes al afamado ejército francés, fueron
abatidos en menos de un mes en los campos de Europa. La superioridad alemana
conmovía al mundo.
La Unión Soviética, desde luego, no constituía una pequeña
y débil nación; se trataba de un Estado multinacional grande,
centralizado, con incontables recursos, inmenso territorio y población
numerosa. No obstante, venía impulsando pacíficamente su desarrollo
material y cultural, en medio de las dificultades propias de las hondas transformaciones
en que se hallaba empeñada, encarando el bloqueo del prepotente club
de las repúblicas capitalistas y sin haber adecuado aún por
completo su economía a las inminentes obligaciones militares, con todo
y que los comunistas rusos vislumbraban, cual nadie más, que el choque
resultaría inevitable. El primer problema, el de colocar el trabajo
agrícola e industrial de las distintas comarcas y nacionalidades al
exclusivo favor de las exigencias de la guerra, empieza a resolverse a partir
del 23 de junio de 1941, al otro día del rompimiento de las hostilidades.
El Ejército Rojo no consiguió repeler la arremetida alemana
y se vio precisado a replegarse y ceder porciones muy considerables de su
espacio. Leningrado y virtualmente hasta la capital, Moscú, quedaron
cercadas y en angustioso peligro. Para garantizar vitales abastecimientos
e impedir que los centros fabriles de las regiones occidentales los agarraran
las fuerzas ocupantes, los soviéticos, en una demostración sin
precedentes, transportaron de junio a noviembre más de 1.500 fábricas
a las profundidades de su retaguardia. El desenlace parecía gravemente
comprometido. Con avidez se esperaban las noticias procedentes del mayor,
del determinante, del en verdad único frente que prevalecía.
Ahora la totalidad de los intereses envueltos en el conflicto pendía
de la batalla de Rusia. Si este postrer esfuerzo periclitaba ya no habría
en el continente europeo bastión que frenara a las hordas nazis. Incluso
los Estados Unidos, no estarían muy seguros allende el Atlántico.
Mas el pueblo ruso, acosado, despojado, malherido, aguantó. Ningún
sufrimiento pudo doblegar su espíritu combativo; nada opacó
su infinito amor por la causa a la que ofrendaba los más caros sacrificios.
No conoció el miedo, no se permitió un minuto de descanso, no
perdió jamás la confianza en el triunfo. El fanfarrón
de Hitler creyó que bastaría coger a coces la estructura bolchevique
para que se desplomara al instante. Y al concluir 1941, después de
seis meses de incesante guerrear sobre la interminable llanura, el empuje
germano mostró síntomas inequívocos de agotamiento: las
líneas en lugar de avanzar retrocedían, los objetivos fundamentales
continuaban sin alcanzarse y la introducción del invierno helaba las
carnes y el ánimo de los invasores. Procurando mantener la iniciativa
y valiéndose de la inexistencia de un segundo frente que los aliados
anglo-norteamericanos postergan prácticamente hasta junio de 1944,
los nazis recurrieron a las reservas y reforzaron con varias decenas de divisiones
a las 200 que, mermadas y exhaustas, proseguirían el embate en el nuevo
verano. Sin embargo, aplazan el asalto frontal sobre Moscú, a la espera
de una amplia operación por el flanco Este y el Sur, desde el Cáucaso
hasta Kuibyshev, dirigida a cortar los puntos claves de las comunicaciones
de la ciudad. La variación del plan táctico simbolizó
para los agresores saltar de la sartén para caer en las brasas, puesto
que sus unidades se dispersaron notoriamente, perdieron potencia y tropezaron
con Stalingrado. La gloriosa urbe sobre el Volga tampoco quiso capitular y
en sus alrededores cavó la tumba al VI Ejército alemán,
unos 300.000 hombres, entre prisioneros y muertos. De allí en adelante
el curso global de la guerra registra un viraje sustancial. La industria soviética,
ya restablecida y estabilizada desde mediados de 1942, arroja índices
superiores de productividad y de calidad a los del enemigo. El Ejército
Rojo desata la contraofensiva y los nazis pasan a la defensiva estratégica.
Para Alemania principia el período de las grandes derrotas y de la
penosa retirada, así promueva esporádicamente golpes de proyección
y de duración reducidas.
Los descalabros en el Oriente colocan al régimen hitleriano en entredicho.
La desmoralización va minando progresivamente sus filas; entre sus
socios del Eje surgen las dudas acerca del porvenir de la aventura genocida,
y las pequeñas naciones de Europa Central, obligadas a marcar el paso
de ganso y a portar la esvástica, ansían la hora de desasir
los compromisos de guerra. El nazismo, que funda su éxito en la intimidación
y el engaño, como cualquier contracorriente reaccionaria no soporta
la adversidad. Únicamente sobrevive llevando la delantera, pero tan
pronto se le nublan las perspectivas de vencer todo estará finiquitado
sin remedio. Las condiciones se vuelven propicias para los pueblos sujetos
a la sojuzgación o al chantaje del bloque nazi-fascista. La resistencia
organizada de la población y el movimiento guerrillero se propagan
por doquier en Francia, Yugoslavia, Albania, Grecia, etc. En China la lucha
contra la invasión japonesa se consolida y el Ejército Popular
de Liberación tórnase en la fuerza determinante de la salvación
nacional. Por otra parte, Inglaterra y Estados Unidos estrechan los nexos
amistosos con la Unión Soviética, intensifican los combates
navales y aéreos contra el Eje, bombardean asiduamente las factorías
enemigas y se alistan para tomar el norte de África, controlar el Mediterráneo
y abrir el asedio sobre Italia. Estos tres gigantescos vórtices de
acción, el de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas
que pugna por la libertad de la patria y enarbola la bandera proletaria; el
de las masas de los países sometidos que tienden hacia la conformación
de Estados propios, independientes y soberanos, y el de las naciones capitalistas
que se oponen a la agresión germano-ítalo-japonesa, proseguirán
creciendo y cohesionándose en un poderoso frente antifascista hasta
tomar Berlín y hundir una de las más bárbaras y tenebrosas
tiranías de este siglo.
Hemos indicado cómo el heroísmo del pueblo soviético
incide en el cambio de la situación en un lapso relativamente corto;
a lo que debemos agregar las orientaciones políticas y militares, sin
cuyo acierto, ni la sangre vertida, ni la laboriosidad desplegada, hubieran
dado sus frutos. Partiendo del mismo vaticinio sobre el desencadenamiento
de las contradicciones de la preguerra; pasando por la utilización
de los factores positivos contemplados en la estrategia trazada, y concluyendo
en el hábil maniobrar para, sin vender los principios, salir airoso
de cada una de las complejísimas encrucijadas, el alto mando soviético
hizo alarde de visión, sapiencia, audacia y capacidad, cual raras veces
ocurre en la historia. Aquél era el Partido Comunista. Integrado por
los continuadores de la magnífica tradición revolucionaria de
Rusia y los herederos de las sublimes virtudes de Lenin; educado en los fundamentos
científicos del marxismo y dirigido por un jefe formidable: Stalin.
Aunque el fascismo configura una de las cuantas doctrinas imperialistas, lo
escabroso de sus postulaciones y la brutalidad de sus procedimientos la hacen
más acabada, más típica, más propia de la etapa
en que el capital se convierte en monopolio e inicia su estado de descomposición
y de expoliación parasitaria sobre las naciones oprimidas. La versión
nazi recurre desaforadamente al nacionalismo y al racismo para encubrir las
ambiciones de supremacía mundial. En la guerra de 1914-1918 las potencias
triunfantes, prioritariamente Inglaterra, cimentaron y acrecieron sus respectivos
imperios a expensas de Alemania que, además, hubo de aceptar la presencia
y la inspección de sus contrincantes dentro de la misma casa. La burguesía
germana no se resignaría voluntariamente a tan humillante condición,
siendo que desde el punto de vista del desarrollo se recuperaba de manera
vertiginosa y evidenciaba más pujanza, a pesar de no contar con los
recursos de brazos, materias primas y mercados en todos los continentes, como
sus vecinos. ¡Qué de cosas maravillosas no haría con esos
"protectorados", "condominios", "fideicomisos"
de mis supervisores! Empero una modificación del mapa de Europa y sus
colonias, al igual que en el 14, no podría intentarse más que
con la violencia. Los plutócratas alemanes se dejaron tentar gustosos
por los argumentos de la banda de Hitler y en las manos patibularias de éste
depositaron su destino. Daban por cierta la colaboración de los regímenes
de Italia y Japón, acicateados por motivos similares. Desafiar de nuevo
a los árbitros de Europa, en las circunstancias en que se debatía
Alemania, iba a requerir de mucho esfuerzo y dedicación. El despotismo
hitleriano proporcionó una disciplina vandálica, extremando
el trabajo, distorsionando la mente de la juventud y eliminando sin contemplación
a quienes disintieran de los planes oficiales. Creó un ejército
altamente calificado, acorde con los adelantos técnicos y con las formas
organizativas apropiados a éstos, verbigracia, las unidades mecanizadas
de rápida movilidad, muy distintas a las antiguas formaciones de caballería,
supérstites aún en no pocas de las instituciones militares.
Los países imperialistas vencedores, con incalculables posibilidades,
disfrutan, sin muchos azoramientos ni vigilias, de su posición notablemente
boyante. La abigarrada red de posesiones coloniales, fuera de proporcionarles
protección durante las crisis económicas características
del modo de producción capitalista, les permite a las capas privilegiadas
atesorar fáciles ganancias, llevar una vida muelle y hasta distribuir
un buen porcentaje del saqueo de los pueblos extraños para el soborno
de sus obreros e intelectuales, a objeto de preservar la convivencia social
dentro de la metrópoli. Su preocupación no estriba en prender
la llamarada sino en impedir que arda. Antes que desvelarse por construir
ejércitos a tono con los reclamos de la época, cifran las esperanzas
de tranquilidad en los tejemanejes del control armamentístico, en la
firma de los tratados, o en los cacareos demagógicos sobre la conveniencia
de las reformas seudodemocráticas. La guarda de sus intereses hegemónicos
la supeditan a menudo a las tropas de los países atrasados y dependientes.
¡Si algún competidor nos pisa la punta del manto imperial no
vamos a quebrar lanzas y a arriesgarlo todo por esa tontería! ¡Si
nos sustraen del redil un país problemático y lejano a nuestros
afectos, ahí nos sobran millones de kilómetros cuadrados y centenares
de millones de esclavos para alimentar la molicie de mil generaciones! Así
pensaron y actuaron los líderes de Inglaterra y Francia, las dos potencias
imperialistas más poderosas y a la vez más decadentes del período
anterior a la segunda conflagración mundial.
Las avivatadas de Hitler contrastan con la torpeza de un Chamberlain o de
un Daladier. Cuando aquél les pide en el cenit de su poderío
que le entreguen los Sudetes checoslovacos a trueque de la promesa de que
no habría más pretensiones territoriales, estos dos primeros
ministros, cual mansas almas de Dios, volaron a Munich, en septiembre de 1938,
a satisfacer las exigencias del Führer. Pero lo más grotesco consistió
en que mientras la prensa occidental todavía se desgañitaba
en propalar los beneficios obtenidos en pro de la obra del appeasement, Checoslovaquia
entera acababa bajo la "protección" del Tercer Reich. Durante
años, tanto Alemania como los otros dos destacados pilares de la coalición
fascista, exteriorizaron sin recato sus deseos de expansión. Italia
se quejaba permanentemente de las injusticias de que fuera víctima
en la partición del botín de 1919, y no veía la hora
de vengar ese trato discriminatorio de sus tramposos examigos. Efectivamente,
en octubre de 1935, Mussolini se lanzó sobre Abisinia (hoy Etiopía)
y se la adueñó. En el Extremo Oriente el Japón también
se revela descontento por el Tratado de las Nueve Potencias y los demás
convenios que reordenaron los asuntos asiáticos de la posguerra; y
en agosto de 1937 intensifica la ocupación del norte y el centro de
China, suprimiendo en aquellas zonas cualquier otra injerencia extranjera.
Los futuros signatarios del "Pacto de Acero" habían intervenido
militar y mancomunadamente en España, a partir del verano de 1936.
En marzo de 1938 los Panzer del general Guderian hollaron Austria. Y así,
desde mucho antes de que Hitler franqueara el Rin, a principios de 1936, hasta
la invasión de Polonia, el lo de septiembre de 1939, que originó
la declaración anglo-francesa de la guerra, se produjo una serie de
acciones bélicas, anexiones, violaciones de acuerdos y protocolos internacionales,
que no ofrecía dudas en torno a los verdaderos alcances del expansionismo
fascista. Sin embargo, a cada arbitrariedad del Eje, los aliados occidentales
respondieron con una concesión, en la creencia de que evitarían
el conflicto, cuando en realidad estimulaban las apetencias de los belicistas
y los reafirmaban en sus cuentas alegres. El día en que los héroes
victoriosos de la carnicería anterior, los fundadores de la Sociedad
de Naciones, los promotores del “apaciguamiento”, hubieron de
descolgar la panoplia y marchar inevitablemente a las trincheras, comprobaron
cuántos lustros atrás se hallaban respecto a la teoría
y a la práctica de la guerra, cuán poco servían sus lentas
operaciones y sus inmóviles defensas ante los ágiles desplazamientos
de las divisiones blindadas apoyadas por el fuego aéreo. Reducidos
en un santiamén, inermes y a merced de los suministros de la industria
bélica estadinense, esperarían largo rato antes de intentar
el desembarco de Normandía para apalear al tigre moribundo. Los caudillos
de la vieja Europa brindarían un triste espectáculo de ingenuidad
e indolencia. Inclusive en medio de la contienda armada, las clases gobernantes
norteamericana y europea no desecharon por completo las quimeras de conciliación
ni rompieron del todo con los genocidas. Hitler supo endulzarles el oído
con el cuento de que su misión se concretaba en destruir la fortaleza
comunista del Este, una piadosa mentira admitida y tolerada por los grandes
imperios hasta cuando se estrellaron con el hecho cumplido y terrible de que
sus hermosas propiedades tenían un inescrupuloso pretendiente. La lógica
de los acontecimientos era tal que la invasión a la Unión Soviética
sólo podría interpretarse así: quien aspire al hegemonismo
universal ha de postrar a cada uno de los colosos del planeta; quien domine
a Rusia contará con un poder descomunal para postrar el mundo. A nadie
pasará ya desapercibido que una vez liquidado el inconveniente soviético,
la Wehrmacht regresaría por los restos: Inglaterra y los Estados Unidos.
La división entre las dos facciones alrededor de las cuales se realinderó
la morralla capitalista, sus encontrados propósitos, el ascenso y la
agresividad de la una, al lado de la decadencia y la indefensión de
la otra, viabilizaron la alianza de la Unión Soviética con el
contingente anglonorteamericano. Ninguna gestión, por desprevenida
y contemporizadora que fuese, obraría el milagro de morigerar las diferencias
interimperialistas. Al revés, éstas siguieron su curso normal,
agudizándose a cada paso, hasta saldarse inexorablemente a cañonazos,
por encima de los temblorosos pronunciamientos y las bobaliconas intrigas
de la cuerda Washington-Londres-París. El zarpazo contra la seguridad
del Estado socialista provenía incuestionablemente de parte de Alemania.
Concertar la cooperación con los enemigos comunes del Eje, así
encarnaran fuerzas de naturaleza expoliadora y colonialista pero inhabilitadas
para hacer valer su iniciativa, respondía a una necesidad de legítima
defensa que Stalin avizoró con bastante antelación e insistió
en ella hasta satisfacerla. El acta de no agresión firmada por Ribbentrop
y Molotov a mediados de 1939, absolutamente indispensable luego de la contumaz
negativa de Occidente a convenir la lucha conjunta contra el fascismo, y sobre
la cual tanto especularon los más disímiles comentaristas burgueses,
no dejaría de ser un acuerdo eminentemente pasajero que, según
el enfoque objetivo de la URSS, permitía ganar tiempo y esperar la
arremetida germana desde posiciones militares lo más favorable posibles.
La tergiversación respecto al mencionado protocolo soviético-alemán,
que todavía hoy se zaranda después de cuarenta años,
pretende en vano echar tierra a los titubeos y a las furtivas entendederas
de los mandatarios occidentales con los jerarcas nazis. Abundan los testimonios
de que el Kremlin repicó constantemente sobre la conveniencia de concertar
la ayuda mutua con los gobiernos llamados democráticos, consciente
de que se evitaría mejor el estallido de la guerra con el levantamiento
de un poderoso dique de todas las naciones amantes de la paz, ante el cual
se deshicieran las bravuconadas de los expansionistas, que con la adopción
de la fementida política de "neutralidad" y "no intervención",
con la cual se le daba luz verde a la masacre. La práctica corroboró
la justeza de las directrices de Stalin para una coyuntura sin antecedentes
en los anales de la clase obrera. Si bien las condiciones se asemejan a las
de la década del diez, en el sentido de que la conflagración
la provoca la rebatiña entre las naciones "civilizadas" por
el control del orbe, había un factor nuevo: la permanencia de un próspero
país socialista, habitado por 200 millones de personas, faro y ejemplo
de los revolucionarios de todo el globo, cuya integridad entraba en juego
al precipitarse la hecatombe. Como presa codiciada a los ojos de la sórdida
reacción teutónica, la Unión Soviética no sólo
no se eximiría de la contienda, sino que la vastedad de su territorio
estaba destinada a servir de escenario principal de ésta. Bajo tales
augurios, descubrir y facilitar los medios para la salvaguardia de Rusia,
debía constituir el primer deber del proletariado internacional. Cuando
Lenin encaró en 1914 el problema de la guerra imperialista calificó
de judas y caínes a quienes, en nombre del comunismo y tras el argumento
de proteger a sus "patrias", se coligaron con los bandoleros enzarzados
en la criminal disputa por las tierras ajenas. Precisó: ni los trabajadores
ni los pueblos oprimidos saldrían gananciosos de la matanza; se lucrarían
únicamente los banqueros y potentados del bloque vencedor (el cual
terminó siendo, como ya dijimos, el capitaneado por Gran Bretaña
y Francia), y el desgaste general de los gobiernos por el esfuerzo bélico
señalaría la hora de la insurrección, si los partidos
proletarios no se contaminaban de chovinismo, ponían a salvo su independencia
de clase y eran capaces de movilizar a las masas hacia la guerra civil contra
los responsables del holocausto. Estas certeras apreciaciones sobre la época
del imperialismo, o capitalismo descompuesto, se materializan magistralmente
con el advenimiento de la gloriosa Revolución de Octubre. La estrategia
se resume en sacar, en bien de la causa obrera, la máxima utilidad
al recíproco despedazamiento de las potencias expoliadoras. Guiándose
por aquellos principios leninistas básicos, Stalin propugna, en consonancia
con las particularidades de la Segunda Guerra Mundial, la configuración,
a la más amplia escala, del frente único antifascista. Si se
consideran los múltiples aspectos de la situación, el cerco
letal que atenazaba a la Unión Soviética, el apogeo del nazismo,
el eclipse de los imperios europeos y la tendencia irresistible hacia la autodeterminación
de las colonias amenazadas ahora por el yugo de Alemania y sus compinches,
se comprenderá, sin quemar mucho fósforo, que aquel frente absolvía
el interrogante de cómo aprovechar las contradicciones interimperialistas
en pro de la Gran Guerra Patria y de las guerras de liberación nacional
de los pueblos sometidos. Ni hablar de que las masas asalariadas de todas
las latitudes recibirían el más duro golpe con el derrumbamiento
de la URSS. Los resultados están a la vista. No obstante la alta cuota
de sangre, la Unión Soviética sorteó la tormenta y arribó
su nave a buen puerto. En Asia, medio millar de millones de chinos expulsaron
fuera de sus fronteras a los japoneses y allanaron la senda hacia la revolución
de nueva democracia. Otro tanto les acontece a los vietnamitas y coreanos.
En Europa la táctica aplicada permite desgajar, del podrido tronco
derribado, a Yugoslavia, Albania, Polonia, Checoslovaquia, Hungría,
Rumania, Bulgaria y Alemania Oriental. Al inicio de los años cuarentas
subsistía una sola república bajo la conducción obrera;
después del cataclismo y de entre los escombros brotaría el
campo socialista.
Al calificar de “agresores” a los alemanes y cía. y de
“no agresores” a los ingleses y cía., Stalin, además
de proferir un diagnóstico exacto de los gobiernos burgueses de aquel
período, demostró un empleo sesudo, dialéctico, no dogmático,
del marxismo-leninismo, el cual proporciona los basamentos generales para
el análisis de las cosas, pero, desde luego, no profetiza las formas
que éstas adoptan, ni la relevancia de tal o cual tópico dentro
del conglomerado, ni las incidencias del infinito número de casualidades
que en el discurrir histórico operan en uno u otro sentido. Una de
las regulaciones medulares del proceso capitalista descubiertas por Marx es
la de su evolución anárquica y desigual. No se encuentra bajo
este sistema una empresa, una sociedad anónima, una rama industrial,
una nación que crezca pareja con otra. Hay constantemente una modificación
de las proporciones y de la relación de dichas entidades económicas
entre sí. Esto por una parte, y por la otra, no conocen más
método que la fuerza para prevalecer sobre sus oponentes. En la fase
imperialista tales contradicciones explotan con mayor acerbidad, adquieren
la dimensión de pugnas entre Estados o coaliciones de Estados y se
zanjan mediante la guerra. Cuando Marx y Engels abocan la problemática
de su siglo, cabalmente se fundamentan en la norma del desenvolvimiento dispar
del capitalismo para desentrañar el rol de los diversos pueblos en
el conjunto de la revolución democrática. El dilema de a qué
movimiento burgués progresista apoyar, lo resolvieron a favor o en
contra según debilitara o no a Rusia, el principal fortín de
la reacción de la época. ¿El postulado de Lenin acerca
de la posibilidad del triunfo del socialismo en un solo país, de manera
aislada, o en pocos países, no se sustenta acaso en el mismo criterio
del desarrollo desigual de las repúblicas imperialistas y de sus irreconciliables
antagonismos? Por idéntica razón los acuerdos entre los capitalistas
y entre sus potencias, cuando se presentan, no dejan de ser traumáticos,
inconsistentes y fugaces. Al quebrarse la estabilidad debido a la variación
de las fuerzas e imponerse el interés colonialista, vuelan, cual vilanos
al aire, las empalagosas y fofas disertaciones de los propagandistas del "apaciguamiento",
o de la "distensión", como ahora se le nombra. El paraguas
del necio señor Chamberlain no pararía las andanadas de los
artilleros germanos. Moscú lo advirtió a tiempo, y se reía
de la trampa tendida por Berlín a Occidente con el señuelo del
"pacto anticomintern" y con las demás profesiones de fe,
encaminadas a convencer de que los preparativos militares se circunscribirían
a la destrucción de los bolcheviques.
Stalin les increpaba a burladores y burlados:
"Es ridículo buscar focos de la Internacional Comunista en los
desiertos de Mongolia, en las montañas de Abisinia, en los desolados
campos del Marruecos Español.
"Pero la guerra es inexorable. No existen velos que puedan ocultarla.
Porque ningún ‘e¡e’, ningún ‘triángulo’
y ningún ‘Pacto anticomintern’ pueden ocultar el hecho
de que el Japón se ha apoderado, durante este tiempo, de un inmenso
territorio de China; Italia, de Abisinia; Alemania, de Austria y de la región
de los Sudetes; Alemania e Italia, juntas, de España; todo esto, en
contra de los intereses de los Estados no agresores. La guerra sigue siendo
guerra, el bloque militar de los agresores, un bloque militar, y los agresores
siguen siendo agresores". (1)
El jefe de los revolucionarios soviéticos percibió diáfanamente
que el entendimiento entre los dos grandes sectores imperialistas sería
a la postre totalmente imposible. Harto urgidos se hallaban ambos bandos de
las tierras coloniales que sólo uno de ellos ostentaba, como para confiar
en que fructificarían sus transacciones públicas o secretas.
Si al condescender a los caprichos del nazismo los políticos profesionales
de los depauperados imperios soñaban en apuntalar la paz, los enviones
cada vez más impetuosos del diabólico competidor se encargarían
de sacarlos violentamente del letargo. Sin embargo, la historiografía
burguesa de la segunda posguerra se obnubila con el desiderátum de
calumniar a Stalin; y, con parcializado juicio, relega o desvirtúa
la rapiña por las naciones oprimidas y el flujo y el reflujo de las
potencias opresoras, como causas prioritarias de la conflagración mundial.
Obviamente tampoco admite la coincidencia de metas y anhelos entre el régimen
stalinista de los soviets y la humanidad dolida y avanzada del planeta. Por
lo tanto no puede explicar nada de cuanto sucedió, lo que es lamentable;
pero mucho menos de cuanto acontecería posteriormente, lo que representa
una desgracia peor.
Dentro de los aliados occidentales se da también el fenómeno
de la ruptura del equilibrio económico y militar, con arreglo a lo
cual se realizan la transformación de sus relaciones y la sustitución,
a raíz del conflicto bélico, de la mayordomía inglesa
por la norteamericana, en el ámbito imperialista. La industria estadinense,
en sostenido auge desde hacía cerca de cien años y cuyos marcos
nacionales le venían quedando cortos desde finales del siglo XIX, se
encargaría no sólo de dotar satisfactoriamente a sus tropas
sino de asistir, con los apoyos solicitados, a los países amigos, particularmente
a Inglaterra y a Francia, que sin esa contribución no hubieran acariciado
perspectiva alguna de triunfo, o simplemente no hubieran retornado a la liza
en Europa. La primera se encontraba por el momento a salvo en su ínsula
y parapetada tras su flota, pero sin recursos con qué emprender una
contraofensiva de envergadura. La segunda había capitulado vergonzosamente,
era un república presa, y por su honor sólo respondían
la resistencia clandestina, en suelo patrio, y el general De Gaulle que, exiliado
en Londres, disponía apenas de unas formaciones exiguas y mal provistas
y de un área mínima del imperio de ultramar. El ejército
inglés evacuado de Dunquerque abandonó su equipo y armamento
en la huida. Como a los alemanes su fuerza naval no les garantizaba el abordaje
de la Gran Bretaña, optaron por el ataque aéreo en lugar de
la invasión. Durante meses los británicos sufrieron el inclemente
castigo sin poder hacer mucho, excepto intentar una deficiente defensa de
sus cielos y escuchar las ardorosas proclamas del Primer Ministro de Su Majestad.
Por cada bombardeo de Hitler, un discurso de Churchill. Así, improvisadamente,
entró esa orgullosa nación, con tantas posesiones coloniales
por perder, a esta guerra tan anunciada y que tanto demandaría del
elemento técnico y científico de la producción industrial.
Siempre que Stalin, con el objeto de aliviar la pesada carga del Ejército
Rojo, indagó sobre las dilaciones a las promesas de apertura del otro
frente, el gobierno inglés se disculpó con el retraso en los
aprestos de los Estados Unidos. Es decir, como las decisiones las toma y las
imparte quien posea los medios, y en la guerra éstos se concretan en
armas, provisiones, transportes, etc., en Occidente la iniciativa corría
ya a cargo de los manipuladores del Pentágono, el monumental edificio
que se inauguró precisamente por aquellos desoladores días.
Quedó establecida una nueva relación: De Gaulle se esforzaba
por sujetar a sus díscolos y dispersos partidarios; Churchill por sujetar
a De Gaulle, y Roosevelt por sujetar a Churchill, a De Gaulle y a los partidarios
de éste. Al imperialismo yanqui le llegó el turno de representar
la función y saltó al escenario. Aunque su reputación
militar brillaba por bisoña, él impondría los mandos
y la táctica; aunque su afecto por los compañeros de odisea
estaba al socaire de dudas, él se inmiscuiría en los asuntos
internos de Inglaterra y Francia; aunque la adhesión a la democracia
constituía su más preciado don, él quería para
sí todas las riquezas, todos los mercados, todos los imperios de los
demás y ser ungido déspota del universo. Esto, dentro del sistema
capitalista, se entiende, porque el ladino de Roosevelt salió trasquilado
siempre que fue por la lana del Estado bolchevique.
En cierta ocasión la Casa Blanca insistió ante el Kremlin acerca
de una autorización para que aviones americanos sobrevolaran Rusia
y reubicaran en los planos aeródromos y bases estratégicas,
so pretexto de capear una eventual acción japonesa por el Este. En
cortante y perentorio mensaje al presidente gringo, Stalin replicó:
“Su propuesta de que el general Bradley inspeccione los objetivos militares
rusos en el Lejano Oriente y en otros lugares de las URSS me ha producido
sorpresa. Debería ser perfectamente claro que los objetivos militares
rusos únicamente pueden ser inspeccionados por rusos, al igual que
los objetivos militares americanos sólo pueden ser inspeccionados por
americanos. En esta cuestión no debería existir ninguna oscuridad”.
(2)
La cooperación estadinense se convirtió para los desahuciados
árbitros de Europa en otra fuente seria de alarmas. Hitler les vociferaba
a mandíbula batiente: "El mundo está mal repartido",
y para lograr la redistribución de las "propiedades mundiales"
nos atenemos a la sentencia de que "el más fuerte determina el
camino del más débil". (3) Por eso aquéllos acudieron
al otro lado del océano en búsqueda de amparo y comprensión.
Pronto se percataron de que el aliado, no obstante combatir al Eje y proporcionarles
los préstamos y auxilios pertinentes, propendía él también,
a su estilo y con su propia filosofía, a un nuevo sorteo de las zonas
de influencia. La maniobra de aplazar el desembarco de Normandía y
el ir introduciéndose paulatinamente en la guerra, con abundancia de
precauciones y escasez de riesgos, reflejaban a plenitud las conveniencias
de Washington: aparecer, cuando todos los contendientes estuvieran agotados,
a sofocar el fuego y presto a desenfundar la chequera, su arma predilecta.
El cálculo sólo fue fallido con respecto al campo socialista,
porque Europa se reconstruiría con los dólares americanos, aviso
de que el sol de otro imperio despuntaba en el horizonte burgués, más
poderoso que los anteriores y por lo tanto más cruel y más siniestro.
¿Sugiere esto que la colaboración recíproca, para arrinconar
al fascismo, entre la fortaleza proletaria y las repúblicas capitalistas
"no agresoras", significó, al fin y al cabo, un desacierto?
En absoluto. Nos enseña, por el contrario, a aprehender el meollo de
la cuestión. Que los períodos de calma y de reposo en las relaciones
de las potencias imperialistas se interrumpen abrupta y frecuentemente; que
la quiebra del equilibrio obedece a la anárquica y desigual evolución
material de aquéllas y al continuo cambio de sus fuerzas; que la rebatiña
por las colonias se impone inexorablemente y se dirime mediante la guerra,
al margen de los hipócritas oficios de los políticos de la reacción;
que el proletariado debe aprovechar las contradicciones entre sus enconados
enemigos para sacar avante y afianzar las conquistas del socialismo, y que
la dirección obrera, en ninguna circunstancia, ha de perder de vista
la naturaleza rapaz y expoliadora de los amos del capital, si no desea ahogarse
en la charca del oportunismo. Indica, igualmente, que Stalin, connotado discípulo
de Marx y Lenin, estuvo a la altura de sus responsabilidades.
La entronización de la hegemonía norteamericana constituyó
un vuelco notorio; mas hubo también otro digno de mencionarse: la generalización
del neocolonialismo, que suplanta las antiguas formas coloniales de dominio
directo de la metrópoli, por las del control indirecto, a través
de gobiernos títeres, elegidos incluso por voto popular y adornados
con todos los oropeles de la democracia burguesa. Al someter a su égida
a las naciones más atrasadas, feudales y semifeudales, y verter en
ellas las cornucopias rebosantes de dinero, el imperialismo, fuera de centuplicar
su poderío económico con las materias primas así apropiadas
y con los mercados así abiertos, propaga por doquier el modo de producción
capitalista y, sin proponérselo, esparce los gérmenes de la
rebeldía de los pueblos colonizados. Cuanto más desarrollo haya
adquirido un país y más capital nacional posea, con mayor acucia
siente los impulsos de recuperar sus riquezas, manejar sus recursos, obtener
la soberanía y disfrutar realmente de la autodeterminación.
Las poblaciones sacadas del aislamiento provinciano y puestas en contacto
con la cultura mundial ya no pueden ser tratadas, tan fácilmente, con
las herramientas medievales de sojuzgación; se requiere de otras más
sutiles y, sobre todo, más eficaces. Además, el grado de concentración
y de pujanza del monopolio llega a extremos tales en superpotencias como los
Estados Unidos, que ningún régimen burgués, por democrático
que sea, se halla exento de ver a sus funcionarios y mandatarios sobornados
por el imperialismo más pudiente, es decir, de caer bajo la subordinación
económica, mediante los contratos leoninos, las leyes elásticas
y el "serrucho"(4) tristemente célebre en Colombia.
En 1939, el capitalismo se había extendido ya por el globo entero y
hasta las sociedades más rezagadas empezaban a saber del obrero de
fábrica y de la burguesía criolla, clases permeables a las ideas
liberadoras y cuyas inquietudes bullían con la guerra, con el cómico
cuadro de la pusilanimidad de los rectores de Europa y con las intrigas de
unos aliados contra otros. Cuando De Gaulle, en medio del vendaval, caló
la determinación de Siria y el Líbano de no admitir más
por las buenas a la burocracia extranjera y de funcionar con administradores
nativos, expresó la esperanza de que aquellas colonias, después
de que "alcanzaran la independencia", todavía "tendrían
mucho que ganar y nada que perder con la presencia de Francia".(5) El
General, como colonialista consumado y ante lo inevitable, sintetiza en sus
palabras el quid del neocolonialismo: conservar en la nación saqueada
y oprimida la presencia del imperialismo saqueador y opresor, a pesar de la
independencia política de aquélla. Por supuesto que ni la Cruz
de Lorena ni De Gaulle serían los principales usufructuarios de la
nueva teoría.
Un ave de rapiña más vigorosa y joven, made in USA, se cernía
sobre los países esclavos y traía consigo el bálsamo
redentor de las reformas republicanas y el mensaje de la libertad formal,
con base en los cuales serían restañadas las heridas y erigida
otra comunidad de naciones, su propia comunidad. Mientras el lenguaje simula
innovación, el dólar americano sigue reafirmando su preponderancia
hasta configurar la divisa internacional en que obligatoriamente se tasan
los negocios. En la Carta del Atlántico, programa de guerra suscrito
por Roosevelt y Churchill, en agosto de 1941, se lee que los signatarios "respetan
el derecho de todos los pueblos a elegir la forma de gobierno bajo la cual
quieren vivir, y aspiran a que aquellos que están privados por la fuerza
de esta libertad, recuperen el derecho a la soberanía y a la autodeterminación".
De tal manera, presentándose como los portaestandarte de la democracia,
los Estados Unidos tejieron su singular sistema colonial que les permitiría,
por los cinco continentes, invertir ingentes sumas de capital, apoderarse
de los yacimientos y recursos naturales estratégicos, vender sus mercaderías
y aplastar la competencia. Muchas prebendas reporta el nuevo mecanismo a los
estranguladores de pueblos, además de la demagogia que hacen. Sus inversiones
y empresas están comúnmente al cuidado de los ejércitos
fantoches, ahorrándose los gastos de guarnición dentro de muchos
de los países sometidos. Las administraciones locales, elegidas ojalá
por sufragio, son el blanco visible de las iras populares; y cuando el desprestigio
las mina y la prudencia aconseja reemplazarlas por otras camarillas, el sistema
no sufre demasiado, porque anda igual con liberales o conservadores, oficialistas
u oposicionistas, socialdemócratas o revisionistas. Obsérvese
que la estabilidad de los gobiernos de las neocolonias marcha en proporción
inversa a la inflación, al alto costo de la vida, a la miseria de las
gentes, males causados por la insaciable voracidad de los magnates de la metrópoli.
Lo arriba descrito no significa, sin embargo, que la Casa Blanca haya renunciado
a conducirse como solían hacerlo los antiguos déspotas. Ella
también ha movilizado sus tropas y flotas por todas las latitudes,
ha invadido, ocupado y establecido bases militares en territorios ajenos;
ha asesinado, arrasado e incendiado. La democracia proimperialista, como lo
recuerda el MOIR a cada paso, no excluye el estado de sitio, el Estatuto de
Seguridad, la tortura, o el golpe cuartelario. Lo importante de entender es
que la implantación generalizada del neocolonialismo sobre las naciones
pobres y débiles cimienta la tan olvidada tesis del leninismo de que
ninguna democracia, ninguna especie republicana de gobierno, ningún
"derecho humano", impide la explotación económica
de los países por parte del imperialismo. Sólo la revolución
liberadora dirigida por el proletariado, en último término el
socialismo, interpondrá la muralla impenetrable para los ardides de
financistas y banqueros e inexpugnable para la violencia reaccionaria. El
ignorar estos principios desfiguró a un sinnúmero de partidos
comunistas, en cuya degeneración llegaron, después de la guerra,
a entonar alabanzas a Roosevelt, porque el munífico prócer se
tomaba la molestia de engatusar a los pueblos con las pláticas contrarrevolucionarias
sobre la largueza y las bondades de sus patrocinadores, el hampa de Wall Street.
Hasta aquí hemos redondeado un análisis de la fase histórica
que sirvió de telón de fondo a la Gran Guerra Patria de la URSS,
sus causas y situaciones posteriores. Desafortunadamente pasamos por alto
multitud de hechos, abultados y menudos, que hubieran venido en nuestra ayuda
para ilustrar los lineamientos centrales expuestos. En otra oportunidad será.
Respecto a este tema sí que cabe afirmar que sobra literatura. Sobre
él circulan montañas y montañas de libros, de folletos,
de artículos. Pero su abrumadora mayoría, particularmente en
un medio como el colombiano, pinta color de rosa las canalladas de los imperialistas
y no faltan los libelos justificativos de las atrocidades del nazismo. Que
la presente recopilación de los discursos de Stalin alerte a los obreros
avanzados y cultos acerca de la necesidad de no abandonar al enemigo de clase
ni una sola de las esferas de la actividad ideológica y política,
mucho menos la que concierne a las más aleccionadoras experiencias
de la lucha internacional proletaria. Los empeños seculares tras suprimir
la explotación del hombre por el hombre hállanse lejos de coronarse.
Aún no hay un campeón definitivo y el movimiento comunista encara
pruebas tan delicadas o peores que las del pasado. En menos de veinte años
las relaciones surgidas de la Segunda Guerra Mundial han sido desplazadas
por otras muy distintas. Dos cambios radicales hemos contemplado en este tiempo:
los dirigentes de la Unión Soviética abjuran de la causa de
los trabajadores, abrazando el revisionismo y transformando su Estado en un
régimen socialfascista; y el imperialismo norteamericano inicia su
declinación, mientras Rusia procura afanosamente sucederle como gendarme
del planeta. La gravedad del asunto y sus repercusiones dentro de las filas
del proletariado militante son a todas luces catastróficas. Consiste
en un mayúsculo timonazo hacia atrás. No obstante, a la clase
obrera no le queda más remedio que sobreponerse al desconcierto y arrostrar
el problema con entereza, sin cobardías, decidida a derrotar la derrota,
como en tantas otras ocasiones lo ha hecho. No se pasará la vida llorando
sobre la leche derramada. Su instinto revolucionario que la impele a vencer,
no le permite resignarse a la opresión y al engaño. Mas, ¿por
dónde empezar? Antes que nada volver al marxismo-leninismo, rescatarlo
de las manos de los revisionistas y charlatanes burgueses, pues el fracaso
no es de aquél, sino de quienes lo han traicionado y continúan
usándolo de mampara.
¿Atravesamos ciertamente un período de gran retroceso? ¿Son
insólitas tales contramarchas en el acompasar social? Lenin subraya:
"Imaginar el curso de la historia como parejo y siempre hacia adelante,
sin ocasionales saltos gigantescos hacia atrás, sería no dialéctico,
no científico y teóricamente falso". (6) ¿Puede
el socialismo trastocarse en capitalismo? Proliferan al respecto las referencias
de los inmortales preceptores del proletariado. En más de un pasaje
previenen sobre los riesgos de semejante involución. En primer lugar,
la sociedad socialista solamente representa un interregno entre el capitalismo
y el comunismo, para cuya duración nadie se atrevería a fijar
una fecha, pero de seguro abarcará varias centurias. En esta época
de transición todavía no se difuminan las clases ni la lucha
de clases. Aun cuando han emergido países en donde fue eliminada la
propiedad privada de los medios de producción, en el resto de la Tierra
subsisten el capital y el imperialismo, o sea la explotación del trabajo
y la depredación de unas naciones por otras. En segundo lugar, el socialismo
no prescinde del Estado, porque el proletariado gobernante precisa de éste
para mantener aplastada a la burguesía interna, debelar sus tentativas
de restauración y defenderse de las agresiones de los capitalistas
externos. Las clases tampoco desaparecen dentro de las repúblicas emancipadas
con la simple expropiación de los explotadores y la instauración
de la dictadura de la masa laboriosa. Ahora bien, a fin de evitar el remozamiento
de los estratos burgueses, resulta indispensable una brega, más recia
y prolongada que la de la toma del Poder, para suprimir todos y cada uno de
los privilegios sociales originados en las desigualdades naturales de los
individuos, y en las diferencias entre el campo y la ciudad y entre los trabajadores
manuales e intelectuales. Si aquellos esfuerzos se descuidan, si se consienten
tales diferencias y desigualdades, si no se reprimen las conspiraciones restauradoras
de la reacción y si, por añadidura, los dignatarios del gobierno
se burocratizan, dejan de responder a los intereses de los obreros y se tornan
en zánganos con aguijón, es decir, con jurisdicción y
mando, nada raro será que el socialismo se retracte y regrese al estadio
social contrario. Así como a nivel individual o partidario se presenta
a menudo la traición y la combatimos, no existe teoría válida
para negarla a nivel del Estado. La distinción radica en que el oportunismo,
dueño del engranaje estatal, cuenta con muchísimos más
medios para distorsionar la verdad y amordazar el descontento. Y estos instrumentos
serán infinitamente superiores si se trata de la máquina soviética,
reforzada además con los respectivos poderes de los países pertenecientes
al extinto campo socialista, ahora bajo su omnímodo control. A tales
dimensiones no basta con la pura crítica para destruir a los recalcitrantes;
se requiere desafiarlos con otra fuerza equiparable, la única al alcance
de los rebeldes perseguidos: la revolución. Mao Tsetung, sistematizando
las lecciones extraídas de la etapa de la construcción socialista,
propone la imbatible fórmula de las revoluciones culturales proletarias
para precaver los timonazos hacia atrás y asegurar el progreso ininterrumpido
del socialismo bajo las condiciones de la dictadura obrera.
Tampoco debería sorprender, después de tanto insuceso, que las
gentes vaguen confusas al vaivén de las más peculiares opiniones.
Unas se consumen en la frustración al ver a los autodenominados fortines
socialistas comportarse cual los viejos imperios, trasladando tropas de ocupación
a naciones pequeñas y menesterosas; otras aceptan resignadas que aquéllos
se sacudan las crisis económicas en forma bastante parecida a las de
las sociedades regentadas por el capital. Semejantes opiniones optan por el
total escepticismo, en la creencia de que los comunistas fracasaron también
y que la especie se encuentra fatalmente sentenciada a tolerar los goces del
rico Epulón, a costa de los pesares del pobre Lázaro. Contra
tales tendencias habremos de esclarecer cómo la conducta de los socialimperialistas
y sus agentes nada guarda en común con la revolución proletaria
y las prédicas del marxismo. Algunos conceptúan que las repúblicas
socialistas están autorizadas a imitar las prácticas filibusteras
de los monopolios capitalistas, con tal de que apresuren el proceso revolucionario,
y aunque los soviéticos, de contera, se engullan su parte del león
por los servicios prestados. Estos conceptos llevan el sello típico
de la propaganda mamerta, orientada a exculpar las tropelías de los
nuevos zares, con el alegato de que los soviéticos desalojan a los
gringos de sus zonas de influencia y los pueblos, así liberados, no
pueden menos que pasar al regazo materno del oso siberiano. Toda nación
que, a título de cualquier obra pía, invada y mantenga dentro
de las fronteras de otros pueblos ejércitos de ocupación, o
representa un país colonizado que recibe órdenes de amos extranjeros,
o consiste en una potencia imperialista que actúa en su propio beneficio.
El imperialismo ha sido, es y será la opresión de unas naciones
por otras. Los agresores siempre se escudan en alguna consigna atractiva para
llevar a cabo sus desmanes. En la Segunda Guerra Mundial los miembros del
Eje le ofrecían la "libertad" a la India para devorársela.
Los Estados Unidos posaban y posan de cauteladores de la "democracia"
con el objeto de ambientar sus ambiciones colonialistas. Los soviéticos
prometen el "socialismo" para instaurar su hegemonía mundial.
Pero ni la "libertad" de Hitler, ni la "democracia" de
Carter, ni el "socialismo" de Brezhnev, han de ser tomados en serio.
El marxismo-leninismo rechaza de la manera más contundente e inequívoca
todo tipo de sojuzgamiento entre los países, no sólo como una
desfiguración de la democracia en general, sino como una gran traba
que debe barrerse para hacer efectiva la unidad de los obreros de todas las
nacionalidades y despejar el porvenir a la causa socialista.
Desde 1867, los fundadores del socialismo científico, al reflexionar
sobre las consecuencias del avasallamiento de Irlanda por parte de Inglaterra,
desterraron el errático criterio de que los irlandeses habrían
de aguardar el triunfo de la revolución proletaria inglesa para favorecerse.
El asunto era completamente a la inversa. "La historia irlandesa muestra
qué desgracia es para una nación haber sojuzgado a otra. Todas
las infamias de los ingleses tienen su origen en el ámbito de Irlanda",
le escribía Engels a Marx; y éste reafirmaba: "La clase
obrera inglesa no podrá hacer nada, mientras no se desembarace de Irlanda...
La reacción inglesa, en Inglaterra, tiene sus raíces en el sometimiento
de Irlanda" (7). Al disipar el equívoco, el marxismo desentrañó
cómo los verdugos de las naciones opresoras se nutren de la expoliación
de los países sometidos; y pertrechó al proletariado con la
orientación meridiana de propugnar y garantizar la independencia y
soberanía de las naciones en provecho de su propia emancipación
de clase. En ello se fundamenta Lenin para definir la era imperialista como
la época del oportunismo. Con las migajas que les sobran del escamoteo
de las riquezas de sus colonias, los señores de la metrópoli
engordan a una élite aristocrática de trabajadores, comisionada
de las labores de zapa y de felonía entre la masa esclavizada. Derribar
la opresión nacional significa privar de su principal soporte al imperialismo
y a sus mandaderos. Por eso el acercamiento entre los países y su recíproca
solidaridad han de basarse en la pauta revolucionaria del mutuo respeto a
sus libertades y derechos.
Los revisionistas contemporáneos, siguiendo las huellas de sus predecesores,
los chovinistas de la II Internacional, se mofan del principio de la autodeterminación
de las naciones, cuya esencia reside en la facultad de cada pueblo para darse
efectiva y no verbalmente, la forma de gobierno que a bien tenga, sin presiones
externas, ni "asesores", ni "protectores" de ninguna índole.
Norma democrática que, en lugar de añejarse con los triunfos
y reveses socialistas, adquiere día a día mayor actualidad.
El papel deplorable del gobierno cubano, al suministrar a los soviéticos
tropas mercenarias para "ayudar" a la revolución angoleña,
contrasta con una infalible admonición del marxismo pero a la vez le
imprime vigencia: "Una cosa es segura: el proletariado victorioso no
puede imponer la felicidad a ningún pueblo extranjero sin comprometer
su propia victoria" (8). Desde 1975 para acá, de cincuenta a sesenta
mil soldados cubanos operan en África, pisoteando los predios de Angola,
Etiopía y otros países presididos por áulicos del socialimperialismo.
Ni pensar que la Isla del Caribe, plagada de privaciones económicas,
disponga de 1os recursos financieros suficientes para sufragar los gastos
de tan costosa empresa guerrerista. En el atolladero, el régimen de
Fidel Castro ha de depender aún más de la Unión Soviética,
duplicar las cargas a su pueblo y echar mano de los bienes de las poblaciones
africanas entregadas a su custodia.
Las aventuras expansionistas de Viet Nam, otro de los planetoides de Moscú,
que ha invadido y actualmente ocupa a Kampuchea y Lao con cientos de miles
de hombres, tras el despropósito de instalar administraciones dóciles
a sus dictados, igualmente riñen con el espíritu y la letra
del socialismo: "El proletariado que se emancipa no puede mantener guerras
coloniales" (9). Los trabajadores de ninguna lengua o región del
orbe querrían leer más el Manifiesto Comunista, entonar las
estrofas de La Internacional, o izar los rojos pendones de la revolución
socialista, si se les obliga a importar la independencia e inclinarse ante
la intromisión y las armas extranjeras. En efecto, la causa obrera
no tendría futuro alguno, si no condenáramos enérgicamente
la traición y la crueldad de los revisionistas vietnamitas, ni calificáramos
su conducta como lo que es, el desespero bárbaro y sangriento por hacer
de Indochina una avanzada de la reacción moscovita.
Y los genocidios en Afganistán, perpetrados ya no por las fuerzas expedicionarias
de los satélites de Rusia, sino directamente por su ejército
regular, son la reencarnación viva, a los 73 años, de la "política
colonial socialista", sepultada en el Congreso de la II Internacional,
en Stuttgart, y fustigada implacablemente por Lenin, como "un franco
retroceso hacia la política burguesa y la concepción del mundo
burgués, que justifica las guerras y las atrocidades coloniales"
(10). Los usurpadores del Kremlin se esconden tras el glorioso pasado de los
bolcheviques para llevar a cabo sus fechorías. La coartada de que el
lacayo de Karmal, subido en andas al trono sobre las bayonetas soviéticas,
solicita a los victimarios salvar a su patria, causa no poco estupor, por
lo cínica y descabellada. Más temprano que tarde las naciones
y los gobiernos amantes de la paz identificarán en los cabecillas de
la superpotencia de Oriente a sus agresores, y en los desafueros de ésta,
los anticipos de la próxima guerra mundial. La República Popular
China, amenazada de muerte por sus altaneros y rabiosos vecinos del Norte,
ha contribuido decisiva y masivamente, gracias a las instrucciones dadas en
vida por el camarada Mao Tsetung, al desenmascaramiento de la verdadera catadura
y de las recónditas y torvas intenciones del socialimperialismo. Desde
las populosas urbes capitalistas hasta los más apartados rincones del
planeta, donde existan obreros no inficionados por la ponzoña del revisionismo,
los incipientes núcleos revolucionarios se reorganizan para efectuar
las tareas de propaganda y esclarecimiento entre el grueso de la multitud,
preludio de la acción. Su tenacidad será recompensada. Entre
más se obstina el lobo en disfrazarse de oveja más delata su
perfidia. Cada aldea afgana arrasada convencerá a millones de personas
de que las autoridades rusas renegaron de Lenin y cambiaron de consignas,
de ideales, de moral. Las hordas invasoras, aunque sigan portando la hoz y
el martillo, símbolo de la alianza obrero-campesina y de la fraternidad
entre los pueblos; realizan una guerra injusta y en nada se parecen a los
abnegados y bravos combatientes que murieron por Stalingrado.
El mundo es demasiado grande para tomarlo preso. No hay hierro con qué
construir una cárcel de tales magnitudes, ni policías suficientes
con qué hacer efectiva la orden de captura. Todos los dementes que
en la historia se lo han propuesto terminaron en la fosa y cubiertos de oprobio.
La Unión Soviética se viene sistemáticamente alistando,
como un III Reich, para tamaño disparate. Su trabajo nacional se halla
en una alta medida militarizado. Relegó ya a los Estados Unidos en
potencia de fuego convencional y nuclear. Con las divisiones del Pacto de
Varsovia, en ventaja sobre las de la OTAN, amaga golpear a Europa, uno de
sus objetivos estratégicos capitales. En el Este tiende un gigantesco
cerco a China y acecha a Japón. Extiende sus cabezas de playa en el
Medio Oriente, Asia, África y América Latina. Sus flotas surcan
los mares braveando e intimidando. Con la enorme acumulación del material
bélico y el descuido de renglones claves de la producción, la
URSS entra en el círculo vicioso de que a mayores necesidades económicas,
mayores deseos colonialistas, los cuales, a su vez, sólo puede satisfacer
intensificando los preparativos de guerra y ocasionando más detrimento
a aquellos renglones, y así sucesivamente. En el abismo de ese despeñadero
la espera, con las fauces abiertas, la tercera conflagración mundial.
A pesar de su retroceso y de los titubeos del presidente Carter, el Chamberlain
estadinense, la superpotencia de Occidente se siente constreñida a
reaccionar en preservación de sus posesiones neocoloniales. Europa
y Japón, no obstante las debilidades manifestadas por su aliado norteamericano
y las contradicciones financieras y comerciales con éste, aprobarán
la máxima cooperación con él, ante los chantajes de Moscú,
el enemigo principal. Las naciones atrasadas del Tercer Mundo que luchan por
su cabal autodeterminación, así como los pueblos guindados a
la escarpia soviética, junto a China y al resto de las repúblicas
proletarias, forjarán, con todos los países capitalistas no
agresores, un invencible frente único contra el socialfascismo. Con
la victoria de este frente, se crearán las condiciones requeridas para
la eliminación de cualquier tipo de expoliación colonialista
y para la consolidación del socialismo. De la misma manera como el
progreso de la humanidad ha pasado siempre por encima de las peores truculencias
de las fuerzas reaccionarias, el ultimátum de la guerra nuclear tampoco
impedirá que la revolución contemporánea cumpla su cometido
de barrer de la faz de la Tierra la esclavitud entre las personas y entre
las naciones.
Después de rastrear el curso de las contradicciones que perfilaron
el panorama internacional vigente, cuán romas e ilusas se nos presentan
las invitaciones de los reformistas colombianos, marca Firmes, por ejemplo,
a que nos enclaustremos en un nacionalismo pequeñoburgués a
ultranza. Colombia de ningún modo se sustraerá a las tormentas
mundiales, y en procura de su emancipación plena habrá de tomar
su puesto al lado de las corrientes democráticas y revolucionarías,
promotoras del frente único contra el socialimperialismo. Y el proletariado
colombiano, al igual que sus camaradas de los demás países,
debe principiar por redimir, de las "academias de ciencias" oficiales,
las más aleccionadoras experiencias de los desbrozadores del comunismo;
en particular las que se refieren a los 28 años de dirección
de Stalin del primer Estado socialista que llegó a despegar, aquella
edad madura y brillante de la revolución bolchevique.
NOTAS
(1) J. Stalin, “Informe ante el XVIII Congreso del Partido sobre la
labor del Comité Central del P.C. (b) de la URSS”, 10 de marzo
de 1939, en Cuestiones del leninismo, Pekín, Ediciones en Lenguas Extranjeras,
pág. 900.
(2) J. Stalin, Correspondencia secreta de Stalin con Churchill, Attlee, Roosevelt
y Truman 1941-1945, México, D. F., Editorial Grijalbo, S. A., 1958,
pág. 373.
(3) Adolfo Hitler, discurso; Habla el Führer, Helmut Heiber, H. Von Kotze,
H. Krausnick, Barcelona, Plaza y Janés S. A. Editores, 1973, pág.
548.
(4) Serrucho: "Ganancia obtenida ilícitamente en un negocio o
asunto y que se reparte entre cada uno de los participantes, sobre todo tratándose
de funcionarios públicos". (Nuevo Diccionario de Americanismos,
Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1993, Tomo 1, pág. 371).
(5) General De Gaulle, Memorias de Guerra, Tomo II, Barcelona, Luis de Caralt
Editor, pág. 27.
(6) V. I. Lenin, "El folleto de Junius", en Obras Completas, Tomo
XXIII, Buenos Aires, Editorial Cartago, 1970, pág. 431.
(7) Tanto los apartes de Engels como los de Marx son transcritos por Lenin
en su artículo "El derecho de las naciones a la autodeterminación".
Op. cit., Tomo XXI, págs. 359 y 360.
(8) F. Engels, "Carta a Carlos Kautsky", Obras Escogidas de C. Marx
y F. Engels, Tomo III, Moscú, Editorial Progreso, 1976, pág.
508.
(9) F. Engels. Idem, pág. 508.
(10) V. 1. Lenin, El Congreso Socialista Internacional de Stungart, Idem,
Tomo XIII, pág. 86.
LOS MISTERIOS DE LA POLÍTICA INTERNACIONAL
Febrero de 1981
Editorial publicado en Tribuna Roja Nº 37, febrero de 1981.
Entre las razones aducidas por Bula y Pardo para renegar
del MOIR, a mediados de 1978, resalta la de que éste mantiene, al lado
de China, su respaldo a las fuerzas antirrevisionistas y antihegemónicas
del movimiento proletario mundial. En su carta de renuncia piden, textualmente,
"el no alineamiento real y auténtico ante los países que
se reclaman socialistas y no sólo como un postulado para un frente,
sino también para un partido, sin entender esta política como
una concesión" (1). Aunque en el fondo su deserción rubrica
el paso hacia el nacionalismo burgués, no vaya a imaginarse el lector
que nuestros dos iscariotes dejan de posar de internacionalistas. Obligados
a encubrir su felonía se precian de serlo, a tono con el oportunismo
de la época. Pero a su manera, reivindicando, como se ve, una chistosa
neutralidad "ante los países que se reclaman socialistas",
o sea, ante aquellos que invaden y masacran a otros pueblos bajo la cobertura
de la revolución, como la Unión Soviética, y aquellos
que, conforme a los principios comunistas, perseveran en la autodeterminación
de las naciones y condenan cualquier tipo de colonialismo. Además,
han "aprendido mucho" de "la revolución China, de su
partido, de sus dirigentes y especialmente del fallecido Presidente Mao"
(2); sin embargo, por los insondables vacíos de su aprendizaje, ignoran
que el marxismo-leninismo señala, con claridad meridiana, que los deberes
internacionalistas presuponen el escrupuloso respeto de los derechos de los
pueblos a darse la forma de gobierno que a bien tengan. No habrá unión
posible entre los obreros del orbe sin este requisito. Quienes fomenten la
agresión de una nación contra otra, la intromisión en
sus asuntos internos, serán unos chovinistas vulgares, así pregonen
a los cuatro vientos su amor al socialismo.
Cuba pisotea el suelo de Angola con un ejército de ocupación;
Viet Nam adelanta una guerra de exterminio contra Kampuchea y Lao dentro de
las fronteras de estos países, y Rusia, inspiradora y patrocinadora
de semejante piratería, aplasta con sus tanques a Afganistán.
Dichos ejemplos representan apenas tres de las más abominables muestras
del prospecto colonial del neofascismo soviético. Respecto de tales
vandálicos procederes sólo cabe una posición consecuente,
diáfana: desenmascarar y condenar con la máxima energía
a los sórdidos Estados que se atreven hipócritamente a confundir
la causa obrera con la rapiña de las bestias. En esas circunstancias
promover la neutralidad del Partido para la política exterior significa
simplemente darles luz verde a las atrocidades de los socialbandidos. U "ofrecer
el apoyo a las determinaciones que juzguemos correctas para el avance de la
revolución mundial" (3) determinaciones adoptadas por los países
que se "reclaman socialistas", sin distinción alguna, es
transferir al campo internacional la tristemente famosa consigna aupada por
Vieira, de "apoyar lo bueno y combatir lo malo" del nefasto cuatrienio
del mandato de hambre.
Hace unos años, para vastos sectores resultaban incomprensibles las
críticas a la enfermiza inclinación del gobierno cubano a ponerse
a las órdenes de las autoridades moscovitas. Las gentes seguían
profesando admiración a los valientes hijos de Martí, a los
que únicamente podían imaginárselos, en innumerables
episodios heroicos, derrocando Batistas y expulsando saqueadores gringos,
pero jamás en el vergonzoso papel de un David sumiso y al servicio
del nuevo Goliat. En el séptimo decenio, y aun en las postrimerías
del sexto, sobran evidencias acerca de las alteraciones regresivas de la primera
revolución socialista del Hemisferio; y en especial en los últimos
cinco años y medio, a partir del momento en que las armas de la Isla
emprenden en África la aventura colonizadora en nombre y bajo los auspicios
de la superpotencia del Este.
En vano los revisionistas y sus corifeos se empeñan en convencer de
que el operativo expedicionario sobre Angola, como lo afirma García
Márquez con candor de colegiala, "fue un acto independiente y
soberano de Cuba, y fue después y no antes de decidirlo que se hizo
la notificación correspondiente a la Unión Soviética"
(4). Basta una sola consideración. La economía de esta pequeña
república no cuenta -¡ni soñarlo!- con los ingentes recursos
que implica una movilización militar de aquella envergadura. En el
informe de Fidel Castro al II Congreso de su partido, leído el pasado
17 de diciembre, contrastan los graves traumas de la producción y el
comercio con el hecho de que más de 100.000 soldados han ido a guerrear
en el continente negro. ¿Cómo decidir soberanamente el sostenimiento
en el extranjero de tal magnitud de tropas, pagado en dólares, cuando
se reconoce una reducción vertical de las divisas, por los bajos precios
del azúcar durante el quinquenio y por el encarecimiento de los créditos
y de las mercancías importadas; cuando coinciden, junto a la crisis
financiera, calamidades naturales, como la roya, que mermó en una tercera
parte las plantaciones de la caña en 1980, el moho azul, que estropeó
al mismo tiempo cerca de un 90 por ciento de la cosecha de tabaco, y la fiebre
porcina africana que cayó sobre algunas zonas del país, y cuando
los logros que se reivindican en otros renglones no contrarrestan el desbarajuste
general creciente, ni proporcionan los saldos favorables para el sustento
de un ejército tan grande, a miles de kilómetros de su base?
Son indudablemente los soviéticos quienes equipan, adiestran y subvencionan
las huestes invasoras provenientes del Caribe. No se trata de un fenómeno
insólito. Costumbre antiquísima de los imperios ha sido la de
alistar entre los nativos de las regiones sometidas fuerzas de combate para
sus empresas bélicas. Ni por la índole, ni por los propósitos,
ni por la paga, los actuales cuerpos mercenarios cubanos, esparcidos por el
globo, se pueden comparar con los 82 patriotas del Granma que el 2 de diciembre
de 1956 desembarcaron en la provincia de Oriente, se internaron luego diezmados
en la Sierra Maestra e iniciaron una guerra de guerrillas de 25 meses, hasta
la toma de la capital. Los unos, los de hoy, reencarnan a la típica
legión fantoche que contiende ciegamente bajo una bandera extraña
y en pos de tierras y esclavos para saciar los apetitos del alto mando. Los
otros, los de ayer, constituyen el núcleo revolucionario que, con el
alma y la vida, marcha tras la liberación no simulada de su pueblo;
y la planta germina porque la semilla era autóctona y el surco estaba
abierto. No importarle la diferencia y, por el contrario, dejar entrever la
posibilidad de que las atrocidades de quienes renunciaron al marxismo-leninismo,
al internacionalismo y a la coexistencia pacífica entre regímenes
distintos coadyuven al "avance de la revolución mundial",
son estratagemas propias de la contracorriente oportunista en boga.
Nuestra ventaja estriba en los notables cambios de la situación. Los
variados y rápidos eventos, tanto de dentro como de fuera de Colombia,
cada día conceden mayor validez a los puntos de vista teóricos
y políticos promulgados por el MOIR. La fundación de nuestro
Partido, con su estampa de organización independiente y revolucionaria
del movimiento obrero, empezada a moldear en la lucha interna de 1965, oficializa
de por sí las inconciliables divergencias de principio con el revisionismo
contemporáneo. Acogimos en los puntos programáticos partidarios
las visionarias deducciones de Mao acerca del proceso degenerativo de la camarilla
gobernante de la Unión Soviética. Se sobreentiende que cuantos
solicitan la militancia, acto por demás voluntario, se hallan de acuerdo
con las directrices guías básicas, y entre ellas, desde luego,
con las que fundamentan la antagónica posición contra el socialimperialismo
soviético. Nadie conseguirá con sutilezas y suspicacias trastocar
el sentido de las cosas. En el pasado nos solidarizamos con la revolución
cubana; mas las desviaciones "foquistas" alimentadas por sus jefes
después del triunfo produjeron tropiezos de monta a la lucha independentista
de Latinoamérica, y ya, desde entonces las olas de La Habana, en ese
período con sedimentos de extrema izquierda, chocaron con los esfuerzos
encaminados a aclimatar en estas latitudes una corriente marxista-leninista
de la clase obrera. Más adelante, en 1968, las divisiones del Pacto
de Varsovia se lanzaron sobre Checoslovaquia, toque de alerta respecto de
los síntomas manifiestos de las mutaciones monstruosas del Kremlin
que, aun cuando agrietaron el llamado campo socialista, sus verdaderas incidencias
sólo se irían apreciando con el desarrollo de los acontecimientos.
Aquélla fue una hora de prueba. En un discurso plagado de imprecisiones,
vaguedades y dudas, el supremo Comandante de Cuba terció en pro del
zarpazo propinado por la metrópoli del recientemente erigido sistema
imperial. En su azoramiento admitió que en este caso la conducta soviética
"incuestionablemente entrañaba una violación de principios
legales y de normas internacionales los cuales, puesto que han servido muchas
veces de escudo a los pueblos contra las injusticias, son altamente apreciados
en el mundo". Y agregó: "Porque lo que no cabría aquí
es decir que en Checoslovaquia no se violó la soberanía del
Estado checoslovaco. Eso sería una ficción y una mentira. Y
que la violación incluso ha sido flagrante"(5). Pero se puso al
lado de los violadores, absolviéndolos con el alegato, repetido y repetido
en los últimos doce años por los revisionistas del globo entero,
de que la agresión y el sometimiento militar de un país se justifican
por la protección de los fueros del socialismo. Con tamaña lógica,
netamente imperialista, siempre habrá pretexto para intervenir. En
aquella coyuntura se trataba de retener una nación en la órbita
rusa; en los tiempos actuales, de "ayudar" a establecer la revolución
a los pueblos de Angola, Etiopía, Kampuchea, Lao, Afganistán,
etc. Que los ejércitos comunistas traspasen las fronteras, y bajo cielos
ajenos depongan los gobiernos, declaren la guerra, aplasten la insurgencia,
degüellen a las gentes, impongan el orden, cada vez que sea indispensable
"evitar una catástrofe", según otra expresión
del Primer Ministro cubano en su comparecencia del 23 de agosto de 1968. Que
se satisfagan los objetivos políticos, aunque la necesidad "viole
derechos como el de la soberanía" que, "a nuestro juicio
-concluye Castro-, tiene que ceder ante el interés más importante
de los derechos del movimiento revolucionario mundial y de la lucha de los
pueblos contra el imperialismo" (6).
El marxismo enseña a los obreros a utilizar la democracia en la brega
por su emancipación, y la supedita a ésta como un medio. Pero
entre todos los preceptos democráticos se destaca uno del cual el proletariado
jamás debe prescindir, y mucho menos el proletariado dominante de una
república socialista, si desea derrotar finalmente a sus enemigos de
clase, preservar su unidad internacionalista y salvaguardar la revolución
mundial, y ese es el de la autodeterminación de las naciones. El imperialismo
consiste en la opresión de un país sobre otros. La única
forma de vencerlo estriba en alcanzar la independencia de las regiones periféricas
sojuzgadas, con lo que se crean las condiciones para el levantamiento insurreccional
en la sede del imperio, y no al revés, en esperar a que con este estallido
se liberen las colonias. A ningún pueblo podrá obligársele
desde el exterior a que asuma la libertad y abrace la causa socialista. Propender
a cualquier tipo de expoliación nacional será imitar las prácticas
del imperialismo y contribuir a generarlo. Sin embargo, queda claro que en
1968, y virtualmente antes, los oportunistas contemporáneos, al igual
que sus antecesores de la II Internacional, borraron de su apócrifo
misal marxista el principio de la soberanía de las naciones como una
premisa irrecusable de la revolución proletaria.
Nosotros estuvimos siempre en lo cierto cuando avisamos sobre la metamorfosis
de los mandatarios de Moscú, convertidos ahora en unos zares redivivos,
más prepotentes y despiadados que los Romanov. Los dolores de cabeza
provienen de la perplejidad con que capas influyentes de los intelectuales
y segmentos avanzados de las masas han recibido la denuncia de los pasos de
cangrejo de la Rusia soviética hacia el capitalismo y la reacción.
Muy difícil aceptar de pronto que el radiante territorio libre de América
se transformó en una sombría caserna del socialimperialismo.
¡Si en Cuba no hay analfabetas como en Colombia! ¡Si allí
los instrumentos de producción son de propiedad colectiva! ¡Si
en 20 años de revolución se han remediado muchas de las injusticias
sociales heredadas! Demasiado terrible la acusación para secundarla.
"Estoy más dispuesto a creer lo que han visto mis ojos que lo
que han escuchado mis oídos" (7), nos replica el activista aferrado
a sus viejos conceptos. Está bien. En los últimos años
hemos presenciado sucesos extraordinarios, de una riqueza y velocidad tales,
que la propaganda se les rezaga y no alcanza a englobarlos a plenitud. Los
agudos problemas económicos de Cuba, originados en la dependencia de
la URSS; sus filas de cientos de miles de personas buscando la ventana del
exilio que, de ser todas delincuentes, prostitutas y homosexuales, como lo
afirma el régimen, reflejan una descomposición mayúscula
para una población tan reducida, a cuatro lustros de la victoria; el
comportamiento guerrerista de sus líderes que hacen de cipayos preferidos
del Kremlin y se asocian sin sonrojo a las matanzas ordenadas por sus amos
en la arena internacional, desde Angola contra Zaire, desde Etiopía
contra los rebeldes eritreos y contra Somalia, desde Yemen del Sur contra
Yemen del Norte e infaliblemente desde donde haya puntales soviéticos
contra quienes no se plieguen a los caprichos de los expansionistas, y la
bancarrota de su política de fingir una tonta imparcialidad en los
conflictos mundiales, con el objeto de embaucar al movimiento libertario de
los países atrasados y sometidos, siendo que nadie ignora los asfixiantes
compromisos que encadenan a la isla antillana.
Lo de Polonia no es menos instructivo. Otro astro sin luz propia y poblado
de dificultades que circunnavega en torno del emporio. La deuda externa de
esta neocolonia asciende a la fantástica cifra de 23.000 millones de
dólares, superior en más de cinco veces a lo que debe Colombia
a las agencias prestamistas extranjeras. Los protuberantes desarreglos y deficiencias
en las diversas ramas industriales la han llevado a acentuar el racionamiento
de los bienes de consumo y a padecer las hondas desavenencias entre las masas
populares y el aparato estatal. Ni los frescos relevos en la conducción
del Partido y el gobierno, ni el dejo autocrítico de los comunicados
oficiales, sofrenan el espíritu de abierta indisciplina social que
se adueñó de los altivos poloneses. Huelgas a granel anuncian
cotidianamente los despachos de prensa, lo mismo en las ciudades que en el
campo, por objetivos económicos, como el acortamiento a cinco días
de la jornada laboral, o por peticiones democráticas enrutadas a obtener
garantías para la organización y la autonomía de los
sindicatos. A lo que más ambicionan los sufridos habitantes de esta
república amordazada es a romper cuantas amarras legales los aten a
la burocracia vendida. Quebrar la influencia de la rancia y corrupta administración
sobre los trabajadores sintetiza la tarea preparatoria ineludible de todo
gran salto revolucionario; mas para ello se precisa asimismo de capacidad
y de lealtad de la dirección con los caros anhelos de los asalariados.
Hay que esperar para saber si todos estos elementos se conjugan en aquel pedazo
del globo. Por lo pronto en Moscú cunde la preocupación, no
sólo porque el clima revoltoso ha pasado de castaño a oscuro,
sino porque la tempestad amaga con extenderse y envolver a sus satélites
vecinos. La camarilla soviética ha persuadido a los inconformes de
que morigeren las reivindicaciones, atemperen los ímpetus y embozalen
el patriotismo, y los ha tratado de convencer por el método predilecto
de los explotadores que en la historia han sido: la violencia. Enormes destacamentos
de infantería, blindados y cohetes se tendieron ya en los perímetros
de Polonia, prestos a invadir a la señal indicada. De nuevo los legatarios
de Kruschev se encuentran ante la alternativa de despedazar a bayonetazos
la integridad territorial y la soberanía de un Estado puesto a su custodia.
Las repercusiones de aquellas contingencias no resultan complicadas de barruntar.
Para la Unión Soviética será imposible mantener por las
buenas la cohesión de su comunidad de naciones, vale decir, mediante
el libre entendimiento basado en la igualdad, el respeto mutuo y el beneficio
recíproco. Normas que, entre otras cosas, propugna el MOIR y recoge
el programa del Frente por la Unidad del Pueblo, debido a que compendian las
pautas mínimas capitales para un real acercamiento entre los pueblos
y unas relaciones civilizadas en el concierto internacional, muy contrarias
a las bárbaras disposiciones tradicionales del imperialismo, que levanta
su mercado exterior y su ascendiente político sobre la coacción
y el garrote contra los países pobres y débiles. Rumania tampoco
constituye un caso excepcional dentro de los brotes de insubordinación
que inquietan al socialimperialismo; desde hace rato viene exteriorizando
en una u otra forma los temores que la embargan por las tropelías de
la URSS, tanto en el terreno de la extorsión económica como
en el de la amenaza militar, de que son víctimas los autodenominados
aliados de ésta. A raíz de la descarada ocupación de
Afganistán tales roces se han incrementado inevitablemente. Hasta algunos
partidos revisionistas de Europa, tras el estupor causado por las últimas
provocaciones de sus preceptores rusos, se sienten impelidos a sugerir discrepancias
para evitar el peligro de enajenarse simpatías y aislarse súbitamente.
La raída argumentación de que la sociedad occidental y cristiana
pretende efectuar su pesca en las aguas revueltas de la otra superpotencia,
no niega el carácter regresivo de las desastradas transfiguraciones
de la Unión Soviética y sus tributarios. A la vanguardia proletaria
le corresponde barrer la cháchara referente a que el socialismo está
autorizado para recurrir a las maniobras y los procedimientos de los tiburones
del gran monopolio imperialista.
Como los insucesos internacionales los refutan a cada instante, se colige
por qué los tránsfugas invitan a que nos ocupemos preferentemente
del campanario patrio, y a que enarbolemos "el no alineamiento real y
auténtico ante los países que se reclaman socialistas",
como postulado no del frente sino del partido, sin calificarlo de concesión.
Empero, vivimos un convulsionado momento, pletórico de incidentes trascendentales
y pasajeros, pesados y livianos, serios y bufos, para que en ellos se posen
las miradas de quienes no quieren oír, y confirmen por sí mismos
cómo la dialéctica del desarrollo conlleva también los
reveses y las reversiones en la incesante puja del hombre tras el progreso
y la eliminación de la esclavitud. Desde esta perspectiva los factores
convergentes nos son más propicios que nunca. Las masas sólo
aprenden por la experiencia diaria que extraigan de la lucha de clases, y
nos sobra material didáctico para auxiliarlas a que desentrañen
la verdad, eleven su conciencia, desanden el terreno perdido y recuperen la
iniciativa en la dura lid. ¿Cómo desempeñar el papel
dirigente si nos ubicamos en el limbo, si nos resistimos a tomar bando dizque
para que no nos muñequeen y, si cuando el obrero, el campesino, o el
estudiante indaguen sobre la posición partidaria acerca de los crímenes
de la socialtraición, nosotros nos limitamos a contestar que bendeciremos
lo bueno y anatematizaremos lo malo que ocurra más allá de los
linderos criollos? Históricamente la palabreja del no alineamiento
surgió en Colombia en calidad de rechazo a la exigencia formulada por
el mamertismo de que el frente de liberación nacional habría
de definirse a favor de Cuba y su gobierno. Precisamos sin lugar a equívocos
que nuestra propuesta implica una salida de transacción, en pos de
la unidad de las fuerzas antiimperialistas. Una concesión que le hacemos
al atraso, a los acendrados sentimientos nacionalistas del pueblo colombiano,
con lo cual demostramos nuestra actitud no sectaria y el empeño democrático
que ponemos en la unión de los oprimidos contra los opresores. Pero
también con el objeto de conquistar un ambiente propicio para ir educando
paulatinamente a las inmensas mayorías en los deberes internacionalistas
de la revolución colombiana. Jamás fuimos neutrales en la polémica
del movimiento comunista contra el revisionismo contemporáneo. Hemos
condenado sin desmayos ni timideces las apostasías y villanías
de los usurpadores del poder soviético. Sumos aprietos nos han costado
la firmeza ideológica y la independencia política. Sin embargo,
los hechos, a la postre, llegan en tropel a darnos la mano. En esto radica
el cambio de la situación.
Otro elemento digno de examinarse es el fracaso de la cacareada "distensión",
mediante la cual se pretendió inculcar que por fin la especie se había
encarrilado por el sendero de la convivencia pacífica, y que los antagonismos
entre las dos superpotencias se zanjarían en los diálogos y
acuerdos bilaterales, en la emulación y cooperación dentro de
las faenas por el bienestar colectivo y en la asistencia económica
prestada a los pueblos en mora de liberarse, para arrancarlos de la miseria
y el abandono. Los armónicos contactos se consolidan al despuntar la
década del 70 y se refrendan con las visitas de Nixon a Moscú,
en mayo de 1972, y de Brezhnev a Washington, en junio de 1973. Aquella fue
la temporada de los tratados. Se firmaron para todos los gustos. Sobre medicina
y salud, protección del ambiente, viajes siderales, ciencia y técnica,
educación y arte, operaciones marítimas, comercio y, por supuesto,
restricción de armamentos. Poderosas empresas norteamericanas estrenaron
sus instalaciones en la Unión Soviética, y viceversa, comisiones
especializadas de la URSS se trasladaron a EE.UU. La luna de miel prometía
tanto que los contrayentes, ante los rumores y el nerviosismo del resto de
la audiencia mundial, aclaraban que su concordia proseguiría "sin
perjudicar en manera alguna los intereses de terceros países"(8).
La inaugurada era de la détente, como también se le bautizó,
no se circunscribía pues a prevenir únicamente la hecatombe
nuclear, sino que sus metas iban hasta la redención de las calamidades
que acongojan a la doliente humanidad, y en particular a disminuir las distancias
abismales que separan a las naciones pobres y ricas. El desprendimiento enterneció
los corazones. Emisarios de ambos bandos hablaron de entregar parte de los
gastos militares que ahorraran para la prosperidad de las populosas regiones
sujetas al coloniaje. Se propagaron innúmeras ilusiones y por doquier
retoñó el reformismo. Las seniles agrupaciones socialdemócratas
se encargarían de suministrar su partitura doctrinaria para el sainete
que al más amplio nivel principiaba a representarse. El alemán
Willy Brandt es una de las criaturas destacadas de la novísima orientación
en el escenario europeo, así como lo han sido los Molina, los Santos
Calderón, o los iscariotes, en nuestras dimensiones provincianas. No
obstante, quienes realizaban el verdadero negocio eran los revisionistas acaudillados
por el Kremlin. Las alucinaciones y el sopor producidos por el aplacamiento
inoculado a sus contradictores, les proporcionaba la atmósfera adecuada
para emprender la histriónica misión de apoderarse de la Tierra.
Lenta pero seguramente. No importa el modo, ni los programas, ni los amigos.
En Chile, ¡arriba con Allende y su retórica electoral! En Argentina,
discreto respaldo a mi general Videla, y a ratos no tan discreto. En Nicaragua
y El Salvador, con la solidaridad militante y la lucha de guerrillas. En África,
con la presencia de ejércitos regulares invasores. En Afganistán,
por medio del tiranicidio, los golpes de Estado y los pactos de protección
bélica. En el Sudeste Asiático, para reprender a Pol Pot, enmendarles
la plana a los laosianos y erigir su "federación indochina".
En Colombia, bueno, en Colombia, combinando todas las formas de lucha, desde
el cretinismo parlamentario hasta el "foquismo".
Cuando los chinos vaticinaron el chasco del apaciguamiento y destaparon que
tras el dulzor de los convenios se escondían las amargas intenciones
de los contratantes de repartirse las zonas de influencia, y que los rusos
a la larga repletarían sus faltriqueras merced a las pérdidas
de los demás, los oportunistas regaron entonces el sofisma de que Pekín
invocaba el espectro de la conflagración y la destrucción cósmicas.
¿Y qué pasó? Pues que la "distensión"
terminó siendo la estafa del siglo. A pesar de la firma del Salt I
(Tratado de Limitación de Armas Estratégicas) y de las discusiones
conciliadoras del Salt II, la carrera armamentista de la Unión Soviética
adquirió ribetes inverosímiles y aventajó con mucho a
su inmediato rival. Se calcula que en 1971 las dos superpotencias se hallaban
ya equiparadas en cuanto al monto de sus presupuestos de guerra, pero sólo
entre 1973 y 1978 las inversiones de la URSS en esta esfera superaron a las
de su antagonista en cerca de 150.000 millones de dólares. Los análisis
actualizados de los expertos de diversas nacionalidades no admiten dudas.
Norteamérica suprimió el servicio militar obligatorio y a su
ejército, de pésima calidad, lo dobla el soviético, integrado
por cuatro millones y medio de hombres. Referente al poderío de fuego
convencional, el primero no le gana al segundo ni en el aire, ni en el mar,
ni en la tierra. Y el equilibrio nuclear, uno de los objetivos insistentemente
enunciados en las rondas de negociaciones, está más que roto
en provecho del socialimperialismo. La conclusión es aplastante: los
expansionistas moscovitas se valieron de la détente para articular
y perfeccionar la maquinaria bélica más mortífera de
todos los tiempos y la han echado a rodar en franco desafío. Pero esto
a su vez ha sido posible por el eclipse pronunciado de Norteamérica.
A los imperios, lo mismo que al resto de los seres, los rige un ciclo de ascenso
y de descenso; registran sus auroras y sus ocasos, nacen y mueren. El desenlace
de la Segunda Guerra Mundial condujo a los Estados Unidos al pináculo
de su esplendor. Sin embargo, a la vuelta de unos cuantos años, se
estrelló contra tres obstáculos insuperables. El uno, el parasitismo
de su propia clase dominante, cuyas alucinantes fortunas, amasadas sin mayores
diligencias, mediante la expoliación de sus dilatadísimas posesiones
coloniales, y disfrutadas indolentemente, acabaron por mellarle la inteligencia,
el empuje, hasta el extremo de engañarse con la idea de que nadie sería
capaz de atentar contra su supremacía. Nixon narra en su último
libro, por ejemplo, que en 1965, el entonces Secretario de Defensa, Robert
S. MacNamara, sustentó así las reducciones unilaterales de los
proyectos armamentistas de la Casa Blanca: "Los soviéticos han
decidido que tienen perdida la carrera cuantitativa... No hay ningún
indicio de que se estén esforzando por crear una fuerza estratégica
nuclear comparable a la nuestra"(9). Cuán confiados, y ¡cuán
miopes!, se mostraban a la sazón los mandos gringos.
El otro escollo que aguaría la fiesta del imperialismo norteamericano
estuvo a cargo de los ardores libertarios de los pueblos oprimidos, cada segundo
menos dóciles. A través de sus empréstitos y sus inversiones
aquél abona el terreno para el florecimiento del capitalismo autóctono
en sus dominios de ultramar; pero como con la concurrencia monopolista estrangula
esta evolución -despierta el deseo e impide saciarlo-, se acicatean
los enfrentamientos entre los neocolonialistas y los avasallados y se desatan
los embates del ciclón revolucionario. Miles de millones de personas,
en todas las lenguas, sindican constantemente a los magnates yanquis de horrendas
infamias. Y en Viet Nam recibirían una paliza inolvidable que desangró
el erario, desgarró la sociedad norteamericana, puso en la picota al
poder ejecutivo y dejó al descubierto los pies de barro del coloso.
Después del colapso de Indochina los Estados Unidos no volverían
a ser los mismos.
Y la tercera interceptación procede de la competencia económica
y política que los Estados desarrollados llevan a cabo contra el árbitro
de Occidente, incluida la enconada disputa de la Unión Soviética
por sustraerle regiones y naciones. No obstante los marcados brotes inflacionarios
y especulativos, la crisis dentro del sistema capitalista se va revelando
como efecto directo de la superproducción. Para Europa y el Japón
los estragos de la guerra de los cuarentas han quedado muy atrás, sepultos
en la memoria. Sus industrias, recuperadas y notablemente vigorosas, libran
con no poco éxito la pelea por el predominio en los mercados de los
cinco continentes, sin descartar siquiera la demanda de los exigentes consumidores
estadinenses. Con ello tienen que ver los balances adversos del comercio exterior
de Norteamérica, su enorme déficit fiscal y los conatos de recesión
que han aparecido en las intrincadas articulaciones de su complejo fabril.
Las dolencias de su economía se concitan para hacer totalmente desesperanzador
el proceso declinante del otrora intocable imperio; y son asimismo las más
complicadas de superar, puesto que su remedio implica tanto un choque con
las naciones del segundo mundo, de las cuales requiere para la obra común
de paralizar la expansión soviética, como un acrecentamiento
del saqueo de los países sojuzgados, con la consiguiente multiplicación
de los desbarajustes y desórdenes en sus principales bases de reserva.
¡Qué contrastes entre los goces de la efímera ascensión
y los sinsabores de la prolongada caída!
Desde el fallido abordaje a Cuba, en abril de 1961, torpemente planificado
por Eisenhower y peor ejecutado por Kennedy, que sucumbió en el mismo
momento en que los sicarios pisaron Playa Girón, hasta la risible y
estúpida operación de rescate de los rehenes norteamericanos
en acciones de la Casa Blanca han ido de tumbo en tumbo, huérfanas
de coherencia y continuidad. A medida que se propaga el caos proliferan las
fórmulas salvadoras que tan pronto se aplican se desvanecen; sube el
tono de las mutuas recriminaciones entre los responsables de la cosa pública,
y se desanuda una truculenta rebatiña por el Poder entre los grupos
monopolistas atrincherados en los dos partidos centenarios. El presidente
Kennedy perece abatido a tiros en las calles de Dallas por una conspiración
hasta el presente oculta en la penumbra y a la que por más de un indicio
aparecen enredadas dependencias de los aparatos represivos. Igual suerte corre
su hermano Robert cuando prácticamente se hallaba a las puertas de
la Oficina Oval. Johnson se ve obligado a desistir de nominarse para el otro
período presidencial a que constitucionalmente tenía derecho.
El escándalo de Watergate, sin antecedentes en Norteamérica,
sometió a la administración Nixon a la más minuciosa
y despiadada pesquisa, sacando a la superficie la podredumbre congénita
del Estado yanqui, con su pestilente carga de sucios ardides, maquinaciones
delictuosas y fehacientes testimonios de que la loada democracia americana
no desecha ninguna aberración en la consecución de sus propósitos.
En medio de la batahola y a fin de reparar en algo la deplorable velada ofrecida
a los atónitos espectadores, comenzó a prender una campaña
todavía más grotesca, casi mística, tendiente a moralizar
las costumbres del Ejecutivo, privándolo de cuanto lo afee y limándole
sus afiladas garras. A la CIA, las antenas del ogro, archifamosa por sus espeluznantes
hazañas en todos los vericuetos del planeta, se la sentó en
el banquillo de los reos y se la torturó con el acoso de que dijera
públicamente sus pecados. Había que reencontrar el sendero de
la perfección y canalizar los desmanes, esos malditos desmanes que
cubrieron de lodo la imagen bonachona de los gringos en el lejano mediodía
asiático y que tanto los desacreditaron en el cercano Santo Domingo.
Para insuflar la cruzada era menester un hombre providencial, incontaminado
de las turbias trapisondas de los mandos superiores, y lo extrajeron de un
pequeño poblado del Sur, en Georgia, un desconocido diácono
protestante de la secta bautista, el señor Jimmy Carter. Cuentan que
el emperador Calígula, en el colmo de la disolución de la Roma
esclavista, pretendió nombrar de cónsul a su caballo Incitatus.
Los norteamericanos, en los abismos de la decadencia del imperialismo estadinense,
no ungieron propiamente a un caballo con tan insignes dignidades ministeriales,
pero eligieron a un enajenado predicador para presidir los destinos de una
de las potencias más rapaces, crueles pragmáticas que hayan
existido. Él irrumpía en el escabroso tinglado de la política
con el mensaje de que Estados Unidos, para rehabilitarse, debía silenciar
la espada y desenvainar la prédica; convencer con los buenos oficios
de sus buenas intenciones al buen prójimo. Su pasión sería
dizque la paz, cuando su reino necesitaba con acucia de la guerra. Su arma,
la de la persuasión, aunque su más mortal contrincante lo persuadiese
con las armas. Su obsesión, resucitar los derechos humanos burgueses,
aun cuando el capitalismo hace casi un siglo arribó a la etapa monopolista
y ya no lucha por su revolución contra el régimen feudal, sino
contra el proletariado en nombre de la reacción, y aunque los gobiernos
títeres seudosemicuasirrepublicanos del neocolonialismo yanqui degüellen
a los pueblos para amparar el pillaje de los amos de Washington.
Tras la ocupación de Angola por los socialimperialistas, Carter avaló
las declaraciones de su embajador en las Naciones Unidas, Andrew Young, en
el sentido de que las tropas cubanas en ese país "constituyen
una fuerza estabilizadora", "mantienen el statu quo". Y complementó
así el contenido apostólico de su diplomacia: "Si logramos
que nuestra posición sea bien entendida por la comunidad internacional,
podremos lograr contrarrestar cualquier amenaza de Cuba o de la Unión
Soviética" (10). En prenda de su sinceridad aplazó la fabricación
del gigantesco misil MX, el bombardero B-1 y los nuevos modelos de submarinos
Trident, tres piezas claves del arsenal norteamericano, a sabiendas de que
sus cohetes Minuteman III no son respuesta efectiva para las ojivas nucleares
de los SS rusos, de varias numeraciones, y de que uno de éstos, el
18, sobrepasa hasta en cuarenta veces la potencia de aquéllos. Durante
los regateos del Salt II, ante la intransigencia enemiga, se inclinó
respetuoso en muchas cláusulas, como la de exonerar de las prohibiciones
del convenio al moderno avión supersónico Backfire, de la contraparte,
sin que tampoco le sirva de contención su vulnerable B-52, producido
en la década del 50. Luego de que sus coligados, los gobiernos de la
Gran Bretaña y de Alemania, miembros de la OTAN, encararon el disgusto
popular y arriesgaron su prestigio para que se asintiese al emplazamiento
en Europa Occidental de la bomba de neutrones, con la mira de vencer la aplastante
superioridad de los carros blindados del Pacto de Varsovia, Jimmy canceló
el citado proyecto, humillando y zahiriendo a sus compinches europeos. También
objetó que Japón, el socio estimable en el Extremo Oriente,
construyera plantas nucleares. Prometió desmantelar las instalaciones
del Pentágono en el exterior. Asistió, entre reticente y tolerante,
al derrocamiento de dos sayones consentidos del imperio, el Sha Mohammed Reza
Pahlevi y el general Anastasio Somoza, y, como afirmara Henry Kissinger, "se
las arregló para tener conflictos con la casi totalidad de nuestros
amigos".
No se requiere ser un genio para inferir que las circunstancias eran rotundamente
propicias para el hegemonismo soviético, que, cual los nazis en el
interregno de las dos guerras mundiales, se ha alistado febrilmente con el
acomodo de la industria a los planes bélicos y la toma meticulosa de
territorios, pasos, puertos y mares cardinales. A diferencia de Hitler, a
Brezhnev y compañía les resulta mucho más dispendioso
incubar su adefesio, no sólo porque han de trabajar intensamente en
el ámbito ideológico para trasplantar al marxismo el injerto
burgués de la "política colonial socialista", tan
acerbamente censurada por Lenin, sino porque, a pesar de todo, la fortaleza
económica y los adelantos técnicos de los viejos imperialismos
no significan factores desdeñables. Sin embargo, el Kremlin ha sabido
sacar partido de la crisis de los Estados Unidos, y desde 1975 pasó
de la sola preparación a la ofensiva militar estratégica por
el apoderamiento del mundo, sin cesar de prepararse. Con lo cómico
de la crónica del cuatrienio de Carter, ésta recoge los severos
prolegómenos de la Tercera Conflagración Universal. Las dentelladas
e intromisiones del oso ruso en África, Asia, Medio Oriente y Centroamérica
se parecen espantosamente a los preludios de la guerra del 39, patentes en
la captura de Abisinia (hoy Etiopía) por Italia, la ocupación
del norte y el centro de China por los japoneses, la intervención armada
del fascismo en España y las invasiones alemanas sobre Austria, Checoslovaquia
y Polonia.
El hostigamiento soviético acabó por sacar bruscamente del éxtasis
a los potentados de Wall Street. Sus mercados, sus suministros de materias
primas y combustible, sus inversiones, sus dólares, sus influencias,
sus réditos, ¡todo!, hasta sus existencias mismas estaban en
entredicho ¡No más formalismos, ni sermones, ni derechos humanos,
ni palomas en la Casa Blanca! ¡Jamás saldremos del purgatorio,
o pararemos en el infierno, si continuamos arrepintiéndonos de nuestras
culpas! ¡Abajo el impostor! ¡Fuera el santurrón! Y así
se efectuó el desahucio de Carter de la residencia presidencial en
medio de la indignación de los indiscutibles mandamases, los dueños
de los grandes consorcios, y, desde luego, entre las carcajadas del vulgo
profano. El triunfo de Ronald Reagan en las elecciones del 4 de noviembre
de 1980 pulverizó incluso los más alegres pronósticos
de los publicistas suyos. Contra él jugaba el prontuario de que en
el inmediato pasado la derecha había fallado al pretender anidar en
las almenas del Poder, en función de halcón feroz, y siempre
vencieron sus candidatos "blandos". No faltaron quienes le aconsejaran
al ex actor amansar el trote. No obstante, los trusts suspiraban ya por que
el imperio retornase con arrojo de gendarme a proteger sus sucursales, tal
y como éstas venían acuciándolo acá y acullá,
en sus lares contiguos y remotos. Para ello urgía curar antes al régimen
de la ceguera, la sordera y la cojera, y en especial, sacarlo de ese estado
de catalepsia en que lo sumieron los golpes y frustraciones sucesivos. En
verdad Reagan, aquella estrella enana de Hollywood, no podía inventar
ningún elíxir milagroso. Lo que hizo fue aferrarse con las uñas
a la otra táctica, a la "dura", con que la burguesía,
y particularmente la imperialista, suele remachar la esclavitud asalariada;
y lo hizo en el momento exacto, cuando los multimillonarios principiaban a
no dar ni un centavo por el reformismo y el democratismo para prevenir, bien
la expansión soviética, bien los movimientos de liberación
nacional.
Los ineludibles y crecientes embrollos económicos de la sociedad estadinense
incidieron obviamente en el duelo electoral, pero les correspondió
inclinar la balanza a las requeridas correcciones en la política imperialista
de los monopolios. El nuevo jefe de Estado no lidiará la inflación,
el desempleo, los estragos de la competencia, ni el resto de trastornos concomitantes
al modo de producción norteamericano. 0 mejor los mitigará exclusivamente
en la proporción en que garantice el desvalijamiento de los pueblos
sometidos. Mas si se le llegasen a escapar del redil las neocolonias, sea
por acción de la otra superpotencia, o por la lucha independentista
de los oprimidos, no sólo no despachará ninguno de los enredos
anotados en su agenda, sino que la situación interna se volverá
insostenible y la revolución socialista expedita. Hasta los funcionarios
encargados de la planeación en Colombia saben, por ejemplo, que el
presidente republicano no conseguirá cumplir absurdos suyos tales como
sanar el déficit fiscal, que llegó en 1980 a cerca de 60.000
millones de dólares; mientras reduce, en tres años, los impuestos
por ingresos personales hasta un 30 por ciento, e incrementa el presupuesto
del Departamento de Defensa en índices considerables. Y aunque éstos
y otros temas se agitaron para mover al electorado, el debate comicial giró
fundamentalmente en torno a la línea que le compete trazar a la Casa
Blanca para recuperar la "grandeza" de los Estados Unidos y su credibilidad
ante el mundo.
El método de preferir el derecho a la violencia, la libertad al orden,
no iba parejo con los privilegios del saqueo. Recabar de los gobiernos proyanquis
que permitan el agio de la deuda externa, el robo de los recursos naturales,
las inversiones y la oferta ruinosa de los pulpos monopolistas, la quiebra
de las industrias nativas, las alzas constantes del costo de la vida, etc.,
y a la vez exigirles que restauren la democracia clásica burguesa,
además de entrañar un cinismo inaudito, tenía el inconveniente,
confirmado hasta la saciedad, de que lejos de contribuir a la consistencia
de los lacayos, los desestabilizaba. Con el ítem de que Nene Doc, el
gorila de Haití, por más que parlotee sobre humanismo no dejará
de ser Nene Doc. Desarmarse frente al desenfreno bélico de Moscú
y embriagarse con el vodka de la "distensión" era otra necedad
que le había costado a Occidente la sustracción de unas cuantas
naciones. Reagan propuso un viraje radical y ganó apabullantemente.
Abogará primero por la represión y luego por los derechos humanos.
Patrocinará las dictaduras militares, sin exagerar la importancia de
las dictaduras civiles. Les concederá el pase a los diseños
armamentistas pospuestos por Carter, incluida la bomba de neutrones. Renegociará
el Salt II, suprimiendo las disposiciones desventajosas para USA. No consentirá
en que lo intimiden. "Hay casos en que vale la pena recurrir a la fuerza
nuclear si hace falta", corroboró su Secretario de Estado, general
Alexander Haig, en una de las sesiones de confirmación de su cargo
ante el Senado. Y para que no cupieran ambigüedades, acotó: "Hay
cosas peores que la guerra y hay cosas más importantes que la paz"
(11) ¡No detenerse ni ante la confrontación atómica!:
he ahí por lo que votó el imperialismo yanqui en los sufragios
del 4 de noviembre. Con todo lo que de teatro tengan las actuaciones de este
vaquero del celuloide, y al margen de que conserve o no el sostén de
la clase acaudalada para sus maquinaciones guerreristas, lo cierto es que
simboliza la convalecencia repentina y precaria de un sistema minado por la
decrepitud y la pusilanimidad, y sus bravuconadas de león acorralado
van a requerir más que simples rugidos para repeler el cerco letal
de los jurados adversarios del imperio. La misma administración Carter,
muy en contra de su retórica contemporizadora, tras los descalabros
cosechados hubo de rectificar muchos de sus dictámenes, preferencialmente
en el último año, a raíz de la depredación de
Afganistán por los soldados rusos. Dio luz verde para la colaboración
amistosa con ciertos regímenes de facto, apuntaló algunas bases
militares en el extranjero y redujo sus prejuicios contra los incrementos
bélicos. Todo demasiado tarde y demasiado a medias, y la decisión
de procurar suplir la debilidad con la energía había sido tomada
ya.
Los editorialistas burgueses se esmeran en minimizar el determinante papel
de los intereses colonialistas de los Estados Unidos en las sustituciones
de noviembre, y se solazan elucubrando sobre el influjo que en éstas
ejercieron los problemas domésticos de la metrópoli. Actitud
natural si se comprende que cualquier examen objetivo de las contradicciones
reales habrá de partir del reconocimiento pleno de la rivalidad irreconciliable
de las dos superpotencias por el control del orbe, y del caldeamiento de la
misma en lugar de la congelación prometida, hasta el punto de que en
35 años, desde cuando Truman arrasara Hiroshima y Nagasaki, nunca nos
vimos tan próximos al diluvio radiactivo. De generalizarse, la contienda
sería inevitablemente nuclear; y aunque los ejércitos regulares
conservan aún sus máximas prerrogativas en los conflictos limitados,
con el vertiginoso desarrollo de las armas atómicas, la guerra adoptará
modalidades muy diferentes a las acostumbradas, empezando por los riesgos
que implican y el blanco que ofrecen las grandes concentraciones de infantería.
Debido a ello, y pese a los encantos del apaciguamiento Washington proseguirá
apostando con Moscú en megatones. Se estima que con la actual correlación
de fuerzas convencionales, los rusos se demorarían menos que Hitler
en 1940 para llegar a París. Precisamente la fabricación de
la bomba de neutrones busca una compensación a dicha disparidad. La
macabra carrera no se detendrá, puesto que ambas superpotencias urgen
de un imperio para subsistir. La una tendrá que protegerlo, la otra
terminar de conquistarlo. La una va en ascenso, la otra en descenso. Mas ninguna
renunciará ni al agua ni al fuego, ni a la pólvora ni al átomo,
para arrebatar el codiciado trofeo de miles de millones de esclavos.
A la Conferencia de Seguridad y Cooperación de Europa, celebrada en
Helsinki a mediados de 1975, concurrieron más de 30 países de
los dos bloques y firmaron un "Acta Final" que sumaria la Carta
de la ONU y que recoge los cumplidos mutuos de respetar los derechos de los
demás y de no tocar lo que no es suyo. Brezhnev en aquella arrobadora
reunión puntualizó: "Nadie puede tratar de dictar a otros
pueblos la forma en que deben manejar sus asuntos internos" (12). Sin
embargo, en las postrimerías de 1979, el septuagenario jefe del Presidium
Supremo de la URSS, en un ataque de amnesia, no trató sino que comenzó
a dictar, no de fuera sino desde adentro, y a cañonazos, la forma como
el pueblo afgano ha de manejar sus asuntos internos. Cuando se convocó
en Madrid la nueva Conferencia de Seguridad y Cooperación, en noviembre
de 1980, ya los burlados próceres del Oeste imperialista no les creyeron
ni una jota a los ladinos dirigentes del Este socialimperialista. A pesar
de que los rusos calificaron de "provocaciones" los reclamos de
aquéllos, todavía insistían en distender los ánimos,
mientras hacían la digestión de Afganistán, mucho más
ahítos que cuando la deglución del banquete angoleño
o indochino. Pero el entendimiento estaba roto. La luna de miel había
concluido. Los protocolos de Helsinki eran un trapo sucio con que el Kremlin
se limpiaba las manos ensangrentadas. Y la détente una vela encendida
bajo la borrasca.
Después de repasar el curso de los acontecimientos mundiales durante
los pasados 20 años, ¿podrá alguien con más de
dos dedos de frente tomar en serio la pretensión de asumir una actitud
amorfa en relación con la índole, las intenciones y procederes
de las dos superpotencias, y con las desastrosas consecuencias que a todos
los países acarrea su desaforada disputa por el predominio universal?
¿Los desposeídos habrán de contentarse con aprobar o
desaprobar episodios esporádicos de tan trascendental contienda y comportarse
con fingida "autonomía", "sólo subordinada a
los intereses de la revolución colombiana" (13), como insisten
Bula y Pardo? Esos aires de artificiosa imparcialidad, o taimado conciliacionismo,
y que tanto impresionan a los liberales, tienden a ganar prosélitos
explotando el más cerrero nacionalismo de las capas medias de la población.
Los obreros por supuesto han de combatir en consonancia con los intereses
de la revolución colombiana; pero asimismo han de sopesar correctamente
la situación externa, con cada uno de sus aspectos e implicaciones,
y, lo proclamamos sin esguinces, supeditar su táctica también
a las necesidades de la revolución mundial. Quien no acepte este punto,
de palabra o de obra, niega de plano el internacionalismo proletario y no
pasa de ser un nacionalista más, como cualquier doctor Arellano que,
en desplante de burdo patrioterismo, utiliza el diferendo con Venezuela para
hacer fortuna electoral.
Si coincidimos en el cometido de estrechar los lazos fraternos entre las masas
laboriosas del orbe, ¿qué les planteamos a los camaradas kampucheanos
que padecen la barbarie de la ocupación vietnamita? ¿Que en
aras del socialismo admitan lo bueno y rechacen lo malo de sus verdugos? ¿Y
qué les decimos a los vietnamitas? ¿Que respaldamos o no su
"federación indochina", confeccionada con el puñal
homicida? ¿O no les decimos nada, guardando una prudente indiferencia?
Sin embargo, ¿cómo aportar al acercamiento de los pueblos si
no abordamos estos asuntos concretos, contundentes y candentes de la vida
real? El MOIR ha dado la única contestación satisfactoria a
tales interrogantes e inquietudes. A agredidos y agresores les expresamos
el mismo criterio categórico: un país que recurre a la violencia
para imponer la voluntad a otro con el pretexto de expandir el socialismo,
copia los procedimientos típicos de los grandes monopolios burgueses
y se convierte en un bastión socialimperialista, o en una avanzadilla
de éste. Por lo tanto su conducta merece el repudio total de las fuerzas
revolucionarias todas. En el "Manifiesto inaugural de la Asociación
Internacional de los Trabajadores", Carlos Marx indicaba que los obreros
han de "reivindicar que las leyes sencillas de la moral y de la justicia,
que deben presidir las relaciones entre los individuos, sean las leyes supremas
de las relaciones entre las naciones" (14). Máxima admirable.
No puede creérsele a la persona que después de vituperar a otra,
golpearla y robarla, alega haberlo hecho por motivos de amistad. Ni absolver
tampoco a la nación que diga propender a la unidad con otra mediante
la extorsión y la ocupación armada.
En el citado Manifiesto, Marx explica igualmente que arbitrariedades tales
como el apoderamiento de las montañas del Cáucaso y los asesinatos
en la "heroica Polonia", perpetradas por la Rusia zarista, el principal
baluarte de la reacción en aquella época, enseñaron a
los trabajadores a "iniciarse en los misterios de la política
internacional" (15). Las vicisitudes y atrocidades de las superpotencias
moverán al proletariado colombiano, no a enclaustrarse en un nacionalismo
falazmente ecuánime, sino a adentrarse en los enigmas de la problemática
mundial y descorrer los velos con una definida posición de clase. Descubrirán
que las penurias de la aldea natal no se hallan tan desligadas de la prosperidad
de las más fastuosas urbes del planeta. Que la carestía y la
represión del gobierno de Turbay Ayala dependen de las superganancias
de los trusts de siglas en inglés. Que la publicitada defensa de los
derechos humanos burgueses en Colombia tiene que ver con la respectiva cruzada
llevada a cabo en todo el mundo por el derrotado Jimmy Carter; y también
con las artimañas de los revisionistas que aprovechan la crisis del
imperialismo norteamericano para ganar anuencia entre las clases dominantes,
en beneficio de la hegemonía soviética. Que la renuncia de Bula
y Pardo, aunque ellos ni siquiera lo sospechen, la genera el auge de la tendencia
reformista, animada a su vez por los tejemanejes de Washington y Moscú.
Que el triunfo del señor Ronald Reagan representa un viraje importante
en la orientación estadinense, como efecto de la expansión de
la URSS y la bancarrota de la "distensión". Y que dichos
cambios están llamados a repercutir en las luchas ideológicas
y políticas de Colombia, por cuanto se recrudecerá el despotismo
del régimen vendepatria y el oportunismo se empantanará con
sus empolvadas fórmulas de la democracia oligárquica. Pero esto
ha de ser tema de otro capítulo.
NOTAS
1. Carta enviada a la Secretaría General del MOIR,
el 27 de junio de 1978, por la cual renunciaron del Partido Carlos Bula y
César Pardo. Publicada en mimeógrafo. Id.
2. Id.
3. Id.
4. Reportaje de Gabriel García Márquez, en El Espectador, enero
9 de 1977.
5. Comparecencia del Comandante Fidel Castro, del 23 de agosto de 1968. Folleto
del Departamento de versiones taquigráficas del gobierno de Cuba. Instituto
del Libro.
6. Id.
7. Walter Scott, El Talismán, Edición Obras Maestras, Barcelona,
1968, pág. 104.
8. "Principios Básicos" de las relaciones entre los Estados
Unidos de América y la Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas, Moscú, 1972. Tomado de Política Mundial Siglo
XXI. Fundación para la Nueva Democracia, Editora Guadalupe, Bogotá
1974, pág.51.
9. Richard Nixon, La verdadera guerra, pág. 181. Editorial Planeta,
Barcelona, 1980.
10. Despacho de la agencia AP. El Siglo, septiembre 20 de 1977.
11. Ambas declaraciones de Alexander Haig fueron extraídas de cables
publicados por el diario El Siglo, el 10 y el 11 de enero de 1981, respectivamente.
12. Time, agosto 11 de 1975, pág. 6.
13. Carta de Bula y Pardo citada.
14. Carlos Marx, "Manifiesto inaugural de la Asociación Internacional
de los Trabajadores", Obras Escogidas, C. Marx F. Engels, Editorial Progreso,
Moscú, 1973, Tomo II, pág. 13. 15. Id.
LA TRASCENDENCIA DE LA OSADÍA POLACA
Enero de 1982
Editorial publicado en Tribuna Roja Nº 41, enero de 1982.
Como en la edad de oro de la tenebrosa autocracia zarista
y evocando las peores horas de su atormentada historia, Polonia padece en
la actualidad la sevicia de sus verdugos modernos: los sicarios prosoviéticos
del régimen fantoche. Y como siempre, el pueblo polaco, con sus impresionantes
demostraciones de rebeldía y heroísmo, se ha hecho digno merecedor
del apoyo de los revolucionarios del globo entero.
Al filo de la medianoche del sábado 12 de diciembre, el gobierno de
Varsovia, usurpado por los militares, implantó la ley marcial y adoptó
una runfla de medidas represivas, aplicando al pie de la letra los dictados
de Moscú que desde tiempo atrás exigía mano de hierro
contra la indisciplina social y los reclamos democráticos de los obreros.
Con el objeto de aterrorizar a la ciudadanía para luego reducirla,
los decretos de emergencia van desde la ilegalización de las organizaciones
gremiales y el arresto para los instigadores de disturbios, hasta el anuncio
de pena capital contra quienes promuevan el cese de la producción en
sectores vitales. En las cárceles han parado decenas de miles de personas,
entre las que se cuentan numerosos dirigentes del sindicato Solidaridad, prohombres
de viejas administraciones destituidas y no pocos miembros del Partido Obrero
Unificado Polaco. La militarización fue total. Las tropas han allanado
las factorías, los tanques han patrullado las calles de las ciudades
y el acribillamiento de los insumisos no se ha dejado esperar. Se les interrumpió
el servicio telefónico a los particulares, se silenciaron los despachos
de la prensa no oficial y por la televisión aparecieron uniformados
en lugar de los periodistas habituales. En fin, Polonia ha sido sitiada, incomunicada
y mancillada.
Imposible predecir el rumbo concreto que tomarán en el inmediato futuro
los acontecimientos en aquel clave país de la Europa centrooriental,
con más de 35 millones de moradores. Empero, por las hondas raíces
de su desbarajuste económico, por el calado y la magnitud del combate
popular, por su ubicación geográfica, por el punto de ebullición
a que han llegado las discordias mundiales, particularmente la disputa de
las dos superpotencias, el detonante polaco está y seguirá allí,
en medio de la leonera, listo a contribuir al desencadenamiento del estallido
general. Lo que se ha incubado durante años, con la participación
decidida de millones de gentes y como fruto de la convergencia de múltiples
factores, no será extinguido con los mandamientos sanguinarios de un
ucase, o de varios. Pese a la fulminante maniobra de los esbirros y al inevitable
desconcierto que para cualquier contingente ocasiona el verse de pronto privado
de su máxima comandancia, las erguidas y valerosas respuestas de los
trabajadores han repercutido en el ámbito universal. Las cosas no marcharán
tan viento en popa para los guardianes del orden, cuando el Kremlin, no obstante
sus cínicos pronunciamientos en pro de la no intervención foránea,
ha reiterado a sus títeres la promesa de socorro militar, sin excluir
obviamente una campaña de ocupación, si la resistencia contra
la tiranía establecida coloca en peligro el corto reinado del general
Jaruzelski. Desde luego, habrá cambios en las formas de lucha y de
funcionamiento de los fortines insubordinados, los cuales ya no podrán
conspirar a plena luz del día, sostener y coordinar fácilmente
las huelgas, o efectuar esos magníficos despliegues multitudinarios
que estropearon la reputación de la burocracia lacaya. La clase obrera
deberá amoldarse a las nuevas circunstancias y reagrupar sus efectivos
disgregados violentamente. Lo que al principio el movimiento pierda en locomoción
y envergadura lo ganará en profundidad y dureza, puesto que el enemigo,
al haberse destapado tal cual, mostró los intolerables designios de
imponer su despótica voluntad, aun a costa del degüello de todos
los polacos.
De otro lado, las resonancias internacionales de los sucesos recientes de
esta nación enganchada a la coyunda soviética se palpan no sólo
en las declaraciones de condena emitidas por los Estados de Occidente, que
se acompañan con severas advertencias a los mandatarios rusos para
que se abstengan de invadir como a Checoslovaquia en 1968, sino en la contagiosa
simpatía que despiertan las proezas polacas entre los pueblos de las
diversas latitudes. A Moscú y a Washington, las capitales de las dos
más poderosas metrópolis de la Tierra, les preocupa vivamente
el desenlace de la crisis, a la que siguen y cuidan de cerca, dentro de una
encendida controversia de mutuas recriminaciones y amenazas. A la primera,
porque la salida del corral del díscolo vecino configuraría
un patrón sumamente pernicioso para el resto de sus vasallos coloniales
y asestaría un recio golpe a sus sueños de gendarme del universo.
A la segunda, porque los desarreglos y conmociones en la vasta retaguardia
de su mortal contrincante le permiten recuperar cierta iniciativa, después
de que éste le ha sustraído consecutivamente, en el transcurso
de algo más de un lustro, considerables porciones de Asia, África
y América Latina. Rusia no asistirá con los brazos cruzados
a la reducción de su área de influencia cuando de lo que se
trata es de incrementarla. Brezhnev, a semejanza de Hitler en 1939, también
está dispuesto a tentar los dioses de la guerra por Polonia, mas no
para conquistarla, para conservarla. Y Reagan, que ha dejado suficientes constancias
de su ánimo belicoso y al que lo saetean los aprietos por doquier,
no desaprovechará la oportunidad de procurar recomponer los deteriorados
negocios norteamericanos en otras partes, verbigracia Centroamérica,
recurriendo asimismo al fuego y a la intimidación. Por donde se mire,
el conflicto tiende a propagarse entre el otrora prepotente imperio yanqui,
que hoy se bate en retirada para mantener sus viejas potestades, y los redivivos
zares del Kremlin que, tras sus ambiciones de hegemonía mundial, pasaron
a la ofensiva asumiendo el papel clásico del agresor.
A los pueblos de todas las nacionalidades el crudo invierno polaco les trae
una fresca evidencia de la catadura imperialista de la Unión Soviética
y de la lamentable condición de los países sometidos a su arbitrio.
Aunque los revisionistas rusos y sus acólitos en el exterior achaquen
los desórdenes encabezados por los partidarios de Solidaridad a las
intrigas de Occidente y el caos económico a la ineptitud de algunos
exfuncionarios, la situación ha alcanzado visos tales de gravedad para
que sus genuinas causas puedan ser soslayadas con la quema de propaganda barata.
Antes que nada, la postración de Polonia origínase en los descalabros
de una economía en franco retroceso, que, además de encontrarse
escandalosamente endeudada en alrededor de 30.000 millones de dólares,
se exhibe incapaz de proveer a la población de los medios elementales
de subsistencia. La escasez, la carestía y el racionamiento, que fueron
el pan de cada día durante el último decenio, precipitan torrentes
de indignación popular que con frecuencia los órganos represivos
sofocan de manera vandálica. La inestabilidad en el mando, consecuencia
de lo anterior, constituye otra peculiaridad muy típica de este período.
Gomulka abandona el Poder luego de los cruentos choques que les costaron la
vida a 45 proletarios del puerto de Gdansk en los inicios de los años
setentas. Gierek intenta combinar el garrote con la persuasión, y su
gobierno se desploma sacudido por las movilizaciones y los paros obreros.
Kania propicia un desesperado entendimiento con los sindicatos, pero el antagonismo
entre la masa laboriosa y el régimen ya no permite conciliar las dos
posiciones, y tuvo que ceder el puesto a Jaruzelski, el comisionado de soltar
los mastines del fascismo.
Sin embargo, el trasfondo de semejante cuadro de bancarrota y de terror habrá
que indagarlo en los desastres de la sojuzgación soviética.
Los polacos, al igual que los colombianos, laboran para la opulencia de un
amo extranjero y no para su propio bienestar. La variante estriba en que sus
esquilmadores se enmascaran de "socialistas" y de adalides del "internacionalismo
proletario", con lo cual buscan embaucar y eludir las iras de los obreros
del mundo. ¿Mas qué clase de socialismo es aquel en que la planificación
estatal y las prioridades del desarrollo se determinan por las conveniencias
de otro Estado más pudiente; o en que la conformación de alianzas
o bloques económicos y militares se erige sobre la base de la "soberanía
limitada" del país pequeño, según lo demandan sin
tapujos las autoridades rusas para su comunidad de naciones cautivas? Ninguna
atracción, ningún entusiasmo provocará entre los desposeídos
del planeta ese modelo de sociedad, la metástasis polaca, que en lugar
de suprimir las lacras del coloniaje capitalista, al cabo de treinta y tantos
años de existencia las reproduce fatalmente en la anarquía y
el entrabamiento de la industria, el retraso de la agricultura, las abultadísimas
cifras de la deuda pública, el desfogue de la inflación, los
fundados rumores de la corrupción administrativa y, especialmente,
en los métodos antinacionales y antidemocráticos para resolver
las contradicciones internas y aplastar a los forjadores de la riqueza. Dichos
males se parecen demasiado al drama de las débiles repúblicas
del Tercer Mundo víctimas de los vetustos imperialismos, para ser presentados
cual un anticipo del venturoso porvenir que le espera a la humanidad emancipada
de las pesadillas de la explotación.
Resulta impostergable, entonces, señalar los motivos del retorno de
Polonia al pantanero mucho después de derrotar las hordas nazis en
1945, instaurar un gobierno de ascendencia popular y encaminarse hacia la
materialización de las metas de la revolución proletaria, entre
otras cosas porque la burguesía occidental se solaza divulgando, la
versión de que las predicciones de Marx fallaron y, gracias a ello,
ya no ejercen satánico magnetismo sobre las muchedumbres indigentes.
Si los rendimientos de la organización social de los trabajadores no
son sustancialmente mejores que el peor perjuicio del capitalismo, sobran
la más leve acerbidad en la polémica, la lucha de clases y los
costos de una transformación radical de lo existente. Dediquémonos
más bien a limar los aspectos negativos, evitar las injusticias, barrer
los excesos y desmanes del sistema que, pese a levantarse sobre el trabajo
asalariado, o la esclavitud del "hombre libre", nadie ha inventado
bajo el sol otro edén ni siquiera mencionable. Así discurren,
farisaicamente, los representantes políticos tradicionales de los explotadores,
denomínense liberales, conservadores, socialdemócratas, etc.,
favorecidos con el alevoso comportamiento de los soviéticos y sus secuaces.
Pero el socialismo no ha fracasado; lo han traicionado, que es muy distinto.
Desde los redactores del Manifiesto Comunista hasta el artífice de
la Revolución Cultural Proletaria de China, pasando por el fundador
del bolchevismo, los guías magistrales del movimiento obrero han advertido
que en la sociedad socialista, al constituir únicamente una etapa de
transición hacia la abolición de las clases y de las desigualdades
nacionales, todavía continúa la implacable pugna entre las obsoletas
facciones desprovistas del Poder y las fuerzas avanzadas que lo han obtenido;
y por ende perdura el peligro del restablecimiento de los privilegios del
pasado, a cargo de los enemigos abiertos y encubiertos, nativos y extranjeros,
de dentro y de fuera del aparato gubernamental. Durante un trayecto harto
prolongado no se sabrá quién vencerá a quién.
El proletariado ha de persistir en su dictadura, blandiendo los instrumentos
propios de la contienda política: democracia, plena democracia para
las masas trabajadoras y sus aliados, anulación de todo derecho para
la oligarquía y la reacción en general, aplastamiento de las
actividades contrarevolucionarias, respeto por la soberanía y autodeterminación
de las naciones... ¿Se puede afirmar a priori que un Estado obrero
no actuará al contrario, o no caerá en manos de los elementos
restauradores, es decir, que en vez de darle garantías al pueblo se
las otorgue a minorías parasitarias, y se convierta, a nivel internacional,
ya en una colonia expoliada, ya en un imperio expoliador? ¿Con base
en qué fundamentos teóricos o experiencias prácticas
se negaría absolutamente tal eventualidad? ¿Con el criterio
de que la historia marcha siempre hacia adelante y nunca da pie atrás?
¿Con la ingenua creencia de que los obreros, cuando aferran el timón
de un país, se inmunizan contra los intentos revanchistas y regeneradores
de sus adversarios? Al revés, la lección de los siglos refiere
que aunque las corrientes revolucionarias terminan primando a la larga, a
menudo transcurren por confusos y convulsos interregnos de reflujos y resacas.
Una de las más rotundas discrepancias del marxismo-leninismo con los
revisionistas contemporáneos consiste precisamente en que éstos
no alertan, ni reconocen, ni siquiera mientan la posibilidad de la restauración
burguesa bajo el socialismo. Para los rusos sería tanto como reconocer
sus fechorías y recabar su misma destrucción, actitud que no
van a asumir jamás.
Pues bien, Polonia, con su deprimente y frustrante espectáculo, compendia
uno de esos fenómenos de involución social de común ocurrencia.
Sus ansias de progreso tropiezan con la distribución discriminatoria
de tareas y de prioridades diseñadas por el Came, el convenio económico
impuesto a los países satélites de la Unión Soviética,
de modo análogo a como en las centurias precedentes el descuartizamiento
de su territorio y la supervivencia de los estamentos más retardatarios
de su aristocracia feudal, debidos entonces a la sojuzgación de las
potencias colindantes, asfixiaron su empuje productivo y la relegaron al atraso.
Los grilletes de la dominación foránea vuelven a ser causantes
de su penuria material. Su pueblo se halla al margen de los organismos estatales
y de nuevo han sido encumbrados los círculos menos representativos
y más holgazanes de su colectividad. La democracia pertenece otra vez
a éstos, mientras las medidas punitivas llueven sobre sus obreros,
a quienes se les prohíbe la huelga, la organización y el ejercicio
de los demás derechos. Sus gobiernos nacen y mueren a los bramidos
del Kremlin, y su suelo, hendido por las divisiones del irónicamente
bautizado Pacto de Varsovia, se torna en zona de seguridad nacional para los
hegemonistas soviéticos, a los que enceguecen las manifestaciones de
patriotismo de los millones de afiliados a Solidaridad. Sí, es del
Oriente de donde regresó el déspota, la Santa Rusia de la era
del socialismo, a reencadenar la miseria polonesa a los caprichos inapelables
del ahora también principal baluarte de la reacción europea
y mundial.
Las desfiguraciones del régimen de Polonia corresponden exactamente
a las deformidades de los renegados del comunismo de los Soviets, que desde
Kruschev acá han atrapado en sus redes y puesto en servidumbre a las
naciones que se atreven a acercárseles sin tomar las precauciones del
caso. Los dirigentes de países como Cuba y Viet Nam, a punta de actuar
de testaferros en Angola, Indochina, o en cualquier otra parte de la arena
internacional adonde los arrastra la codicia de sus señores moscovitas,
enlodaron los emblemas con que no ha mucho enardecían a las multitudes
soliviantadas y han concluido pasándoles a sus respectivos conciudadanos
las cuentas de cobro por las hazañas filibusteras. Recordemos con el
marxismo la máxima de que un pueblo que oprime a otro no es libre;
y si lo fue dejó de serlo, porque ensamblar ejércitos de asalto,
transportarlos y sostener guerras de ocupación consume inmensos recursos
que se sufragan con gravámenes abultados, excesivas jornadas, descuido
de ramas industriales, desequilibrio del mercado, bajas humanas, sacrificio
sin cuento y, finalmente, con la mordaza y el látigo, imprescindibles
para prevenir la inconformidad. Poco o nada influye que el Estado en cuestión
se moteje de democrático-popular o de socialista; igual se desgasta
políticamente, concitando sobre sí la malquerencia de sus subalternos
y el recelo cósmico. Los jerarcas de la URSS, fuera de depravar y sumir
en el infortunio a las repúblicas condenadas a su protección,
labran asimismo su propia desgracia. He ahí la moraleja de su fábula.
Navegan en un mar de inextricables contradicciones. A cada exabrupto de su
conducta socialimperialista suenan más repulsivos sus juramentos de
benefactores de la especie. Claman por la "distensión" pero
siguen extendiendo sus tentáculos letales tras lo que no les pertenece.
En Polonia exigen la masacre para no invadir y en Afganistán invaden
para masacrar; y detrás de cada una de semejantes tropelías
se encuentra, sin falta, la solicitud de una marioneta suya requiriendo la
"cooperación internacionalista". Cuando los cogen con las
manos en la masa, en flagrante delito de colonialismo, se salen frescamente
acusando a sus críticos de "bandidos contrarrevolucionarios".
Creen que engañan, mas sólo hacen el hazmerreír y se
aíslan progresivamente.
Por ello reiteramos que tales procedimientos y digresiones no se compadecen
ni con los postulados ni con los intereses de la causa obrera. Ninguna identidad
guardan con las premisas fundamentales del socialismo científico que
proscribe la más pasajera explotación entre las personas y entre
las naciones. La única forma de sacar indemne esta verdad de la prueba
histórica que afronta será proclamando a los cuatro vientos
y sin balbuceos la felonía y la farsa soviéticas. ¿Cómo
es eso de que un país socialista considere espacios ajenos cual "zonas
de seguridad" de su exclusiva incumbencia, en donde se arrogue el derecho
tiránico o el deber "revolucionario" de dictaminar el tipo
de gobierno que les viene a los habitantes del lugar, los mecanismos con que
han de dirimir las disensiones domésticas, o hasta dónde han
de llegar las reformas? ¿Las imposiciones de los amos del Kremlin al
pueblo polaco no son acaso un calco vulgar de las consabidas injerencias de
los Estados Unidos en sus neocolonias?
Si con el pretexto de "mi zona" se bendice la entronización
de Jaruzelski, ¿con qué cara se estigmatiza la ascensión
de los espoliques norteamericanos marca Pinochet? A los imperialistas siempre
les ha parecido una transgresión inaudita de las normas de convivencia
la menor intriga de las metrópolis competidoras dentro de sus esferas
de dominio, mientras califican sus propias intromisiones de dispensas naturales
y legítimas. Los socialimperialistas modernos obran idénticamente.
Según la cólera de Reagan, las maniobras de Brezhnev por adueñarse
del Caribe patentizan una infracción inconcebible del principio de
no intervención, mas no la presencia en El Salvador de unidades del
ejército estadinense que asesoran a los genocidas de la Junta Militar.
Y viceversa, para éste son inadmisibles y atentatorias de la paz mundial
las baladronadas de Washington y las plegarias de Roma con que Occidente calcula
sacar tajada de la fascistización de Polonia, pero le parece un honroso
aporte a la armonía universal su manipuleo del gobierno de Varsovia
en la noche de los cuchillos largos del 12 de diciembre. A los defensores
del movimiento comunista, tan vil e hipócritamente escarnecido por
el revisionismo contemporáneo, les compete precisar que no se acogen
a ninguno de los dos alegatos expuestos, los cuales, no obstante la acrimonia
y la desemejanza formal, no expresan más que los agudos altercados
entre ambas superpotencias por el control del orbe. La opinión esencialmente
contrapuesta, la que vela por el destino promisorio de los trabajadores de
todos los continentes y permanece fiel a las enseñanzas imperecederas
del marxismo-leninismo, parte del supuesto de que el derecho de las naciones
a la autodeterminación no es una simple fórmula ritual a la
que puedan recurrir los saqueadores para absolver sus crímenes, sino
la piedra angular del internacionalismo proletario, así como de toda
democracia y de todo socialismo verdaderos. Quien no proteste por la intromisión
de un país en los asuntos de otros, tolere la más mínima
intimidación u opresión nacional sobre un pueblo, o se comprometa
con las agresiones internacionales de determinada república, con las
razones que fueren, será un chovinista incorregible, un agente extranjero,
un revisionista adocenado, un pobre diablo, lo que sea, pero jamás
un demócrata consecuente, ni mucho menos un socialista militante.
Los partidos mamertos a menudo arman algarabía alrededor de la democracia,
que prefieren identificar con el término gaseoso de "derechos
humanos", plegándose hasta en eso a la concepción burguesa
que tiende a diluir el contenido de clase del problema y a ocultar el aspecto
central de qué fuerzas sociales poseen el Poder, y, por lo tanto, a
quiénes les concede el Estado las garantías y libertades y a
quiénes se las niega o escatima. En una dictadura proimperialista como
la colombiana las decisiones las toma la oligarquía conforme a las
pautas trazadas por los monopolios norteamericanos y en contra del querer
de las abrumadoras mayorías constreñidas, aunque se pregone
a voz en cuello que el pueblo es soberano porque sufraga en las elecciones
y disfruta de una que otra mentirosa prerrogativa. Algo similar acontece en
cualquier república, socialista o no, maniatada por presiones económicas
o chantajes de agresión y cuyos actos se aprueban previamente por gabinetes
que sesionan a kilómetros de sus fronteras. Bajo un régimen
que respira gracias a una invasión militar o a las "ayudas"
de otro, las masas laboriosas no tendrán jurisdicción y mando,
ni sus pareceres contarán para nada, así la constitución
las designe depositarias de la dictadura del proletariado. En un mundo en
el que prevalecen aún las diferencias nacionales, el primer requisito
de la democracia, no de la burguesa sino de la obrera, no la de papel sino
la real, la que empieza por desentrañar la naturaleza clasista del
Estado y pugna por la supremacía de los desvalidos sobre los desvalijadores,
descansa en la soberanía y la autodeterminación de las naciones,
que se entienden como la atribución de cada pueblo a darse el género
de gobierno que a bien tenga, sin coacciones de ninguna índole. A este
precepto se le adosa otro no menos enjundioso: el que las revoluciones no
se exportan, dependen de las condiciones específicas de cada país.
El socialismo habrá terminado su misión en la Tierra cuando
desaparezcan las clases y las disparidades nacionales, pero mientras tanto
ha de esmerarse en el cabal apuntalamiento de los soportes de la democracia.
En lo interno, amplísima participación de las masas populares
en las entidades del Estado y en sus ejecutorias, igual en las administrativas
que en las de sujeción de las minorías reaccionarias; y en lo
externo, escrupuloso acatamiento a la facultad privativa de los pueblos a
autodeterminarse soberanamente. La sociedad proletaria que se enruta hacia
la eliminación de toda represión política y hacia el
derrumbe de las murallas que parcelan a los hombres en naciones, no cristalizará
su encargo sino recurriendo a esa represión, pero a través de
su hechura más democrática, el gobierno de los trabajadores,
y permitiendo que dichas murallas nacionales alcancen su máximo apogeo
mediante la prescindencia de la menor coerción entre los países.
No hay otro modo de emprender los gloriosos cometidos de la revolución
socialista. Nada de esto tiene lugar en Polonia, en donde quienes ponen los
presos y los muertos son los operarios de las minas, de los astilleros, de
las fábricas; y los acaparadores del Poder proceden exclusivamente
de las élites cimeras del Ejército, del Partido y del Ejecutivo,
una burocracia podrida cuyos irritantes fueros emanan de su obsecuencia con
los socialimperialistas soviéticos. La libertad polaca, florecida sobre
la tumba del nazismo tras épicos esfuerzos por reunificar la patria
secularmente desmembrada, vuelve a marchitarse ante la rapiña de los
actuales depredadores, más ominosos que los antiguos, ya que disponen
a su antojo de una concentración, económica y estatal, infinitamente
superior a la que conocieron los Romanov. Rusia se ha transmutado en un imperio
en expansión, foco primario de la tercera conflagración mundial,
que no será sosegado con las aguas lustrales de los apóstoles
del apaciguamiento. A mediados de 1975 atrapó a Angola patrocinando
una expedición de mercenarios cubanos; vinieron luego Kampuchea, Lao,
Afganistán, y caerán nuevas presas, porque la fiera cebada se
hace insaciable. Sólo el alistamiento de la lucha enérgica y
mancomunada de los pueblos, de los revolucionarios, de los países no
agresores, de los portaestandartes de la coexistencia pacífica internacional,
logrará parar a los hegemonistas soviéticos.
La importancia de la resistencia de Polonia radica en que le infunde remozado
aliento al gigantesco frente de contención contra el socialimperialismo.
Hoy como ayer su gesta se entrelaza con las corrientes más progresistas
de la época. Marx y Engels consignaron en el Manifiesto: "Entre
los polacos, los comunistas apoyan al partido que ve en la revolución
agraria la condición de la libertad nacional" (1). Imitándolos,
diremos a los 134 años que nosotros también respaldamos, entre
aquellos combatientes, a quienes vean en la revolución social, en el
saneamiento de la superestructura, el rescate de la soberanía conculcada.
NOTAS
1. Carlos Marx y Federico Engels, Manifiesto del Partido Comunista, en Obras Escogidas, Tomo I, Moscú, Editorial Progreso, 1973, p. 139.
LA VIGENCIA HISTÓRICA DEL MARXISMO
Marzo de 1983
Editorial escrito por Francisco Mosquera y publicado en Tribuna Roja No 45
de marzo de 1983.
Al cumplirse el 14 de marzo cien años de la muerte
en Londres de Carlos Marx, el Partido decidió valerse de la conmemoración
para estudiar y difundir los hallazgos del genial alemán, cuyo sistema
de pensamiento, designado honoríficamente con su nombre, alumbra la
lucha emancipadora del proletariado. Con tal motivo se constituyó una
comisión para que coordinara las múltiples actividades con que
celebramos la efemérides. Entre las orientaciones impartidas por el
Comité Ejecutivo Central se destacó la de no limitar la campaña
educativa a los textos de Marx y Engels, sino ampliarla y sustentarla con
los acopios posteriores de sus principales discípulos, Lenin, Stalin
y Mao. Recomendación pertinente, pues se trata es de remarcar la trascendencia
del marxismo. ¿Y de qué modo mejor que el de empezar por reconocer
los reportes sobre los magnos transformadores sociales que debieron sus éxitos
al rigor con que interpretaron las instrucciones de aquéllos y a la
lealtad con que los defendieron?
Los ideólogos de la burguesía, ante la arrolladora ascendencia
del creador del socialismo científico, acrecida con el paso del tiempo,
lejos de ignorar sus prédicas cual lo intentaron en sus albores con
la "conspiración del silencio", ahora se empeñan en
pervertirlas, desligándolas de las "impurezas" y "atrocidades"
de sus continuadores y absorbiéndoles su savia revolucionaria. Reducir
el marxismo a las ejecutorias de los expositores del Manifiesto Comunista,
además de despojarlo de su verdadera dimensión histórica,
significaría negarle su infinita capacidad de desarrollo.
Si ha habido un método ideológico que cimiente su pujanza en
la ninguna resistencia a la evolución; en la predisposición
a ajustarse o aprovecharse de las modificaciones que traen consigo los procesos
naturales y sociales y los adelantos de las ciencias, ésa es la concepción
del mundo elaborada por Marx y Engels. No configura un dogma cerrado o acabado
al que ya nada ni nadie consigue enriquecer, o que se marchite ante la marcha
incesante de los acontecimientos. Su fundamento materialista y dialéctico
le permite mantenerse al día y a la vanguardia del combate por los
cambios en la naturaleza y la sociedad, y requiere, por ende, de las contribuciones
que de cuando en cuando efectúan los portadores del progreso de los
diversos países. Existe sólo a condición de que se innove.
De ahí el interés que muestran las capas "cultas"
para mantenerlo, contrariando su esencia, como un compendio disecado, sobre
el que suena bueno lucubrar doctoralmente, mas al que hay que anularle cualquier
incidencia creadora en los hitos de la revolución mundial, mientras
no sea para achacarle los fracasos. Pero el pleito es gratuito. Los sucesos
de aproximadamente ciento cuarenta años, desde el momento en que aquél
quedara estructurado en sus rasgos fundamentales hasta hoy, ponen de manifiesto
sus inmensas repercusiones, y que, distante de perder lozanía, se halla
cada vez más resplandeciente, más actualizado, más victorioso.
Justamente la frustración de las grandes gestaciones revolucionarias
en dicho transcurso han de abonársele a la revisión u omisión
del marxismo y no a su puntual observancia.
Los lineamientos teóricos dilucidados por los autores de La ideología
alemana comienzan a perfilarse en el período en que las masas obreras
de las naciones industrializadas de entonces ensayaban sus ataques contra
el orden burgués establecido; contra ese mismo orden tras el cual se
habían movilizado a la zaga de sus explotadores durante las rebeliones
antifeudales, y que luego, sin comprenderlo muy bien, se volvía contra
ellas y aparecía como la primera causa de su sojuzgación y la
razón última de todas sus desgracias. La "igualdad"
prometida no era más que un formalismo legal para encubrir la esclavitud
asalariada. La "libertad" estatuida garantizaba únicamente
las transacciones mercantiles del capitalismo, en las que al trabajador se
le estima cual una mercancía más. Y la tan socorrida "fraternidad",
prohibida para los desposeídos, no pasaba de ser la que brinda el dinero.
El proletariado europeo salta a la palestra en las décadas iniciales
del siglo XIX y por su cuenta y riesgo emprende los embates contra la nueva
extorsión sacralizada, pregonando con su rebeldía el asomo de
un enorme sector social que, a semejanza de los anteriores, se reservaba también
el derecho a moldear el mundo conforme a sus propias conveniencias. Con dos
diferenciaciones: una, que nunca antes se lo había propuesto ni podía
proponérselo la fuerza esclava de la sociedad; y otra, que el triunfo
suyo, la instauración de la dictadura de dicha fuerza, desembocará
en el término de todo tipo de explotación entre los hombres
y por tanto en la supresión de las clases. A Marx le corresponde la
distinción de proporcionarle el sustento a esta lucha y de dotar, a
los artífices recién surgidos, de los materiales ideológicos
indispensables con qué culminar la obra transmutatoria. El marxismo,
que no irrumpe en ninguna otra época pretérita por ausencia
de las condiciones reales que lo hicieron posible, inaugura una era entera
en la historia de la humanidad. De no haber sido del cerebro germano nacido
en Tréveris el 5 de mayo de 1818, aquellas herramientas espirituales
hubieran brotado de cualquier otro, porque toda alteración en la estructura
económica se refleja inexorablemente en las instituciones y demás
campos de la actividad social, con sus respectivos conflictos entre segmentos
de la población, bandos, dirigentes, ideas, etc., y el proletariado
de cualquier modo se habría armado y pertrechado para su justa. Esto
no lo ignoramos; pero asimismo podemos estar seguros de que la contextura
marxista en que encarnó tal necesidad histórica luce irreemplazable
por la hondura del examen, la vastedad de los temas, la belleza de la forma.
Para lograrlo Marx ha de empeñarse en el análisis del capitalismo
y probar que éste no integra la etapa definitiva sino que representa
un escalón más del desarrollo, y que, cual los precedentes,
nace y perece al cumplir su ciclo. Acaba con los sueños de la eternización
del régimen burgués, al verificar que éste, al igual
que los otros, perecerá cuando el incremento constante de las fuerzas
productivas se vea estancado por las relaciones de producción que antes
lo favorecían. Máxima ley de todos los sistemas que han prevalecido
y que bajo el capitalismo se expresa particularmente en la antítesis
entre el alto grado a que llega la socialización de la producción,
de una parte, y de la otra, la distribución anárquica y la apropiación
individual de los instrumentos y medios de la misma.
Aun cuando aquellos criterios estaban llamados a revolucionar toda la historiografía
anterior, librándola del idealismo y de la metafísica y descubriéndole
su hilo conductor con arreglo al cual se mueve, el autor de El Capital, en
lugar de pretermitir las prodigiosas conquistas del conocimiento, se apoya
en ellas y de ellas parte para erigir su edificio conceptual. En este sentido
el marxismo es fruto y semilla de lo mejor del intelecto humano, del cual
recoge cuanto fuere rescatable, desechando lo que riña con la realidad
o la falsee, y al cual le retribuye generosamente, tan sólo restringido
por las limitaciones y el penoso ascenso del saber científico. Así
como Marx fue implacable con toda superstición religiosa, filosófica
o de cualquier otra índole, recibía con gozo juvenil las revelaciones
de un Darwin, de un Morgan o de un Laplace. Hereda la dialéctica hegeliana,
pero la voltea, ya que, cual él mismo decía, se hallaba invertida,
con los pies hacia arriba, corrigiéndole su arrevesada inspiración
idealista. De Feuerbach adopta su postura materialista en la medida en que
ciertamente lo era. Y de la conjunción de estas porciones incompletas
de la filosofía alemana acopla su clarividente y armónica concepción
y su método elemental y exacto: el materialismo histórico y
dialéctico. Es la materia la que gobierna al espíritu, no al
contrario; y nada está estático sino que todo circula y se modifica
permanentemente. Marx halló que la primera necesidad de los hombres
estriba en proveer los medios con qué mantenerse y procrearse, para
lo cual han de entrar en determinadas relaciones entre sí, el piso
real que condiciona el resto de las manifestaciones sociales, como el Estado,
la política, la cultura, en suma, la superestructura de la sociedad.
Aunque las alteraciones en la base económica acarrean las mutaciones
en la superestructura, y ello sea lo principal, ésta también
evoluciona por sí misma e incide sobre aquélla, y a veces de
manera decisiva, cual sucede en los desenlaces revolucionarios. Otro tanto
pasa en la naturaleza, en donde las cosas cambian y se influencian mutuamente,
alternándose los papeles en el curso de su desenvolvimiento. Lo que
ora es efecto, luego actúa de causa y viceversa. Lo que se desempeña
como general en un contexto, en otro lo hace de particular. Lo que ayer fue
especie, mañana será familia, y así hasta el infinito.
Talla dialéctica de los procesos materiales que se reflejan en la dialéctica
del pensamiento, síntesis suprema en que, en virtud del marxismo, culminan
milenios de vigilias y divagaciones filosóficas.
Asimismo, ayudándose con el repaso crítico de la economía
política inglesa y desarrollando los ingentes esfuerzos investigativos
al respecto, el redactor en jefe de la Gaceta del Rin desentraña los
misterios del valor de uso y del valor de las mercancías como sustratos,
respectivamente, del trabajo concreto o útil y del trabajo abstracto
o social; y corre el velo al secreto de la ganancia y del enriquecimiento
del capitalista al averiguar la plusvalía y al explicar cómo
ésta no es más que la parte no retribuida del trabajo del obrero,
y que acumulada en las manos de aquél se convierte en fuente de la
fortuna y la omnipotencia de unos pocos y de la ruina y el sometimiento de
muchos. El asalariado vende su fuerza de trabajo, una mercancía cuyo
costo equivale al mantenimiento suyo y de su familia y que al usarse, o consumirse
en trabajo, crea un producto superior, con el cual se cubre dicho costo, quedando
un excedente, que es el que se embolsa el dueño de la fábrica.
A la par con la acumulación capitalista ocurren el auge constante y
acelerado de la producción, la relegación del operario por la
máquina y el descenso de la cuota de ganancia, fenómenos que
se traducen en crisis periódicas que obligan al capitalismo a suspender
drásticamente su carrera, la que reinicia de nuevo, sólo después
de que haya eliminado buena cantidad de sus fuerzas productivas con la quiebra
de las empresas y el despido de los obreros. Un modo económico que
condena a la indigencia a millones y millones de personas a tiempo que permite
la mayor eclosión de bienes; riquezas colosales que carecen de pronto
de quiénes las compren y disfruten, y muchedumbres abigarradas de hambrientos
que sucumben ante una opulencia jamás vista. Un modo económico
que tiene que sacudirse traumáticamente sus propios progresos y que
mientras más se desarrolla más evidencia la indefectibilidad
de una organización social distinta que encauce y se compadezca de
tales progresos.
Marx prohija los anhelos del socialismo francés de erradicar las arbitrariedades
que se han hecho patentes en el ordenamiento plantado sobre la explotación
burguesa. Mas le reprocha sus quimeras; sus "falansterios", bancos
proudhonianos de intercambio y demás panaceas inventadas al margen
del curso económico y de la pugna entre los antagónicos estratos
sociales; sus ilusiones de convencer a los expoliadores para que voluntariamente
se comidan a abrazar el evangelio de una virtuosa y filantrópica justicia.
Contra tan pueriles utopías socialistas intercede por un socialismo
científico, que sea la resultante natural del discurrir histórico,
la ulterior construcción orientada sobre lo legado por el capitalismo
fenecido, que se abra paso a través de la lucha de clases y distinga
en el proletariado a su beneficiario, el agente que ha de encargarse de imponerlo.
Las revoluciones del siglo XX, la rusa y la china entre ellas, refrendaron
estas soberbias deducciones, así como han ratificado, junto con los
extraordinarios avances de la ciencia en los más disímiles campos,
las certezas y la utilidad de la metodología materialista y dialéctica.
¿Y quién niega, por ejemplo, que el crac de 1930, o los trastornos
recesivos de 1970, o los de 1975, o los que en la actualidad afectan turbulentamente
a los países más desarrollados, no son una palmaria demostración
de las teorías marxistas, pese a que el capitalismo se ha trocado en
monopólico y contabiliza a su haber los incalculables recursos hurtados
a los pueblos sometidos del orbe?
UNA GUÍA PARA LA ACCIÓN
Debido a que no desciende de los reinos celestiales, como han sobrevenido
las esotéricas doctrinas que buscan en los designios divinos la clave
de las candentes incógnitas de la creación, y a que, en cambio,
germina en la tierra fértil de la realidad, de donde desarraiga sus
postulados en lugar de preconcebirlos, el marxismo engloba conclusiones, verdades
y diagnósticos aplicables a las diversas circunstancias existentes,
de los cuales nos servimos a objeto de descifrar las peculiaridades específicas
de nuestro país y de nuestra causa. Y debido también a que su
estilo investigativo exige la evaluación concreta de las condiciones
concretas y da por sentado que éstas varían de acuerdo con sus
leyes internas y sus relaciones externas, si lo esgrimimos adecuadamente,
calaremos las diferencias o analogías de Colombia con los demás
Estados y el sentido y la velocidad con que aquéllas se alteran.
Cuando en la segunda mitad de la década del sesenta rebatíamos
los embrollos de grupos camilistas que, como Golconda, apostrofaban contra
el rol dirigente del proletariado en el proceso revolucionario, no hacíamos
otra cosa que recurrir a los asertos marxistas, que confirman de qué
manera las huestes obreras crecen y se robustecen constantemente con la expansión
de la industria mientras las otras clases se descomponen sin remedio. ¿Y
qué hemos hecho cuando catalogamos a Colombia de nación neocolonial
y semifeudal que gira en la órbita del imperialismo norteamericano,
y de nueva democracia a la revolución que nos compete impulsar en esta
etapa? Pues efectuar, con la asistencia de esa "guía para la acción",
la auscultación económica de los modos de producción
prevalecientes en el país; identificar las disparidades de éste
frente a las repúblicas capitalistas desarrolladas y sus similitudes
con los pueblos del Tercer Mundo; distinguir las fuerzas sociales y discernir
exactamente sus contradictorias funciones en la brega; preservar y hallar
compatible la dirección proletaria con la naturaleza democrático-burguesa
de la revolución; captar o (¿?) inaceptable y estéril
de querer brincarse etapas y pretender prescindir subjetivamente de cierto
grado de capitalismo nacional, mientras éste cumpla aún una
misión positiva y no haya agotado su decurso; comprender que la mayor
urgencia de Colombia consiste en alcanzar la plena independencia y la cabal
soberanía, cuyo cometido requiere de la colaboración de todas
las clases, capas y sectores patrióticos y revolucionarios; prever
que el régimen democrático que instauraremos se transformará
en la sociedad socialista del futuro, y, en fin, ubicar y atender todos y
cada uno de los tópicos esenciales en los que descansa la suerte de
las masas y del Partido. Ya esto, no hace mucho, calificaban los trotskistas
colombianos de falta de originalidad o de calco mecánico, ya que admitimos
la presencia de una burguesía nacional en nuestro medio, susceptible
de aliarse con nosotros en la pelea por la liberación y contra el desvalijamiento
imperialista, lo cual coincide con lo que refiere Mao de la China de antes
de 1949. Se les ocurría exagerada postración a lo extranjero,
demasiada enajenación mental, el colmo del culto al dogma, que tomáramos
del gran timonel chino sus aseveraciones y procedimientos, en cuanto guardan
de universales, para auxiliarnos al indagar por nuestras propias características,
así como aquél los tomara de Stalin y Lenin, y éstos,
a su turno, de Marx y Engels.
Se torna gratificante recordar tales episodios en el centenario de la muerte
del director fundador de la Nueva Gaceta del Rin, porque esos mismos socialisteros
a ultranza se transmudaron posteriormente en fervorosos y cercanos compinches
de los revisionistas criollos, quienes han andado siempre tras las huellas
de las más exóticas banderías burguesas, repitiendo la
monserga liberal sobre los lunares o los dones de la democracia oligárquica
y sobre las fórmulas para recomponerla, o matizando hasta más
no poder la contraposición que media entre el régimen representativo
burgués y el popular y revolucionario que precisa Colombia y por el
cual ya vienen contendiendo valiosos y masivos sectores de la población.
Tamaña confusión y tamaño envilecimiento se han reputado
cual inteligentísima maniobra para ensamblar el frente único
y unir a los explotados y oprimidos, pero en el fondo, fuera de entregar las
riendas a la burguesía aliada y suprimir de un tajo la hegemonía
obrera en la conducción de la alianza patriótica, denotan el
vacío absoluto de una política de principios, el desprecio olímpico
por la teoría, en una palabra, el supino desconocimiento del marxismo,
junto a la más pedante, superficial y estridente agitación de
éste.
Una cosa es que de la disección que llevemos a efecto de la economía
y de la conducta de las clases saquemos el proyecto general estratégico
y táctico, y por ello advirtamos de la presencia de un fragmento burgués,
constreñido por el imperialismo y marginado del mando, al que habremos
de aproximar, facilitando su concurso con un programa democrático indicado,
y otra diametralmente distinta secundar sus opiniones retardatarias y correr
tras él, sobre todo cuando se pliega dócil a la reacción
gobernante y le da la espalda a la revolución. Entonces no queda más
disyuntiva que enmendarle la plana, impugnando sus vacilaciones e inclinaciones
inmanentes a su condición social, y romper el acuerdo, si lo hay, a
la espera de que pase la resaca y soplen los vientos benignos, el ciclón
revolucionario. Lo que se dice un viraje táctico conveniente y en el
plazo oportuno. De ello nos ocuparemos un poco más adelante. Sin embargo,
no quisiéramos concluir el asunto que estamos abordando sin agregar
algo más.
Del hecho de que en nuestro país, por su estancamiento relativo y el
vasallaje externo, subsista una pequeña y mediana producción
de tipo empresarial, tanto en la ciudad como en el campo, que urja medidas
proteccionistas y ciertas libertades para no asfixiarse ante la extorsión
de las capas monopólicas y parasitarias, y de que los representantes
de aquellas formas productivas todavía puedan contribuir económica
y políticamente a nuestro desarrollo, no se desprende que a la burguesía
y a su sistema no les haya transcurrido, y desde hace rato, su momento histórico.
El porvenir ineluctablemente ya no les pertenece. Y allí donde esta
clase, o una parte de ella, consiga justificar sus aportes, como en el caso
colombiano, su labor, con lo enjundiosa que llegue a ser, estará limitada
por sus fatales impedimentos, sus irresoluciones, su innata debilidad, su
temor a extinguirse. La gesta emancipadora la fortificará pero le espanta,
porque presiente sus riesgos. Al proletariado no es que la revolución
le convenga, así escuetamente, sino que constituye su elemento, su
modus vivendi; y entre más honda sea, entre más categóricamente
socave el antiguo orden, más realizado se verá, más íntegro
será su poder.
Engels relata cómo, en las jornadas de mediados del siglo XIX, cuando
los capitalistas estaban derribando el feudalismo y perfilando sus Estados
nacionales, el crítico del Programa de Gotha le recomienda al proletariado
-desde luego- que participe, pues con el advenimiento de la república
se eliminan todas las interferencias que obstruyen su lucha de clases; y que
apoye al destacamento burgués más consecuente y radical, pero
cuidándose de postrarse ante los halagos, o de aceptar los ofrecimientos
que le hiciere el régimen recién instalado, y resguardando celosamente
su independencia política, para no traicionarse a sí mismo.
Si esa advertencia ya era un deber indelegable de los trabajadores en las
calendas en que el capitalismo se hallaba en su curso ascensional, ¿qué
diremos hoy de nuestros acuerdos con la fracción progresista de la
burguesía, cuando el mandato revolucionario histórico de ésta
finiquitó hace casi una centuria y desde entonces se inauguró
la época de la revolución mundial proletaria? Definitivamente
los revisionistas, cual reza su apelativo, son unos renegados del marxismo.
LAS ENSEÑANZAS SOBRE LA TÁCTICA
Marx, el más glorioso apologista de la Comuna de París, mediante
una certera apreciación de las trayectorias de las revoluciones, redondea
la táctica a la que han de atenerse los obreros a fin de organizar
y preparar sus contingentes y vencer en las contiendas por su emancipación
de clase. Aunque no renuncia a las posibilidades de un derrocamiento pacífico
de la minoría opresora en condiciones muy excepcionales, aconseja emplear
la violencia para destruir la vieja máquina estatal e instaurar y mantener
la nueva. No obstante, el blandir los instrumentos propiamente insurreccionales
depende igualmente de factores económicos y políticos que en
un momento preciso precipitan los levantamientos, y no de los deseos y caprichos
de la vanguardia. Hay días subversivos y revolucionarios que equivalen
y concentran años y decenios de ricos y rápidos sucesos, al
igual que hay decenios tan pobres y lentos en que apenas si transcurren días
de historia. De esta sencilla pero penetrante observación el activista
de la revolución de 1848 concluye las pautas para distinguir la modalidad
de pelea que preferirán los paladines proletarios en las distintas
eventualidades. La mudanza de las cosas ocurre por intermedio de pausadas
evoluciones seguidas de saltos bruscos, y ambas secuencias conllevan su importancia
y se complementan recíprocamente. Durante los períodos apacibles
se debe elevar la conciencia, acrecer la fuerza y ejercitar la capacidad combativa
de los trabajadores, para que cuando lleguen las coyunturas de insurgencia
no se les escapen por falta de la madurez y de la pericia necesarias. Pero
como las masas no se educan más que con las lecciones de la experiencia
práctica, el aprendizaje habrán de acometerlo interviniendo
en los enfrentamientos de clase. La acción política es el medio
y las reivindicaciones democráticas arrancadas al enemigo las espadas
que convertirán a los noveles en expertos gladiadores. Por eso el fundador
de la Internacional, fuera de que fustiga con denuedo a Bakunin y demás
anarquistas por inducir a las mayorías apaleadas al total abstencionismo,
degradándolas moralmente, embruteciéndolas aún más,
entregándolas cual mansos rebaños a la demagógica influencia
de los portavoces del capitalismo, reprueba firmemente toda aventura que eche
a pique en un instante lo cosechado con pacientes esfuerzos, les otorgue fáciles
ventajas a los expoliadores y converja en la liquidación del movimiento.
Y Marx no fue el teórico que se imaginan muchos, enclaustrado la existencia
entera en su biblioteca y sustraído del acaecer cotidiano. Le tocó,
a la inversa, inflamar en no pocas ocasiones el ánimo bizarro de los
obreros en campaña, o incluso acudir solidariamente en socorro de alguna
jornada perdida, como cuando, después de haber prevenido al proletariado
francés respecto a un alzamiento extemporáneo, y una vez desatado,
se levantó en su respaldo, considerándolo un mal menor frente
a una capitulación sin combate, y escribiendo la más hermosa
página sobre el primer ejemplo vivo en el mundo de un gobierno, aunque
efímero, de los asalariados, la Comuna de París.
La revolución colombiana tiene indudablemente harto que aprender del
marxismo, siendo el craso desconocimiento de éste su mayor deficiencia
y su peor infortunio. Sin embargo, si se nos preguntase qué punto de
tantos merece especial prelación para estudiarse, no vacilaríamos
en señalar que los cánones tácticos encabecen la lista
de los asuntos por desenmarañar en un país en donde muchos de
quienes se declaran seguidores de los preceptos sistematizados por el padre
del comunismo, o son abates de secta, o anarquistas que se mimetizan de políticos
pero que exaltan el terror a la categoría de una profesión para
vivir de ella; o politiqueros burgueses infiltrados en las filas obreras,
que hacen de los derechos humanos, de las reformas, de los reclamos y de la
obtención de los abalorios económicos el objetivo máximo
de las aspiraciones revolucionarias; o revisionistas retobados que hablan
de la "combinación de todas las formas de lucha" para permitirse
la licencia de caer en todos los extremos del oportunismo de derecha y de
"izquierda" y eludir la responsabilidad de trazar un plan de acción
proporcionado, que defina claramente las tareas prioritarias para cada tramo
y que coadyuven en verdad a la nación y al pueblo y no a sus particularísimos
y mezquinos intereses; o son simplemente los representantes genuinos de la
vacua palabrería pequeñoburguesa que merodean por doquier pregonando
con sus desastrosos experimentos cómo se debe "agudizar la pelea",
"crear las condiciones" y "pasar siempre a la ofensiva".
Llevamos más de tres lustros de controversias contra tales descarríos
antiproletarios y antimarxistas que tanto daño les han inferido a los
trabajadores y a las masas populares en general; y, por lo que se aprecia,
todavía nos falta demasiado para erradicar semejantes enfoques nocivos
y actitudes de apurar las labores de la revolución. Cuando amagan extinguirse
bajo el peso abrumador de sus incontables descalabros, las ya envejecidas
desviaciones se reanudan de golpe, como si no hubiera sucedido nada, evidenciando
únicamente su cerril contumacia, su tajante negativa a enjuiciar y
a corregir sus errores. Una de las últimas de esas resurrecciones la
presenciamos con el bochornoso espectáculo brindado por aquellas agrupaciones
mamertas e hipomamertas, que en los comicios pasados promovieron desfachatadamente
la conciliación con las oligarquías, a muchos de cuyos exponentes
más reputados alabaron hasta la abyección por sus ofertas de
"amnistía" y de "paz", para luego proseguir en
las mismas andanzas por las cuales se vieron obligados a solicitar clamorosamente
los indultos y demás decretos pacificadores.
Por el análisis materialista precisamos que aquellas malsanas tendencias
responden sustancialmente a dos factores singulares: de un lado, con el atraso
de Colombia, perpetuado por el saqueo neocolonial del imperialismo, fluctúa
un considerable volumen de capas medias que aunque se encaminan a la bancarrota
no adquieren aún las miras del proletariado, pues a lo sumo entran
a engrosar las legiones inmensas de los cesantes, a las que el régimen
no es capaz de proporcionarles ocupación alguna; y del otro, el pernicioso
influjo de la comandancia cubana que, además de servir de muñidora
del socialimperialismo soviético, azuza y amamanta todos esos géneros
oportunistas, para lo cual dispone, con la desesperación de dichas
capas, de un caldo de cultivo insuperable. Mas por la dialéctica conocemos
que en los desvaríos y fracasos de los diversos matices del extremoizquierdismo
se gesta su contrario, el comienzo de su fin, hasta el punto de que entre
más reluzcan y mas alarde hagan de su prepotencia, más dejarán
a la intemperie sus fragilidades e incongruencias y más podrán
los destacamentos organizados de la clase obrera contrastar y hacer valer
la invencibilidad de los procederes revolucionarios.
De lo sintetizado hasta aquí se deduce otro aspecto clave, el de que
la táctica marxista no se circunscribe, para delinear sus derroteros,
a las peculiaridades del país respectivo, ni siquiera de un grupo de
países, sino que ha de sopesar la situación mundial en su conjunto,
medir la distribución de fuerzas que opera periódicamente a
la más amplia escala y percibir el sello y el rumbo determinantes de
la época de que se trate.
CAMBIOS EN LA DISTRIBUCIÓN MUNDIAL DE FUERZAS
Atrás dejamos establecido que a Marx y a su amigo Engels les tocó
actuar en un momento en que, aun cuando el proletariado ya intentaba sus duelos
contra sus contrincantes, no habían culminado las revoluciones burguesas
y a aquél le aguardaba todavía un largo proceso de paciente
preparación; su hora no sonaba aún y sus opugnadores llevaban
la batuta y estampaban la firma a los acontecimientos. En eso yacía
el rasgo sobresaliente de la situación histórica. Las fuerzas
a nivel internacional se realinderaban según la entidad y el peso de
los distintos países y de sus correlativos sectores dominantes, entre
los que descollaban la Santa Rusia como el fortín de la reacción
europea y la cerrada mancomunación de los intereses burgueses contra
la clase asalariada, que no hacían factible el triunfo obrero en una
nación, sin un estallido general, el cual nunca se dio. Tales circunstancias
condicionaban las perspectivas y el batallar revolucionarios. Abundan las
referencias de ambos estrategas al respecto, subrayando los peligros del despotismo
ruso, exhortando a golpear en el sitio y en el instante en que éste
estuviera impedido para proceder, sin concederle gratuitas o innecesarias
ganancias, y llamando a la unidad de los trabajadores del globo. "¡Proletarios
de todos los países, uníos!", como que era su consigna.
La democracia de entonces liberaba a las naciones grandes de la Europa Occidental
y se oponía acérrimamente al zarismo, que en procura de sus
torvos propósitos, derrumbaba por doquier los manes del progreso, e
impedía las aspiraciones nacionales de los pueblos pequeños
y atrasados. En su itinerario obligado, la causa obrera internacional estaba
compelida a brindar su concurso a las burguesías más osadas,
alertando sobre el engaño de los movimientos que, como el paneslavismo,
no eran más que mascarones de proa del oscurantismo ruso, y precisándose
a sí misma que la instalación de la república y la obtención
de los derechos democráticos le proporcionaría, nada más,
pero tampoco nada menos, que el terreno ideal para su gesta libertaria, la
cual exige la abolición completa de la explotación capitalista.
Con el siglo XX nace otra época. El capitalismo, que abandona la libre
competencia, llega a la fase imperialista, su fase decadente y final. Entretanto
el proletariado ocupa el lugar de adalid de la revolución mundial y
ésta adquiere su impronta socialista. Las burguesías de los
grandes Estados europeos, al cabo de un interregno de tres decenios, desde
la devastación de la Comuna de París en 1871, y en el que conforme
consolidan su poderío van perdiendo el ímpetu de la mocedad
y mellando su espíritu innovador, desalojan a Rusia de la supremacía,
con la que ahora emulan y al lado de la cual representan otras cuantas fortalezas
prioritarias de la reacción. Inician, junto a la exportación
de capitales, el apoderamiento y el despojo sistemáticos de las regiones
de ultramar, originando la rebatiña entre sí por las colonias,
puja para la que se arman tenaz y velozmente, hasta ir a parar a la conflagración
que envolvió a todo el orbe "civilizado", la hecatombe de
1914-1918. Esta implacable riña interimperialista crea los complementos,
antes inexistentes, para la irrupción del socialismo en un solo país,
tal como lo vaticina Lenin; siendo precisamente Rusia la primera en obtenerlo,
bajo la sabia orientación del partido bolchevique y cual fehaciente
prueba de los extraordinarios aciertos de sus preceptores, Marx y Engels.
Tal es el distintivo y el viento predominante de la nueva era. Los más
notorios reagrupamientos fueron: dentro de la clase obrera brota una facción
aristocrática y chovinista que se nutre de las moronas que caen del
festín de los regímenes saqueadores, y cuyas faenas piráticas
y depredadoras acolita; lo más granado de las mayorías laboriosas
persevera, con el liderazgo de los partidos marxistas, en arremeter contra
la barbarie entronizada por las metrópolis y en denunciar la proclividad
de la corriente socialtraidora, y, por último, simultáneo a
la regresión de la Europa burguesa, insurgen en Asia los movimientos
democráticos de los pueblos avasallados que despiertan al capitalismo
y se yerguen en pos de las conquistas republicanas, alentados por una burguesía
joven, cuyo más firme y voluminoso exponente son los campesinos.
De todo lo cual resulta la unidad combativa entre el socialismo de los proletarios
de los países capitalistas y la democracia revolucionaria de las naciones
colonizadas, contra la confabulación de los imperialistas y sus socios
menores, el oportunismo vendido. Lenin se basa en dichas premisas para diseñar
la táctica a seguir, insistiendo en no propiciar por ningún
motivo la carnicería bélica de ninguna de las potencias en pugna
y, antes por el contrario, propender a la guerra civil contra la provocación
armada de todos los imperialismos.
Durante la Segunda Guerra Mundial se desencadena una inusitada y singular
redistribución de los poderes enzarzados en la reyerta. Ante la imperiosa
premura de resguardar a la Unión Soviética, a la sazón
el único Estado socialista existente y principal baluarte del proletariado
internacional, que se hallaba amenazada de muerte por los delirios hegemónicos
de la Alemania hitleriana y de sus secuaces, Stalin hizo hincapié en
la distinción entre los países "agresores" y los "no
agresores" del ámbito imperialista y concitó a la conformación
del más dilatado frente contra el fascismo, llamando a reclutar no
sólo a los movimientos independentistas de las naciones subyugadas,
a los contingentes obreros de todas las latitudes, comprendido el mismo gobierno
de Moscú, y al resto de tendencias democráticas y progresistas
del planeta, sino a Estados Unirlos, a Inglaterra, al régimen francés
gaullista estatuido en el exilio y a las demás autoridades burguesas
contrapuestas al Eje. Esta precisa y justa estrategia, coincidente con las
mutaciones presentadas, hundió al nazismo, salvó a la URSS,
allanó el camino de la revolución para los cientos de millones
de pobladores de China y para los otros pueblos de Europa que abrazaron el
socialismo.
Dentro de una misma concepción nos hemos referido a dos épocas
y a los sendos diseños tácticos concernientes a tres reagrupamientos
sucesivos de las fuerzas sociales y políticas del mundo; y hemos expuesto,
grosso modo, cómo los partidos revolucionarios del proletariado obtuvieron
significativos lauros, al interpretar creadoramente las diversas variantes
y comportarse en consecuencia, ceñidos a las enseñanzas del
materialismo y de la dialéctica de Marx.
LA REGRESIÓN DE LA UNIÓN SOVIÉTICA
Y SUS REPERCUSIONES
Ahora, y para hacernos a una idea global de las vicisitudes del marxismo,
describamos la última y más trascendente reubicación
de las fichas en el tablero internacional, la cuarta en la tabla cronológica
de las modificaciones notables, que afecta, acaso como ninguna otra, a la
lucha del proletariado. De la segunda conflagración queda un panorama
destinado a desvertebrarse muy pronto: además de la URSS, que acaba
revitalizada no obstante sus inenarrables sacrificios, se liberan Polonia,
Hungría, Bulgaria, Rumania, Checoslovaquia, Albania, Yugoslavia y Alemania
Democrática, en Europa; y China, el Norte de Corea y el Norte de Viet
Nam, en Asia, articulándose lo que se bautizó el "campo
socialista". En cuanto al club de los imperialismos, Estados Unidos emerge
preponderante, indisputado y solvente, hasta el punto de que, ante el colapso
de las otras potencias, se permite el lujo de financiar la reparación
de la Europa humeante y asolada. En lo atinente a los pueblos avasallados,
aunque muchos consiguen la república, la independencia política
y otras de las libertades formales burguesas, continúan aherrojados
bajo la rapiña económica de las metrópolis, primordialmente
la norteamericana, o sea, generalízase el neocolonialismo como la modalidad
preferida del desvalijamiento internacional. A las dos décadas comienzan
a insinuarse unos vuelcos de una monta y de una incidencia inesperadas; que
hoy, al cumplirse el centenario de la desaparición corporal de Marx,
se divisan con toda nitidez y plenitud.
Con Nikita Kruschev, el Kremlin abjura del marxismo-leninismo e inicia su
tenebroso trasegar en pos de la restauración del capitalismo y por
la evocación del alma en pena de la Gran Rusia vandálica y tiránica.
Por esas ironías de la historia, la patria de Lenin, la cuna del socialismo
y el invicto campeón sobre las hordas nazis, la otrora gloriosa Unión
Soviética, vuelve a ocupar su sitio de peor foco de la reacción
y a reasir su antigua catadura de satrapía expansionista, mas desbordando
los primigenios marcos continentales del siglo pasado, para desplegar sus
intrigas diplomáticas y sus operaciones bélicas al más
anchuroso nivel cósmico, y dispuesta a superar las marcas de crueldad
y de vileza de los imperios que la han antecedido. A los Estados "socialistas"
que están bajo su tutela les extrae jugosos dividendos y los somete
a su férula política, colocándolos de correveidiles suyos
en cuanto foro internacional se convoque e inmiscuyéndolos en los asuntos
internos de los otros países, cuando no utilizándolos directamente
en sus zarpazos guerreristas, cual solían hacerlo las seniles potencias
con los pueblos de las colonias, a los que alistaban en sus ejércitos
a fin de que realizaran por ellas las faenas de exterminio. Paradigmas de
tan humillante postración son Cuba y Viet Nam, cuyos regímenes
serviles se desviven por adivinar y complacer los antojos de Moscú.
Y con las naciones pequeñas y débiles que se rehusan a entrar
en su cercado, los socialimperialistas porfían en convertirlas al "socialismo"
mediante una fría y calculada labor catequizadora adelantada a sangre
y fuego, como en Angola, Etiopía, Afganistán, Kampuchea y Lao.
En los años en que particularmente los chinos abrieron la polémica
contra el revisionismo contemporáneo, por allá a mediados de
los cincuentas, no escasos observadores miraban con aire de incredulidad los
severos enjuiciamientos y las aflictivas premoniciones sobre el curso que
iban tomando las cosas en la Unión Soviética. Al cabo de cuatro
lustros los crímenes y las infamias de las autoridades moscovitas,
desde Krushev hasta Andropov, pasando por Brezhnev, le han otorgado con creces
la razón a Mao Tsetung, quien oteó los profundos abismos adonde
conduciría a la camarilla dirigente soviética la revisión
del marxismo. Nadie refuta con certeza esta verdad de a puño, a no
ser los involucrados en la comisión de tamañas enormidades.
Y si no, ahí están las fechorías a tutiplén perpetradas
por los nuevos zares en los océanos y continentes del orbe que no nos
dejarán mentir. La viabilidad del regreso pasajero de un estadio superior
en el desarrollo a otro inferior jamás ha sido contradicha por los
materialistas dialécticos. Sin embargo, el significado y las repercusiones
de la metamorfosis ulterior de Rusia, que recurre a los procedimientos peculiares
del imperialismo abogando por un reparto del mundo a favor suyo, y de unos
Estados obreros relativamente débiles que se desdibujan, hipotecando
su soberanía y autodeterminación nacionales a una superpotencia
igualmente desfigurada, consisten en que tropezamos por prima vez con casos
de sociedades socialistas que involucionan hacia el capitalismo.
Con lo execrable del asunto, no debiera parecer tan insólito. Marx
lo engloba en sus magistrales conclusiones. El régimen socialista es
una parada transitoria aunque necesaria hacia el comunismo, que no ha verdeado
en su propia simiente, sino que ha de desenvolverse a partir de lo dejado
por el capitalismo, y, por tanto, "presenta todavía -para expresarlo
con las frases de aquél- en todos sus aspectos, en el económico,
en el moral y en el intelectual, el sello de la vieja sociedad de cuya entraña
procede".1 Pese a que elimina la apropiación individual sobre
los medios e instrumentos productivos e instituye la dictadura del proletariado,
no borra de inmediato las clases, ni la lucha de clases, ni la pequeña
producción no socializable que engendra burguesía permanentemente,
ni los conatos revanchistas y restauradores de los enemigos internos y externos.
Aun cuando acaba con la esclavitud asalariada no puede impedir que los productos
se distribuyan conforme al trabajo rendido por cada cual, norma supérstite
del derecho burgués que mantiene la desigualdad entre los operarios,
por naturaleza unos más aptos y capaces que otros y con necesidades
mayores o menores. Tampoco desarraiga de un golpe la diferencia entre la ciudad
y el campo, o la división entre los trabajadores manuales e intelectuales;
ni las propensiones burguesas de éstos, de los técnicos, del
personal calificado, las cuales se desvanecerán poco a poco y luego
de una insistente y prolongada batalla por parte de los obreros organizados
y disciplinados que ejercen el control estatal. Y si a lo anterior incorporamos
una laxitud, un descuido indolente de la vigilancia y de la lucha del proletariado,
una complaciente tolerancia con los privilegios que se vayan apostemando en
los departamentos y secciones del gobierno socialista, no será muy
difícil explicar la retrocesión, el aburguesamiento, el brinco
hacia atrás, con todas y cada una de sus nefandas consecuencias. Pero
ello, antes que rebatir a Marx, cual lo pretenden sus detractores, lo reafirma.
Lo asombroso de su tinosa percepción radica en que el socialismo tiene
sentido en la medida en que extirpe los residuos que inevitablemente quedan
de la vieja sociedad, vale decir, culmine la hazaña transformadora,
de la cual la revolución económica, emprendida con la expropiación
de los expropiadores, es apenas el primer paso de una larga travesía.
Como hay que abolir las desigualdades remanentes, completar la destrucción
de lo antiguo, y como mientras ello no se haga se chocará con la resistencia
de las clases desalojadas del mando e incluso de los otros estamentos sociales
que deban sus prerrogativas y su misma entidad a las mencionadas remanencias,
la prosecución de la empresa revolucionaria no puede prescindir de
los instrumentos coercitivos, violentos, de la dictadura del proletariado,
un régimen que difiere harto de los anteriores porque se basa en el
dominio de las mayorías y porque se va diluyendo con el incremento
de dicho dominio. En tanto no se barra de raíz las relaciones de producción
que generan las clases, no desaparecerán tampoco las relaciones sociales
que descansan en estas clases ni las ideas que brotan de aquellas relaciones
sociales; y hasta entonces las pujas entre los diversos criterios e intereses
encontrados a su turno desapuntalarán o reapuntalarán los modos
productivos sobrevivientes. Luego la pelea no se halla aún decidida
en el socialismo, y el proletariado perderá el Poder si no lo sabe
emplear en las tareas para cuya realización lo conquistó.
Aun cuando Marx esclarece el problema y Lenin lo previene con sus directrices
y sus reiteradas exhortaciones acerca de las asechanzas de la restauración,
a Mao le incumbe exponer en la práctica la cuestión de cómo
evitar que China, tan gigantesca, compleja y hasta cierto punto atrasada,
resbale otra vez al pantanero del que había salido; y ese cómo,
o modelo histórico, por él aconsejado, es la Gran Revolución
Cultural Proletaria, consistente en la sublevación de las masas, "de
manera abierta, en todos los terrenos y de abajo arriba", para recuperar
en la superestructura de la sociedad las posiciones perdidas, desalojando
de ellas a los seguidores del camino capitalista, y para consolidar las bases
económicas del socialismo empuñando la dictadura proletaria.
Y estas sublevaciones, u otras semejantes, habrán de sucederse no en
una sino en varias coyunturas, hasta cuando la nave fondee en las costas del
verdadero nuevo orden social, el orden comunista, y la humanidad deje de estar
sometida a los ciegos dictados de la economía para tornarse, por fin,
en soberana de los procesos productivos infinitamente desarrollados. Entonces
el hombre sí mandará al cuerno de la luna al Estado, a las clases
y a la política, y pasará del "gobierno sobre las personas"
a la consciente "administraci6n de las cosas".
Con lo cernido hasta aquí palpamos mejor los móviles que aguijonean
a la burguesía y al revisionismo contemporáneos en el apasionamiento
por petrificar la doctrina de Marx, por encasillarla en la época en
que vivió el polemista de La Miseria de la Filosofía, rehusándose
a confrontarla con las peripecias de un siglo y rehuyendo el trago amargo
de precisar su vigencia histórica, ante la disyuntiva de no poder ya
ignorarla. Y de ahí también nuestra interesada inquietud por
que se efectúe tal balance y se conteste sin ambages si las aportaciones
de Lenin, Stalin y Mao son o no la continuación del marxismo, y si
a éste lo refutan o no los avatares mundiales acaecidos desde su aparición.
Única forma de encarar científicamente el desafío y de
hacerlo desde el ángulo proletario, sobre todo ahora en que atravesamos
un período, convulsionado sí, pero en el que pareciera primar
la conjura por arrebatarles a los trabajadores de todas las latitudes su arma
ideológica y desmoralizarlos con los tropiezos de la revolución,
cuando el escamoteo de los principios marxistas es el origen primordial de
tales tropiezos y no la cura para superarlos.
Nos hemos extraviado de nuestro examen de la correláción de
fuerzas en el mundo actual. Retomémoslo. Indicadas quedaron las mutaciones
regresivas de la Unión Soviética y las razones que las motivaron.
Falta añadir que la amplificación de los dominios del socialimperialismo
se ha verificado fundamentalmente a costa de los Estados Unidos, que ya no
ostentan la supremacía indisputada de sus fastos de ayer y se les ve
declinar a diario, acosados además por la crisis de su sistema productivo,
la competencia económica de las secundarias pero rehabilitadas potencias
imperialistas y el movimiento de liberación nacional de las naciones
neocoloniales. Las superioridades comparativas del expansionismo soviético,
que le han otorgado la delantera en la disputa por el apoderamiento del orbe,
se resumen así: la acentuada centralización económica
y el corte marcadamente despótico del sistema de gobierno que lo exoneran
de andarse con rodeos, consultas o dilaciones entorpecedoras; la férrea
sujeción sobre las "repúblicas socialistas" pescadas
en las redes imperiales, que lo abastecen de incontables recursos económicos
y políticos para sus excursiones filibusteras; la vertiginosa adecuación
de la economía a los fines bélicos, con la cual han venido asegurando
pronunciadas ventajas tanto en los armamentos convencionales como atómicos
y amedrentando a sus adversarios con el chantaje del hundimiento universal;
la bien tejida y mantenida urdimbre de partidos mamertos que husmean por doquier,
terciando en las luchas revolucionarias de los pueblos para que éstos
cambien de grilletes, y la creencia aún difundida de que la URSS sigue
siendo la URSS y sus criminales atentados, arbitrios forzosos para afincar
el comunismo. La clase obrera ha de medir en su exacta dimensión estos
factores, junto a los otros frescos giros de la política internacional,
para hacer asimismo los ajustes apropiados a su táctica, no meramente
dentro de las fronteras de cada país sino para saber qué merece
ser respaldado o combatido en el exterior.
Hace veinte años entablábamos debates alusivos a los oscuros
nubarrones que despuntaban en el horizonte de la estepa rusa; conjeturábamos
acerca de cuál sería la réplica de los países
de la Europa Oriental libertados en la década del cuarenta, y luego,
si la invasión de 1968 a Checoslovaquia respondía o no respondía
a una urgencia del internacionalismo proletario. La situación se ha
desenvuelto con tan pasmosa celeridad que dichos conflictos, no obstante constituir
los prolegómenos del drama, son ya expedientes fallados. Checoslovaquia
no sería la única beneficiada de la "generosa" protección
soviética. Docenas de países habrían de sufrir posteriormente
el salvajismo de Moscú, o de sus testaferros, para salvarse de la barbarie
de Washington. El campo socialista se desintegró, y hoy, después
del abordaje cubano sobre Angola, en 1975, con el que el Kremlin iniciara
su ofensiva militar estratégica por la toma del planeta, existen tantos
o más territorios extranjeros ocupados por tropas invasoras que desfilan
tras los negros pendones del hegemonismo naciente del Este, que los hollados
por los ejércitos que marchan tras las amarillentas insignias de la
superpotencia declinante del Oeste. Después de más de un siglo
de fecundas experiencias recopiladas por sus preclaros pensadores, el proletariado
ha de distinguir sin titubeos al expansionismo ruso como el blanco principal
de sus ataques. En ello va implícita su recuperación al cabo
de tantas felonías. Cuando encabece, impulse, o se solidarice con las
revoluciones de los países expoliados, en procura de la cabal soberanía
y plena autodeterminación de las naciones, cual es su deber internacionalista,
tendrá que desvelarse por impedir que las revueltas contra los imperialismos
se tornen en avanzadillas de la regresión soviética, denunciando
enérgicamente las intrigas y componendas que en tal sentido gestionan
los partidos revisionistas y sus epígonos. Ante los pertinaces signos
anunciadores de la tercera conflagración mundial en la que se pondrá
en juego la supervivencia de China y de los demás Estados y movimientos
independientes y progresistas, deberá pugnar por un frente de combate
contra el socialimperialismo, tan poderoso, que basado en la recíproca
cooperación de las contiendas de los obreros internacionalistas por
el socialismo, de las gestas patrióticas de los pueblos del Tercer
Mundo y del resto de expresiones revolucionarias y democráticas del
globo, abarque a las repúblicas del Segundo Mundo y no descarte siquiera
la participación de los Estados Unidos.
Esta estrategia no podrá menos que redundar en pro de la causa del
proletariado, pues responde a las reales contradicciones del presente período.
Toma en cuenta las manifiestas flaquezas del bloque imperialista que se halla
en los umbrales de una crisis económica quizá comparable a la
de 1930, con sus zonas de influencia descompuestas, conmocionadas y reducidas
por los golpes de mano de su feroz contrincante, e impotente para recobrar
la iniciativa; y contempla también los lados fuertes de la otra superpotencia,
sus ventajas comparativas, el engaño de entrampar a las masas con el
señuelo de un falaz socialismo que se enruta taimada pero obstinadamente
a coyuntar un imperio colonialista vasto, lóbrego y sanguinario. De
otra parte, encuadra con la irresistible tendencia democrática de los
pueblos, no sólo de los países desarrollados, sino particularmente
de los que habitan las regiones rezagadas y dependientes, en donde la acción
de los capitales imperialistas ha coadyuvado a romper hasta los más
escondidos remansos de la economía natural y a promover, hasta cierto
punto, los modos capitalistas de producción, volcando a miles de millones
de seres a la retorta del mercado mundial, sacándolos del aislamiento
y despertando objetivamente sus ansias de libertad y de trato equitativo entre
las naciones. Así como de los escombros de la guerra del 14 surgió
la primera sociedad obrera y de las devastaciones de las hostilidades de los
cuarentas emergió un pequeño campo socialista y la abrumadora
mayoría de países sometidos pasó a la vida republicana,
adquiriendo los derechos democráticos formales, al sustituirse el saqueo
abierto por el encubierto, de precipitarse el estallido de la tercera conflagración,
pese a su carácter nuclear, significará el toque a rebato para
que los pueblos coronen sus revoluciones inconclusas, aun en las metrópolis,
sepulten el colonialismo económico y con él los delirios imperiales
actuales de cualquier laya. El proletariado revolucionario no se dejará
seducir por los cantos de sirena del pacifismo burgués ni se arredrará
ante los apocalípticos augurios de los belicistas soviéticos.
Al fin y al cabo los esclavos no tienen más que perder que sus cadenas.
Tienen, en cambio, un mundo por ganar, cual lo proclama el Manifiesto.
EL MARXISMO AUTÉNTICO ES ANTICOLONIALISTA
Si en algún punto habremos de poner la palanca de nuestra propaganda
para remover toda la bazofia del revisionismo contemporáneo, ese será
el de la cuestión nacional. El estilista de Las luchas de clases en
Francia de 1848 a 1850 y de El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte también
dilucidó la contradicción y la identidad existentes entre la
índole internacionalista de la brega del proletariado y los contornos
nacionales que ésta tendrá que poseer necesariamente.
Como producto histórico, la nación estriba en la confluencia
de un núcleo humano, más o menos numeroso, que se asienta en
un mismo terri¬torio, se comunica mediante un determinado idioma, lo cohesiona
una vida económica y una cultura comunes, amén de otros elementos
que ha ido compartiendo, generaciones tras generaciones; y como Estado, en
la connotación moderna del vocablo, cuaja por el apremio de la incipiente
producción burguesa de contar con su propio mercado, que unido y regido
por leyes de coactivo acatamiento, lo curen de la dispersión feudal
y lo preserven de la competencia foránea. Allá y siempre que
aquellos factores coincidieron, en la latitud Norte o Sur, en el pretérito
remoto o cercano, aparecieron los países tal cual los conocemos hoy,
con una que otra variante insustancial, si se mira el panorama globalmente,
y fueron hechura del capitalismo.
Los pueblos que no han conseguido hacer prevaler sus fueros de naciones libres
y han visto sus economías de continuo intervenidas y desfalcadas por
los negocios de los más fuertes, encuéntranse relegados en el
trayecto del progreso. Y son estos pueblos, principalmente de Asia, África
y América Latina, los que aún contienden por la soberanía
y la independencia reales, prerrequisitos de su prosperidad, porque las repúblicas
capitalistas, que arribaron hace tiempos al monopolio y no caben en sus respectivas
fronteras, expugnan las extrañas y las desvalijan. La burguesía,
en la edad senil, blasfema de las proezas de la juventud y, de orfebre de
naciones, se torna en azote de éstas.
El imperialismo, que es la máxima internacionalizaci6n del capital,
burla cuanto dique se le interponga a su despliegue y al entrelazamiento más
tupido de las relaciones mercantiles mundiales, lo que lleva a efecto por
mecanismos conculcatorios y dividiendo el orbe entre países opresores
y oprimidos. Ya anotábamos que el proletariado arranca su labor transformadora
de lo legado por el régimen que ha de aniquilar; no combate desde posiciones
más atrasadas que las de éste, sino que jala hacia adelante
el carro de la historia, sin proponerse metas subjetivas que el devenir económico
no autorice aún. Por consiguiente está de acuerdo con el incremento
de las reciprocidades de todo tipo en la esfera internacional, y propende
a la abolición completa de las desavenencias nacionales, de las barreras
fronterizas y hasta de las naciones mismas. No obstante, en contraste con
los capitalistas, media por que ello se efectúe respetando la autodeterminación
y demás derechos inalienables de los pueblos y no pisoteándolos,
y en el beneficio material y espiritual de éstos y no del selecto corro
de matones que bravuconea a diestra y siniestra por los cinco continentes.
La vía más expedita, o la única, para cumplirlo. Como
en todo, el capitalismo plantea los problemas, e incluso provee en embrión
los medios objetivos, físicos, para su solución, mas en lugar
de resolverlos, los agudiza hasta el antagonismo. Mientras más se reprima
los anhelos libertarios de quienes reclaman relaciones en pie de igualdad
entre los habitantes del planeta, menos posibilidades habrá de que
se disuelvan las prevenciones, los prejuicios, las tozudas e instintivas manías
a enclaustrarse en el solar nativo y a repeler los contactos con el ambiente
exterior, característica de las inmensas masas de las zonas discriminadas
y estrujadas. Y mientras más se ahonden los desequilibrios en el desarrollo
de los países, con mayor dificultad se entenderán igualitaria
y armónicamente. De suerte que el antídoto no está en
violentar el intercambio ni en forzar la "concordia", sino en la
rigurosa observancia de las claras y elementales normas de la democracia y
en la anulación de las abismales desproporciones entre los niveles
de vida de la población mundial. De manera análoga a como para
deshacerse del Estado la humanidad ha de recorrer el tramo del afianzamiento
del Estado obrero, para tachar los linderos nacionales debe antes recurrir
a la reafirmación de las prerrogativas de todas las naciones y no de
unas cuantas.
Los principios esbozados no representan una mera hipótesis teórica
para explorar dentro de larguísimo plazo. Es que el descabello del
imperialismo estriba en privarlo de las ingentes ganancias que succiona de
sus neocolonias. Al recapacitar acerca de la dominación inglesa sobre
Irlanda, el viejo y perspicaz militante de la Liga de los Comunistas se percató
de que en esos rentables privilegios estaba el enigma tanto de la invulnerabilidad
de la burguesía como de las pusilanimidades de los obreros de Inglaterra.
La emancipación de los irlandeses, empujados doblemente por la acucia
económica y la aspiración nacional, desplazaría el centro
de gravedad de la lucha en la metrópoli, permitiéndoles a los
asalariados deshacerse de la presión de sus embaucadores, salirse del
marasmo político y contraatacar. Sin cortarles primero los jugosos
aprovisionamientos provenientes de su saqueo externo será poco menos
que imposible dislocar internamente, dentro de sus repúblicas, el poder
de los capitalistas engordados y endurecidos con los frutos de su bandidaje
universal. Palpable desde el siglo pasado, actualmente este enfoque decuplica
su vigor, merced a que las potencias imperialistas medio capean las crisis
acaparando los mercados atrasados, los que convierten en áreas de sus
inversiones y de los cuales extraen gigantescas riquezas naturales. Si los
imperialismos han prolongado hasta hoy sus existencias se debe a tan vitales
recursos. De perderlos, ipso facto cesará su pestañeo, pues
las revoluciones democráticas de las neocolonias son a las revoluciones
socialistas de las metrópolis lo que el prólogo de un libro
es a su epílogo: preludio y remate de la epopeya obrera en el mundo
entero. Y cuando dicho axioma había sido ya defendido airosamente por
Lenin en su polémica contra los capituladores de la 11 Internacional,
la descendencia de éstos, los revisionistas contemporáneos,
enlodan de nuevo la bandera de la autodeterminación de las naciones,
de palabra y de hecho, porque, a diferencia de sus progenitores, que carecían
de poder propio, manipulan Estados pudientes con los cuales pisotean, vejan
y exprimen a pueblos inermes. ¿Será eso socialismo?
A los cien años de la muerte del convicto de Bruselas y del exiliado
de Londres, y simbólicamente desde su tumba florecida, los revolucionarios
de las más diversas nacionalidades les espetan a los socialrenegados
de hoy, en todas las lenguas, ¿serán socialismo los patíbulos
soviéticos en Afganistán, los cadalsos vietnamitas en Kampuchea
y Lao, los paredones cubanos en Angola? Los retamos a que nos respondan: ¿Será
eso socialismo? ¿Hay dentro del marxismo-leninismo cabida para una
política colonial socialista? ¿Les está permitido a los
trabajadores que se emancipan adelantar guerras coloniales? ¿No es
deber ineludible del obrero de la potencia invasora exigir la liberación
incondicional del país sometido? ¿Se conseguirá acabar
la explotación entre los hombres sobre la base de la expoliación
entre las naciones? ¿Puede el proletariado triunfante de un país
imponer la felicidad a otro país sin comprometer su victoria? ¿No
forja sus propias cadenas el pueblo que oprime a otro pueblo? ¿Se estrechan
los nexos fraternos entre el trabajador vietnamita y el kampucheano, el cubano
y el etíope, el soviético y el afgano, con las lágrimas,
la sangre y el sudor de los últimos, derramados por las dadivosas agresiones
de los primeros? Sin embargo, ellos, los revisionistas prosoviéticos,
que cotorrean como papagayos sobre la democracia en general y sobre los derechos
humanos, no reparando en el abismo que media al respecto entre la posición
burguesa y la proletaria, y que desconocen, o simulan desconocer que la autodeterminación
nacional de los pueblos es uno de los postulados democráticos básicos,
cuya ausencia convierte a cualquiera de las otras facultades constitucionales
en una irritante irrisión, jamás afrontarán ninguna de
aquellas acusadoras indagaciones sin confesar sus delitos y admitir su impostura.
Contra su voluntad, contra sus infamias, contra sus mentiras, la vertiente
comunista, la auténtica, los bolcheviques finiseculares, vindicarán
la mancillada unión de los proletarios del globo al combatir ahincadamente
las tropelías colonialistas de los senescentes imperialismos y de su
impúdico e impúber contrincante, el socialimperialismo. ¡No
a las anexiones territoriales! ¡No a la invasión militar y a
la permanencia de tropas en tierras ajenas! ¡Abajo el socialismo invasor,
ocupacionista y anexionista! ¡Atrás las intrigas, las presiones,
las amenazas, los chantajes y los demás amedrentamientos de una nación
contra otra efectuados con cualquier pretexto, por altlruista que parezca!
Lo contingentes obreros fieles a los preceptos elucidados por Marx y sus continuadores
seguirán organizándose nacionalmente, es decir, conformarán
sus partidos y adelantarán su acción circunscritos a los linderos
del país concerniente, amoldándose a la sustantividad de un
mundo irremisiblemente parcelado en naciones; empero, sin olvidar nunca que
su redención de clase demanda el combate unificado de las masas laboriosas
del orbe y supeditando siempre los intereses particulares a los de la suerte
del movimiento en su más amplio contexto. Gracias a ello los moiristas,
que han tenido muy presente las singularidades de Colombia y les han dado
a sus luchas las correspondientes y típicas formas nacionales, no prestan
oído a quienes con frecuencia los invitan a recluirse en el campanario
natal y a desentenderse de cuanto ocurra más allá de Ipiales
o de San Andrés y Providencia, con lo que se hace eco a las oligarquías
vendepatria, cuyo nacionalismo emboza sus serviles preferencias por los amos
extranjeros del bloque occidental, sin desmedro de auspiciar de tarde en tarde
las pretensiones expansionistas de los testaferros de la superpotencia de
Oriente. Sobra añadir que no nos apartaremos ni un milímetro
del internacionalismo proletario que venimos practicando. En esta nuestra
atalaya, en la esquina septentrional de Suramérica, atisbaremos con
viva preocupación los acontecimientos mundiales, listos a denunciar
las piraterías de los colonialistas modernos de todo jaez y a solidarizamos,
en la medida de nuestra capacidad, con las bregas de las fuerzas revolucionarias
diseminadas por los cuatro puntos cardinales.
Hemos intentado apenas un bosquejo de las aportaciones de ese espécimen
digno de la especie, que iniciara su ardua y prolija labor esclarecedora desde
las páginas de los Anales franco-alemanes, en 1844, y descendiera al
sepulcro treinta y nueve años después, dueño de su justo
título del más grandioso de los campeones de la lid de los esclavos
del salario. Con lo incompleto y defectuoso que este resumen sea, hay algo
inobjetable en él: la vigencia histórica de Carlos Marx. Entendida
no sólo como el merecido reconocimiento a un portentoso esfuerzo, sino
como la creciente y decisiva validez del marxismo con el decurso de los almanaques.
Lo pregonamos hoy, al siglo del deceso del primer militante de nuestra causa.
Mas dentro de otro siglo miles de millones podrán repetir las mismas
palabras.
NOTA
1C. Marx, "Crítica del Programa de Gotha", en C. Marx, F.
Engels, Obras Escogidas, Tomo II, Moscú, Editorial Progreso, 1974,
pág. 14.
UNÁMONOS CONTRA LA AMENAZA PRINCIPAL
Octubre 19 de 1983
Intervención en el Foro sobre Centroamérica el 19 de octubre
de 1983. Publicada en Tribuna Roja No 47 de febrero de 1984.
Amigos y compañeros:
Si algo enseña Centroamérica es que los pueblos no podrán
forjar su ventura sin tener muy en cuenta el concierto mundial y la época
histórica en los cuales se enmarca ineludiblemente el desenvolvimiento
de cualquier país. Quienes desafíen las tendencias universales
del desarrollo, hagan una evaluación errada en dichas materias, o busquen
sustraer sus cabezas de avestruz de las tormentas internacionales, no evitarán
que las repercusiones internas de la refriega externa los golpeen a la larga
o a la corta. Muchos de los contradictores del MOIR suelen regodearse en atribuirnos
la, según ellos, maniática inclinación de dedicar más
tiempo a las cuestiones de afuera que a los abigarrados y desgarradores problemas
particulares de la nación. Sin embargo, ahí están hoy
en Colombia las diversas interpretaciones, desde las más indiferentes
e indecisas hasta las más interesadas y comprometidas, disputándose
los favores de la opinión pública en la palestra de la política
internacional.
A la tremolina contribuyen fenómenos como la crisis económica
de Occidente que no pocos articulistas califican de más aguda y extensa
que el crac de 1929, premonitorio de la Segunda Guerra Mundial; o el pugilato
por el dominio del orbe entre las dos superpotencias, cuyas carreras armamentistas
y controversias verbales, cada vez de mayor calibre, causan desasosiego a
los habitantes de los cinco continentes; o la proliferación de conflagraciones
locales en las zonas atrasadas, en donde las grandes metrópolis, principalmente
los Estados Unidos y la Unión Soviética, miden y ejercitan sus
tropas en la rebatiña por los recursos naturales y los mercados de
las neocolonias; o los incontables brotes de rebeldía de las naciones
subordinadas en pos de sus elementales derechos, que con sólo estallar
adquieren los alcances de noticia de primera plana. El criminal abatimiento
de un avión comercial de Corea del Sur con 269 pasajeros a bordo por
parte de un caza soviético, producto de la histeria guerrerista que
cunde entre los estamentos militares del Kremlin, y que horrorizó al
mundo entero, ha obligado, aun a los más indulgentes, a fijar posición
al respecto, sin excluir a nuestro Premio Nobel de Literatura, quien, sofrenando
arraigadas simpatías, se atrevió a aseverar que no había
Dios que perdonara el genocidio. Y así, los asuntos internacionales
han ido perturbando en tal forma nuestro ambiente nativo que, pese a que no
hizo parte de sus ofrecimientos electorales, el primer acto del actual gobierno,
de acendrada alcurnia conservadora, fue anunciar la inclusión del país
en el movimiento de los No Alineados, decisión ante la cual la audacia
de Alfonso López Michelsen, de matricular el partido liberal en la
Internacional Socialista de Willy Brandt parecería una nonada. Y frente
a las impresionantes cifras de endeudamiento de Latinoamérica, las
cuales bordean los 350.000 millones de dólares y cuyos intereses y
amortización ascienden anualmente a 70.000 millones, una sangría
de capital inaguantable para economías desfallecientes y asfixiadas
por la presión estrujadora de los poderosos emporios industriales del
planeta, ¿no propuso el ex presidente Misael Pastrana, para ponerse
a tono con la moda, la creación de un "Club de Deudores",
a fin de explorar, junto a la asociación de los prestamistas, la quimérica
salida que mejor convenga a los reclamos antagónicos de unos y de otros?
¿Y el presidente Betancur, que no acaba de sorprender a sus conciudadanos,
no resolvió acudir inopinadamente a Contadora para ayudar a apagar,
como él mismo afirma, la casa en llamas del vecino, persiguiendo en
el extranjero la pacificación que no obtiene con sus febriles y muníficos
intentos de extinguir el fuego en su propio lar?
I
Los moiristas no podemos más que celebrar esta creciente
internacionalización de las luchas partidistas, porque en el país
las clases ilustradas sí siguen el curso de los acontecimientos del
exterior, ante los cuales han aprendido siempre a adecuar su conducta, mientras
que al vulgo ignaro se le procura mantener prisionero en el más estrecho
parroquialismo, alimentado únicamente con los frutos espirituales de
las concordias y las discordias domésticas de las dos banderías
sesquicentenarias. Más que airearla, a Colombia los vientos frescos
de las ingentes contradicciones internacionales la sacuden por los cuatro
costados. Y eso está bien. En adelante va a ser casi imposible crear
cauda ignorando las preocupaciones de las gentes por las dolencias del mundo;
en torno a ellas cada agrupación habrá de formarse un criterio
y debatirlo.
El tema que nos ocupa, Centroamérica, es un ejemplo típico de
lo expuesto, y nos interesa vivamente. Desde el punto de vista general consiste,
en la repetición en nuestro Hemisferio del enfrentamiento que en otras
latitudes se presenta entre Moscú y Washington por el dominio de porciones
territoriales claves. En cuanto a la cercanía del conflicto a nuestras
playas, quiérase o no, nos veremos involucrados directamente en él.
Quizá por esas mismas circunstancias, es decir, porque la contienda
se efectúa en lo que hemos dado en llamar el "patio trasero"
de los Estados Unidos y porque las naciones del área han sufrido cual
ningunas otras en la redondez de la Tierra los vejámenes sin cuento
de un imperialismo tan próximo, la propaganda difundida entre nosotros
tiende a achacar a las autoridades norteamericanas toda la responsabilidad
por el agravamiento de la situación, exonerando a los lejanos amos
de Rusia, que actúan taimadamente a través de La Habana y Managua,
de cualquier injerencia bélica o apetito hegemónico. Versión
que alienta dichoso el coro fletado de partidos y movimientos prosoviéticos
de distinto pelambre. Pero para desentrañar los intereses enzarzados
en la pelea, descubrir de dónde proviene la amenaza mayor, saber qué
apoyar o qué no apoyar en el momento aconsejable, prepararse para el
desenlace previsible y sobre todo a objeto de velar con eficacia por Colombia
y las naciones hermanas, no hay más remedio que, conforme lo dejamos
establecido desde el comienzo de esta disertación, partir de un enfoque
realmente amplio, universal, y abordar la cuestión con sentido histórico.
En los últimos veintitantos años, rápidos y sustanciales
cambios han terminado por alterar totalmente el cuadro surgido en 1945 a raíz
de la victoria aliada sobre las potencias del Eje.
Las más significativas de tales modificaciones son
las siguientes:
1) Los sucesores de Lenin, de Nikita Kruschev para acá, desterraron
de su vera al marxismo, y la que fuese un día cuna de las revoluciones
socialistas triunfantes involucionó hasta convertirse en foco de la
reacción mundial. Un nuevo y tenebroso Estado vandálico nació
de la traición en el Oriente, que aunque conserva el membrete de proletario,
en lugar de acogerse al principio de la autodeterminación de las naciones
y propender a la igualdad entre los pueblos, guerrea, invade, arrasa, esclaviza
y enfrenta unos países a otros en sus ambiciones inconfesables de forjar
un imperio jamás soñado. Los artífices de la vesánica
empresa cuentan a su haber con un sistema de gobierno despótico y férreamente
centralizado, que les permite adoptar cualquier determinación y en
el instante que sea, sin tener que explicar nada a nadie ni consultar organismos
representativos distintos a un minúsculo, hierático y hermético
buró. Han logrado así imponerles desenfrenadamente su mayordomía
a los países que giran en su órbita, militarizar en grado sumo
la producción, alcanzar y superar a la contraparte en armas nucleares
y convencionales y desplegar a sus anchas en cancillerías y certámenes
diplomáticos aquel estilo intrigante que a los Romanov hiciera célebres.
Los dividendos rendidos por dichas ventajas hablan por sí solos. La
Unión Soviética ha asentado sus reales en Asia, África
y América Latina; a través de sus tropas y las de sus fantoches
ocupa un buen número de pequeñas o débiles naciones,
y por doquier cerca puntos, pasos y cruces de valor estratégico. Su
curva es ascendente y hasta ahora, salvo dificultades llevaderas, las cosas
le han salido a pedir de boca.
2) Para las repúblicas de Europa Occidental y el Japón quedaron
muy atrás, sepultos en la memoria, los duros períodos iniciales
de la posguerra, y hace rato ya que emergieron con sus industrias restauradas,
sus productos altamente competitivos y sus melancólicos proyectos de
demandar un papel relevante en el drama universal protagonizado por las notabilidades
del Kremlin y de la Casa Blanca. Aun cuando con la concurrencia económica
acicatean la crisis capitalista mundial y atentan contra los rendimientos
de los Estados Unidos, la seguridad de tales países, puesta en vilo
por el acecho soviético, sigue estando del lado de Norteamérica,
su aliado reconocido. Lo cual no obsta para que de tarde en tarde metan cuña
en los pleitos entre los mandamases del Este y del Oeste y traten de sacar
tajada.
3) Las naciones del bautizado Tercer Mundo, que copan preferentemente las
regiones del Sur y albergan tres cuartas partes de la población del
orbe, atraviesan el tramo más azaroso de sus precarias existencias:
su Producto Bruto decrece antes que incrermentarse; con el ahondamiento de
la crisis económica sus deficientes mercaderías carecen de compradores
dentro y fuera de sus fronteras, mientras los grandes consorcios foráneos
redoblan la explotación tanto de sus materias primas fundamentales
como de su trabajo nacional, y la voluminosa deuda externa, 650.000 millones
de dólares según los estimativos menos alarmistas, con su gravoso
servicio y el correspondiente déficit de divisas, acaba por diluir
cualquier entelequia de prosperidad bajo las antiguas relaciones de producción
imperantes en aquellas repúblicas de segunda clase. Las angustiosas
urgencias sociales que semejantes condiciones originan, al igual que los legítimos
anhelos por una independencia, una soberanía y una democracia efectivas
y no formales, precipitan revueltas y revoluciones como no sucede en la otra
mitad septentrional de la pelota terráquea. Sin embargo, estas crepitaciones
de genuina raigambre popular son por lo común manipuladas por los socialimperialistas
soviéticos dentro de sus planes de expansión, para lo cual recurren
a su engañosa careta socialista y a su sibilino lenguaje en solidaridad
con las luchas libertarias de las masas insurrectas. ¡He ahí
uno de los rasgos inconfundibles de la época!
4) Finalmente, Estados Unidos, hace 35 años la estrella más
brillante del firmamento capitalista y cuya preeminencia en la Tierra no conocía
mengua, se hunde lenta pero inexorablemente en el ocaso, pugnando en vano
por evitar la disgregación de sus vastos dominios imperiales y esforzándose
en extremo para que sus dictámenes, otrora irrecusables, sean cumplidos
por sus servidores y respetados por sus oponentes. Tres males minan de continuo
su vitalidad: los movimientos de liberación nacional de los pueblos
sometidos a su égida, la competencia económica de las repúblicas
occidentales desarrolladas y el expansionismo ruso que se nutre de los países
que le va entresacando del redil. La suma de las transformaciones anteriormente
referidas ha dado por resultado un vuelco radical en la correlación
de las fuerzas mundiales. La Unión Soviética se ha adueñado
de la supremacía y de la iniciativa; y, como sus miras colonialistas
de nuevo cuño no llegarán a cristalizarse más que a costa
de la progresiva languidez de las viejas metrópolis, en el litigio
le corresponde la función del agresor, el agente activo que arremete
con el propósito de menoscabar las potestades extrañas a las
suyas y de arrancar poco a poco las extensiones colocadas de antemano bajo
el vasallaje de aquéllas. De no proceder, ninguna concesión
le será otorgada graciosamente. Debido a ello se ha hecho merecedora
del sambenito que en el pasado le acomodaran los chinos, de ser el enemigo
número uno de la paz mundial. Por el contrario, a Estados Unidos lo
que más le conviene, si ello fuera factible, es que se mantenga el
statu quo. Pero no. Un análisis global demostrará que en todas
partes pierde terreno y se bate en retirada. Aunque haya enviado últimamente
una controvertida cantidad de soldados al exterior no significa que saltará
de la defensiva a la ofensiva; simplemente se esmera en preservar lo que a
él, a justo título, tampoco le pertenece.
El rompecabezas centroamericano habremos de encararlo a la luz de las conclusiones
arriba descritas, o en otras palabras, se debe encuadrar en las realidades
del mundo y de su tiempo. Las agrupaciones políticas que por razones
prácticas o motivos de acomodación se empecinen en destacar
solamente unos cuantos de los múltiples aspectos que abarca el problema
le inferirán severos daños a la causa de la libertad y de la
democracia; bien los que sacrifiquen el futuro al presente paliando los enormes
peligros que implica la presencia del hegemonismo socialimperialista en el
área, bien los que por temor a los riesgos derivados de la contienda
maticen las penosas condiciones de vida preexistentes en las naciones subyugadas.
II
Hasta dónde nos hallamos ligados a las vicisitudes
del quehacer internacional lo registran los propios albores de nuestros pueblos.
Luego del Descubrimiento, al Norte del Río Grande arribó la
emigración más avanzada de entonces a colonizar unos parajes
apenas habitados por aborígenes que en su retardo evolutivo no pasaban
del estadio superior del salvajismo, de acuerdo con la sinopsis de Lewls H.
Morgan, en tanto que al Sur vinieron los representantes de las formas más
atrasadas de producción de Europa, a disponer de unas tierras cuyos
bárbaros propietarios ya habían conseguido, entre sus hazañas,
cultivar. Este hecho paradójico, el que lo aventajado del viejo mundo
se tropezara con lo rezagado del nuevo, y viceversa, selló la suerte
de las dos porciones tan dispares y tan encontradas de América. En
lo que después sería Estados Unidos, los colonos, con una mano
de obra salvaje no utilizable, tuvieron ellos mismos que descuajar los bosques
y hendir los surcos, hasta ver florecer a la postre un capitalismo puro, exento
de las interferencias de sistemas caducos heredados a los que fuera necesario
barrer, como le tocara a la burguesía europea en sus batallas por el
desarrollo. Idéntica afirmación cabe para las normas democráticas
de organización social, cuyas embrionarias encarnaciones comenzaron
allí a manifestarse desde un principio y a facilitar las actividades
productivas. En cambio, el rancio coloniaje monárquico, de severo molde
absolutista y al que prácticamente le correspondiera fundar a Latinoamérica,
trasplantó intacto aquí el régimen feudal, dada la feliz
coincidencia de que se toparía con una abundante población indígena
apta para la agricultura y las labores manuales, a la cual, además
de evangelizar, transformaría en siervos de la gleba. Sobre la mita,
la encomienda y el resguardo reverdecieron las obediencias jerarquizadas,
los tributos y prestaciones personales, la justicia inquisitorial y el resto
de instituciones de una sociedad que allende el océano exhibía
síntomas inequívocos de senectud, pero que bajo nuestros cielos
tendría mucho por vivir, hasta el punto de que al cabo de los siglos
aún observamos sus vestigios saboteando la marcha del progreso.
Vertiginosamente Norteamérica adelantaría, y pronto haría
sentir también su influjo bienhechor con su Declaración de Independencia,
convenida en 1776 y enfilada en general contra la monarquía y la divinidad
de los reyes; documento consagratorio de los preceptos de la democracia burguesa,
cuyos derechos humanos, presididos por la sonada máxima de que "todos
los hombres son creados iguales", estaban llamados a contribuir, durante
decenios, con la revolución mundial, y, de contera, con las gestas
de emancipación de las colonias españolas. Bastante transcurrida
la centuria pasada la semblanza estadinense todavía seguía infundiendo
entusiasmo a las luchas progresistas de los distintos países. La Guerra
de Secesión, concluida en 1865 con la refrendación de la libertad
de los esclavos negros, recibió el fervoroso apoyo de las corrientes
revolucionarias, especialmente de los obreros europeos.
No obstante, en vísperas del siglo XX, junto a una banca omnipotente,
reguladora de los engranajes industriales puestos a la sazón bajo sus
arbitrios, irrumpen los gigantescos monopolios, suprema expresión de
la concentración del capital, los cuales estiman demasiado angostos
sus linderos fronterizos y han de hacer de la rapiña una divisa, renegando
de las sanas tradiciones y trastornando la mente de la gran nación
de Jefferson. La guerra contra España, en 1898, su primera confrontación
netamente imperialista, no se emprendió ya en aras de las cláusulas
de "no colonización" de la Doctrina Monroe, sino al revés,
para apropiarse de lugares ajenos, como lo llevó a cabo aquel año
el gobierno de McKinley con Filipinas, Guani y Puerto Rico. Contra Cuba, asimismo
arrancada de la corona ibérica, expidiose más tarde la oprobiosa
Enmienda Platt por la cual se coartaba su soberanía y quedaba Estados
Unidos facultado para entrometerse en los asuntos de la Isla cuando le pluguiera.
Sobrevendría de igual modo la desmembración de Panamá
de Colombia, con el propósito de construir en el Istmo el canal interoceánico
que los franceses no fueron capaces de materializar. Y posteriormente la habilitación
de las interminables tiranías castrenses tipo Carías, Martínez,
Ubico, Somoza, Trujillo, Duvalier, respectivamente de Honduras, El Salvador,
Guatemala, Nicaragua, República Dominicana y Haití, para sólo
señalar unas pocas de las muchas que han soportado las masas escarnecidas
y apaleadas de la América Central y el Caribe. Y los tratados leoninos
sobre diversos tópicos, dirigidos a garantizar franquicias para las
inversiones, los consorcios, las mercancías o los empréstitos
procedentes de la metrópoli recién configurada. Y las repetidas
conferencias panamericanas, gestoras del sistema del mismo nombre pero bajo
la batuta de Washington, preferencialmente la IX, celebrada en Bogotá
durante los días aciagos del asesinato de Gaitán y que diera
vía a la Organización de Estados Americanos, la inefable OEA,
tildada por algunos como el ”ministerio de colonias yanqui”. Y
las intervenciones militares contabilizadas por docenas en el Hemisferio,
entre las que vale la pena recordar la de 1914, en el puerto de Veracruz,
México, a fin de presionar la dimisión del presidente Victoriano
Huerta; la de 1926, en auxilio del títere nicaragüense Adolfo
Díaz; la de 1954, para derrocar el gobierno guatemalteco de Juan Jacobo
Arbenz; la de 1961, fallidamente contra la revolución cubana, y la
de 1965, tras el objetivo de aplastar al insubordinado coronel Francisco Caamaño,
en Santo Domingo.
La metamorfosis de la república estadinense en una potencia imperialista
se había consumado definitivamente. Dejemos referir al Washington Post,
en editorial publicado preciso en los preliminares de la guerra de 1898, cómo
percibió aquella transmutación en los momentos históricos
en que se estaba efectuando: "Una nueva conciencia parece haber surgido
entre nosotros -la conciencia de la fuerza- y junto con ella un nuevo apetito,
el anhelo de mostrar nuestra fuerza... El sabor a imperio está en la
boca de la gente, lo mismo que el sabor de la sangre reina en la jungla".1
Los partidos vergonzantes del caudillaje estadinense acostumbran argumentar
que los humos despóticos del opulento poder del Norte, notoriamente
ostensibles en variadas fases de su ulterior etapa hegemonista, han dependido
más de las malas entrañas de determinados mandatarios que de
la índole del sistema imperante. Censuran, por supuesto, las tropelías
del "gran garrote" de Teodoro Roosevelt, o la "diplomacia del
dólar", llevada al apogeo por la administración de William
Taft, mientras se deslíen en elogios hacia los ofrecimientos de "Buena
Vecindad" del segundo Roosevelt, los programas de la "Alianza para
el Progreso" de un John F. Kennedy e incluso hacia las intenciones de
"buen socio" esbozadas por el frustrado Richard Nixon. Sin embargo,
este aparente doble cariz, o esta duplicidad, fuera de indicarnos que las
formalidades de la democracia no simbolizan un impedimento insalvable para
la explotación económica de los monopolios, nos confirma que
los Estados Unidos se acogen con pericia y sin reconcomios a los métodos
blandos o a los duros, con tal de sacarles jugosos gajes a sus nexos extraterritoriales.
Así como el capitalismo norteamericano nació incontaminado,
sin las trabas de modos productivos remanentes que le obstaculizaran el crecimiento,
su ciclo imperialista, desde sus preámbulos, se ha diferenciado de
los otros en la predisposición a valerse de los instrumentos democráticos
para afianzar y adornar sus expugnadoras pretensiones. En lo transcurrido
del siglo menudean las profesiones de fe de los ocasionales inquilinos de
la Casa Blanca en los hábitos republicanos de gobierno y en las excelsitudes
de la soberanía y la autodeterminación de las naciones, a lo
Woodrow Wilson, el presidente del partido demócrata que se creía
obligado a impartir instrucción a los analfabetos políticos
del Continente sobre cómo interpretar las constituciones y escoger
eficaces estadistas; y quien, dentro de su pedagógica misión,
proclamó para Latinoamérica el advenimiento de la "Nueva
Libertad", por la cual habría de ir hasta la agresión armada
contra Nicaragua, Haití y República Dominicana, sin contar la
ya mencionada contra México. Y sus famosos Catorce Puntos sobre la
paz, tras cuyos derroteros participó Norteamérica en la primera
guerra por el reparto del globo, convocaban a un entendimiento universal que
concediera "garantías mutuas de independencia y de integridad
territorial a Estados grandes y pequeños por igual". Análogos
supuestos de convivencia civilizada y democrática entre los países
se consignaron en la Carta del Atlántico, el pacto programático
con que, dos largas décadas después, acometieron en la segunda
conflagración las fuerzas aliadas bajo el liderazgo de los Estados
Unidos. El panamericanismo no es más que el compendio de tales postulados,
entretejidos paso a paso y al compás de los vaivenes hemisféricos,
y que históricamente arrancó con la negativa inicial de los
jerarcas de Washington a reconocer los mandatos de facto surgidos de la inobservancia
de las regulaciones constitucionales, hasta concluir en la condena expresa,
por lo menos en el papel, de cualquier intervención de una nación
en los fueros de otra. Además de responder a los designios de convertir
el Caribe en un mar norteamericano y a todo el “patio trasero”
en soporte para la dominación mundial, el corolario que adosara Teodoro
Roosevelt a la Doctrina Monroe por allá en 1904, anunciando que sus
deberes de ángel guardián de América podrían forzarlo
a "ejercitar la política de policía internacional",
ha consistido asimismo, desde los preludios del imperio hasta hoy, en el pobre
intento de encubrir la voracidad de los Estados Unidos con la cruzada rediviva
por proscribir de estas tierras de Colón los enclaves coloniales. Intento
no sólo pobre sino opcional, porque, cual ocurrió con la cruenta
andanada de Gran Bretaña contra Argentina por la retención de
las Malvinas, las autoridades estadinenses no vacilan en terciar en beneficio
de viejas formas de opresión nacional, y reivindicadas por señoríos
procedentes de otras latitudes, cada vez que los afanes del momento así
lo dictaminen.
En todo caso las relaciones expoliadoras implantadas por los Estados Unidos
fueron harto distintas a las que consuetudinariamente rigieron en el mundo
y que en la actualidad se hallan casi extinguidas por completo. Se trata del
necolonialismo, como insistimos en denominarlo con la finalidad de distinguirlo.
Es el desvalijamiento moderno que no precisa de virreinatos o protectorados
de ninguna especie para llevar a feliz término la labor depredadora.
Aun cuando eche mano de los cuartelazos, las invasiones y las tomas territoriales,
dentro de su inclinación natural a esgrimir escuetamente la represión
siempre que sea indispensable, tolera la independencia política, la
república y los gobiernos elegidos por sufragio, pues sus ganancias
espectaculares y especulativas, inherentes al capitalismo monopólico,
estriban antes que nada en la exportación de capitales desde los centros
desarrollados a la periferia relegada. Mediante las inversiones directas y
los empréstitos los países pudientes despojan a los menesterosos
de sus recursos naturales, acaparan sus mercados, inspeccionan y reglamentan
sus economías. Los funcionarios, los legisladores, los magistrados
caen prisioneros en las redes del soborno, o capitulan ante las desalmadas
e ineludibles presiones pecuniarias. Si no que lo desmienta México,
cuya fachendosa burocracia posaba de libérrima y patriótica
hasta cuando el Fondo Monetario Internacional, con sus inapelables requisitos
para la renegociación de la deuda pública, vino a postrarla
de hinojos y a dejarla en cueros ante la mirada estupefacta de los miles de
millones de moradores del planeta. 0 que lo atestigüen, para no ir muy
lejos, los gerentes de nuestras entidades del ramo que no atinan a explicarle
a la desfalcada y confundida opinión colombiana los motivos de las
escandalosas alzas en las tarifas de los servicios, hechas por conminación
de las agencias prestamistas y a contrapelo de las promesas comiciales del
Movimiento Nacional.
Por eso, los portavoces de las corrientes reformistas que abogan por la restauración
de las viejas y consabidas formulaciones democráticas, cual panacea
para los padecimientos del Tercer Mundo, aunque se sientan muy convencidos
de la bondad y del progresismo de sus reclamos, lo cierto es que no han avanzado
un ápice respecto a las recetas que de buen grado aceptarían
las oligarquías imperialistas contemporáneas y que de suyo ya
han prescrito en sus documentos más solemnes. Las libertades ciudadanas
que logren disfrutar los pueblos exaccionados les facilitarán sus luchas
por una autodeterminación auténtica y cabal, pero por sí
solas no configurarán barrera alguna que impida la explotación
económica de los conglomerados supranacionales. Frecuentemente las
metrópolis aplauden el independentismo del que hacen alarde muchos
de los gobernantes de sus neocolonias y hasta reciben con mansa resignación
las críticas que éstos expresan sobre diversos aspectos de su
conducta en el concierto internacional, con tal que se les asegure el curso
boyante de sus negocios. Con arreglo a ello acostumbra a obrar, verbigracia,
el impredecible señor Betancur, quien en sus discursos se reserva la
licencia de reprender a su colega Ronald Reagan por uno que otro desatino,
sin dejar por eso de abrumar con prebendas a los inversionistas extranjeros,
o de tramitar, acucioso, la solicitud de mayor injerencia del Banco Interamericano
de Desarrollo, el BID, uno de los entes directamente responsables del retraso,
los desequilibrios y el caos en la construcción material de nuestras
naciones. Y después de tantas vueltas y revueltas, la acariciada paz
de Centroamérica, como se deduce de los pronunciamientos del Grupo
de Contadora y de las intervenciones del presidente colombiano con ocasión
de su reciente viaje al exterior, resultó que, en última instancia,
depende, de un lado, del retorno a un panamericanismo remozado, y del otro,
del incremento de la "ayuda" de la banca mundial y de una más
activa participación de los grandes trusts, dispensadores de la tecnología
y de las posibilidades de empleo, conforme al criterio de las mismas fuentes.2
Diagnóstico que sospechosamente coincide con las propuestas por las
que viene intercediendo de tiempo atrás el inconmovible y metalizado
congreso estadinense. Dentro de semejante contexto el discurrir de los países
latinoamericanos ha sido una pesadilla de necesidades desatendidas, de anhelos
irrealizables, de frustraciones traumáticas. No obstante que la mayoría
naciera a la vida republicana hace más de siglo y medio, muchísimo
antes que los jóvenes y depauperados Estados de Asia y África,
ni la emancipación obtenida, ni la superestructura constitucional adoptada,
se tradujeron en un efectivo desarrollo. La organización democrático-representativa
de sus sociedades, distante de implicar la instauración del capitalismo
como era de esperarse, en lo fundamental mantuvo indemnes, bajo la corteza
burguesa, las enquistadas formas de producción peculiarmente feudales,
las cuales sólo acusan conatos de claro deterioro en las postrimerías
del siglo XIX. Empero, cuando circulan los primeros capitales y se incuban
los incipientes procesos fabriles, una nueva y pesada carga desciende sobre
los hombros de nuestras patrias, un flagelo que comprometería indefinidamente
su bienestar, el desvalijamiento imperialista del que ya hemos hablado. En
sus informes de oficio los gobiernos estilan pintar color de rosa cualquier
conquista pírrica dentro del crecimiento raquítico, y a debe,
cual lo definiera alguien con perspicacia; mas la constante es la parálisis,
o el retroceso, a juzgar por los datos más frescos y veraces profusamente
divulgados. ¿Quién osa rebatirlo? La inflación de dos
y hasta de tres dígitos de porcentaje, la quiebra masiva de empresas,
la no utilización de parte considerable de la poca capacidad instalada
de la industria, el decaimiento incurable de las actividades agropecuarias,
la explosiva desocupación, el déficit fiscal crónico,
el endeudamiento llegado a topes insoportables, etc., evidencian un panorama
latinoamericano nada halagüeño, luego de tantos augurios fallidos
y de tanta retórica. Y si a esto añadimos la marcada preferencia
de los epicentros del poder a descargar la crisis económica que acogota
a Occidente sobre los ciento y pico de países desheredados de la fortuna,
calaremos a plenitud la gravedad de la hora.
De ahí que el pueblo de América Latina haya escrito las más
hermosas páginas de insumisión, pues al igual que en la novela
heroica "el hambre devoradora le persigue sobre la tierra fecunda".
Los revolucionarios, los demócratas y los patriotas sinceros de las
distintas nacionalidades le brindarán unidos el respaldo irrestricto
hasta ver coronadas por el éxito sus ansias de libertad; no la libertad
santificadora de la extorsión económica, sino la fundada en
los atributos de las naciones soberanas que usufructúan y definen a
satisfacción sobre sus riquezas y sobre el trabajo de sus gentes.
III
Con todo y las complejidades, hasta aquí ha habido
una comprensión gradual de los entresijos de nuestra segunda independencia.
Las felonías, los excesos de confianza y las contemporizaciones oportunistas
cunden en lo tocante a las asechanzas de la superpotencia de Oriente. Unos
sectores consideran insustituibles las emponzoñadas solidaridades del
socialimperialismo: están representados por los regímenes de
este bloque y sus epígonos. Otros se inclinan por el aprovechamiento
táctico de la intromisión rusa para obtener el triunfo: son
los ingenuos que piensan expulsar primero a los Estados Unidos y luego deshacerse
de la Unión Soviética. Y un tercer segmento busca medrar en
medio de la borrasca; lo constituyen aquellos que le prenden una vela a Dios
y otra al diablo para ganar indulgencias políticas.
Bajo ninguna circunstancia hemos admitido que las diligentes gestiones de
Moscú y de La Habana alrededor de Centroamérica sean catalogadas
de fiables y mucho menos de fraternas. Cierto es que, fuera de la férrea
tenaza con que apercuella al gobierno cubano, al que recompensa con miserables
bonificaciones monetarias por sus menesteres mercenarios en otras latitudes,
allí, en los litorales del Mar Caribe, la dirigencia soviética
no ha tenido ni el tiempo ni el espacio para hacer sentir ampliamente su catadura
expansionista. Lo cual desde luego no significa que sus tejemanejes no riñan
de manera tajante con las nociones más elementales de la democracia
y con los principios del socialismo. No se puede aguardar a que esta despiadada
satrapía que arrasa a sangre y fuego a la nación afgana y empuja
al ejército marioneta de Viet Nam a exterminar a los pueblos kampucheano
y laosiano, acate la soberanía y demás derechos inalienables
de guatemaltecos, salvadoreños y nicaragüenses. ¿Acaso
el despotismo se comporta de un modo en Asia y de otro en América?
¿O los postulados democráticos son fraccionables, diferibles
y tienen un valor contrapuesto de un meridiano a otro? ¿U obligan para
todos menos para unos? No suena coherente. Las ocupaciones de países,
efectuadas donde fuese y so pretexto de colaborarles en sus bregas de liberación
nacional, sacar avante las tareas socialistas, o tras cualquier otro móvil,
por humanitario y filantrópico que parezca, únicamente conducen
a escindir la necesaria armonía de los pueblos y a exacerbar las tensiones
internacionales. A la inversa de cuanto han venido pregonando los adocenados
partidos comunistas, los más leves atropellos contra la independencia
de los Estados y la autodeterminación de las naciones, infligen heridas
graves a la cooperación internacionalista tan cara para las masas trabajadoras
del orbe entero.
Fidel Castro nos proporciona un testimonio bastante elocuente de cómo
se adecúa el concepto a la práctica, o mejor, de cómo
se envilece la teoría para legitimar los sanguinarios desmanes de la
Santa Rusia posmarxista. En agosto de 1968 las unidades del Pacto de Varsovia
tomaron por asalto a Checoslovaquia, y no obstante acusarse a Occidente por
los signos degenerativos detectados en aquel miembro del bloque, era imperioso
ofrecer una exculpación, con ribetes de credibilidad, de un acto a
todas luces atentatorio de la integridad de un país supuestamente libre.
El Comandante en Jefe, que por entonces ya había escogido padrastros,
lo intentó dentro de esta lógica: "A nuestro juicio la
decisión en Checoslovaquia sólo se puede explicar desde el punto
de vista político y no desde un punto de vista legal. Visos de legalidad
no tiene francamente, absolutamente ninguno". La infracción de
lo legal, que no tuvo más remedio que reconocer, simboliza la burla
del precepto de la autodeterminación nacional de los países;
y el incentivo político, o sea la justificación, radica en los
objetivos revolucionarios. Y lo afirma expresamente: "Lo que no cabría
aquí decir es que en Checoslovaquia no se violó la soberanía
del Estado checoslovaco. ( ... ) Y que la violación incluso ha sido
flagrante". Pero aquélla -completa Castro- "tiene que ceder
ante el interés más importante del movimiento revolucionario
mundial y de la lucha de los pueblos contra el imperialismo".3
Traemos a colación los pasajes de un litigio añejo ya de quince
años porque la doctrina sentada en él ha repercutido enormemente
en los acontecimientos posteriores, y, además, no la compartimos. Ajustándose
a ella Cuba ha enviado durante un lapso relativamente corto alrededor de 100.000
soldados a campear en el continente negro. En la actualidad mantiene en Angola,
como se sabe, 20.000 hombres, cuyo desembarco, ocurrido en junio de 1975,
marcó el inicio propiamente dicho de la ofensiva militar estratégica
de la URSS por el apoderamiento del planeta. En el Cuerno de Africa están
instalados sólo unos pocos escuadrones menos, con la orden de sostener
el régimen de Mengistu, hostigar a Somalia y combatir a los patriotas
eritreos. Hay también asesores y contingentes procedentes de la isla
caribeña en Yemen del Sur, Mozambique, Guinea-Bissau y el Congo, amén
de los que menudean en Granada y Nicaragua. Tamaño despliegue bélico,
realizado en una extensión tan dilatada, a tantos miles de kilómetros
de distancia de su base de origen y activado por una pequeña nación
-la tercera parte de los habitantes de Colombia y un décimo de su territorio-,
que pasa apuros en las lonjas internacionales para vender su azúcar
de país monoexportador, no se comprendería sin la asistencia
financiera de sus asistentes militares. García Márquez, en un
gesto que habla bien de su calidad de amigo pero no de su vocación
por la economía, juró que la misión expedicionaria sobre
Angola "fue un acto independiente y soberano de Cuba, y fue después
y no antes de decidirlo que se hizo la notificación correspondiente
a la Unión Soviética".4 No hubo quién tomara en
serio estas frases. Ni siquiera el escritor, que pronto las habría
de olvidar, pues con motivo de su controvertido exilio y refutando las sindicaciones
de los mandos castrenses contra La Habana acerca de la incautación
de un cargamento de armas del M-19, aclaró perentoriamente: "Los
cubanos no tienen plata para darle a nadie ni un fusil de esos que vinieron
ahí".5
La deducción es obvia e irónica. Los procónsules del
"primer territorio libre de América", con el sostén
y la coyunda de los soviéticos, se pasean por el cosmos hollando fronteras
ajenas, ungiendo gobiernos obsecuentes, disciplinando a los opositores que
se atrevan a rechistar. Insólito, por lo demás, que ese extraño
proceder se pretenda pasar con el rótulo de revolucionario. Nosotros
nos identificamos en el pasado con las pegajosas proclamas de los vencedores
de la Sierra Maestra y apoyamos en la medida de nuestras capacidades sus desvelos
por edificar una patria digna y próspera. Dimos incluso un margen de
espera prudencial cuando desde finales de la década del sesenta nos
percatamos del giro de La Habana en honor de las apetencias del Kremlin. Mas
a mediados de 1975, consumada la invasión del Estado africano que acababa
de desembarazarse de cinco siglos de coloniaje portugués, no había
duda: la comandancia de la Isla cumpliría su triste destino de condotiero
del socialimperialismo, más o menos como las soldadescas reclutadas
en la India o Nueva Zelanda contendían tras las enseñas de Su
Majestad en los esplendores del imperio británico. No cejaremos en
la condena de los autodenominados "socialistas reales" que se enseñorean
impunemente en suelo extranjero. Atrás recordábamos que los
presidentes norteamericanos instruían a bala a las repúblicas
inermes sobre cómo habituarse a la democracia y a la independencia;
hoy los primeros ministros del bando contrario lo hacen para predicar y explayar
el socialismo. Pero pueblo triunfante que le impone la felicidad a otro pueblo
compromete la victoria y forja sus propias cadenas. ¡Quisling jamás
será un Martí!
Acreditan ponerse en tela de juicio los propósitos de aquellos que
protestan airadamente por la presencia estadinense en Centroamérica
pero hacen caso omiso de los crímenes cometidos por los soviéticos
y sus seguidores contra la integridad y las intransferibles prerrogativas
de las naciones débiles. Para esos falsos apóstoles de la transformación
social, llámense revolucionarios, comunistas o socialistas, digámoslo
en vía de ilustración, no se justifica ni una nota desaprobatoria
ante el vandalismo vietnamita en Indochina, donde, de los cinco millones de
seres del pueblo de Kampuchea, cientos de miles han sido segados sin contemplaciones.
La fraternidad internacionalista tampoco es divisible. Tanto merecen laborar
en paz y decidir sin tutorías foráneas sobre su buena o mala
ventura los cuatro millones de salvadoreños como los veinte millones
de afganos. Y convertir los movimientos de liberación nacional del
Tercer Mundo en mascarones de proa del expansionismo soviético, consiste,
mondo y lirondo, tal cual lo hemos venido señalando, en un trueque
de amos. La Junta Sandinista de Reconstrucción Nacional, al alinearse
con Moscú y servirle de cabeza de playa en la región, no sólo
enajena su voluntad sino que reduce a Nicaragua al lamentable estado de ficha
cambiable o comible en el ajedrez internacional. La autocracia socialimperialista
negociará la distribución de las influencias mundiales de acuerdo
con lo que aconsejen sus maniobras políticas y militares y no conforme
lo deseen sus majaderos mandaderos.
Imaginar con pueril candidez que asordinando la denuncia y admitiendo la peligrosa
protección moscovita las agrupaciones independentistas enfrentan los
presentes desafíos sin mayores riesgos, pues ya se darán trazas
para salir de la trampa y eludir las celadas, es desconocer supinamente las
superioridades de un imperio pujante, en formación, que cuenta por
añadidura con la no despreciable ventaja de franquear puertas y marear
cabezas con su etiqueta socialista. Hoy por hoy el Kremlin dispone de avanzadillas
muy firmes y muy dóciles en todo el globo. Además de las indicadas,
sobresalen el Estado sirio que actualmente retiene con 60.000 soldados la
mitad del Líbano, a través del cual las huestes de Andropov
ponen fuerte baza en la partida por el Medio Oriente, y el predestinado coronel
Gaddafi, en el Norte de África, quien se adueñó de parte
del Chad, alistando y armando a una facción disidente de ese país,
y quien también intriga, conspira e interviene donde pueda, incluida
Centroamérica, cual si fuera el Robin Hood del mundo.
Si echamos una cuidadosa ojeada a los últimos veinte años registraremos
la arremetida de la URSS y su adelantamiento respecto de Occidente en disímiles
aspectos. Mientras aquella ha militarizado su economía en grado sumo,
atiborra su arsenal con dispositivos nucleares y convencionales y se trasmuda
en un proveedor de armamentos de primer orden, a las viejas metrópolis
les toca vérselas con mil obstáculos, desde arrostrar los ruidosos
movimientos pacifistas que le coartan el poder de decisión, hasta estirar
al máximo los presupuestos minados por la recesión económica,
para conservar simplemente un precario equilibrio en la capacidad de fuego
de los dos bandos. Más de una veintena de países, unos mediante
las artes persuasivas de la maquinación y del halago, otros como fruto
de la violencia, han caído en las zarpas del oso, y le permiten directa
o indirectamente a esta superpotencia un considerable margen de acción
en su calculada y arrasadora campaña expansionista. Tan inobjetable
será la tendencia histórica, que los Estados Unidos se muestran
impotentes para encinturar, en las inmediaciones de sus linderos, la sublevación
centroamericana, acorralados por el descontento popular, las desavenencias
políticas internas, las intromisiones soviéticas y hasta por
el peso de un pasado acusatorio que no olvidan las gentes. Y el señor
Miterrand, en detrimento de la descabalada estampa de su socialismo pluralista,
tuvo que trasladar sus tropas en auxilio del gobierno del Chad, con el fin
de proteger los codiciados intereses franceses en el África, siendo
que no contempla muy complacido el traslado que de las suyas ha hecho el presidente
Reagan a Honduras en trance similar. En suma, Occidente ejecuta esfuerzos
más desesperados que eficaces por mantener la cohesión y frenar
a su engrandecido oponente, en una atmósfera en la cual las contradicciones
internacionales suben de temperatura en cuestión de meses y los pueblos
neocolonizados, resueltos a romper las cadenas, no olfatean los vientos que
delatan a la fiera agazapada del Este. Por ende, postergar para un futuro
preñado de incertidumbres el esclarecimiento público y sistemático
acerca de la amenaza principal, y peor aún, unirse a ella en la creencia
de conseguir birlarle el botín, denota una inocencia digna de tiempos
menos escabrosos.
No quisiera concluir esta exposición sin referirme, así sea
de pasada, a un comportamiento político que ha venido haciendo carrera
en Colombia últimamente, sobre todo en los círculos dominantes.
Trátase del brochazo izquierdista, al que cada vez recurren más
quienes han perdido lustre en los ajetreos de la lucha y no encuentran otro
medio de recomponer su figura que mostrándose benévolos con
algún requerimiento o gesto de intimación del gobierno cubano,
obviamente después de dejar sentada la explícita y ritual constancia
del abismo ideológico que los separa de aquél. Este artilugio,
copiado de los mexicanos, posee la milagrosa virtud de resguardar por un rato
de las críticas, aunque se haya incurrido en desafueros o se haya asumido
actitudes cavernarias en otras materias. No sabría precisar si fue
el presidente López Michelsen quien primero lo utilizó, pero
sí lo puso de moda. Cuando Fidel Castro sostiene en La Habana, como
lo hizo: "López es un burgués progresista", eso se
refleja propiciatoriamente en las urnas, o se reflejaba.
La conveniencia de recibir del campo adversario semejantes consagraciones
incide más de lo que se supone en la elaboración de las directrices
oficiales, en especial en el período que transcurre, pues los conservadores,
o por lo menos la fracción belisarista, han redescubierto esta fórmula
mágica con la que los liberales ganaban puntos en las encuestas de
opinión, defendiendo, desde luego, el panamericanismo y demás
fundamentos del mundo occidental y cristiano, a la par que se coquetea a distancia
con las fuerzas rivales acantonadas en la otra orilla. Esto explica la manera
condescendiente como se han solido absolver las pretensiones de los recaderos
del socialimperialismo contra Colombia, en el caso de los inesperados y contumaces
reclamos de la Junta de Nicaragua sobre San Andrés y Providencia y
en las intentonas de Cuba de sembrar nuestro territorio de destacamentos armados,
cual lo reconociera su Primer Ministro sin el menor embozo y ante la presencia
de una gloria de nuestras letras, un ex presidente y una decena de periodistas
colombianos, quienes prácticamente asintieron con el otorgamiento de
su silencio.6
De modo similar se ha venido concibiendo la inclusión de Colombia en
el grupo de los países No Alineados, no como el camino para hacer valer
una posición genuinamente independiente y neutral en la disputa de
las superpotencias, sino como el conducto de complacerlas a ambas en lo que
fuere indispensable. En nombre de la pacificación, en San José
de Costa Rica el canciller Rodrigo Lloreda firma la Iniciativa para la Cuenca
del Caribe ideada por la Casa Blanca, y para no malquistar a la contraparte,
se deposita en la ONU un voto a favor de la candidatura de Nicaragua al Consejo
de Seguridad. Sin embargo, ni las ambigüedades, ni las acomodaticias
oscilaciones de un extremo al otro, reportarán nada positivo para la
convivencia internacional y el derecho a la irrestricta autodeterminación
de las naciones. Azuzan, por el contrario, la codicia de los expansionistas
que intuirán en tales piruetas una disimulada e insinuante invitación
a que prosigan con sus componendas y provocaciones.
En Centroamérica, análogamente a lo que acontece en las otras
zonas en conflicto, al lado de las viejas dolencias, han surgido problemas
nuevos. Entre los primeros están la explotación económica
de los consorcios foráneos, el atraso, la miseria y la falta de una
democracia efectiva. Entre los segundos se cuenta la irrupción de avanzadillas
del expansionismo tipo Cuba. "Estos pequeños Estados -como lo
indicamos en el proyecto de convocatoria que propusimos para este foro- no
significarían una amenaza mayor para nadie, e incluso gozarían
plenamente del afecto de todas las naciones amantes de la paz, si sus afanes
de respaldar a quienes combaten en pos de los cambios sociales no fuesen más
que un simple pretexto para sus empeños reales de crear, donde puedan,
contingentes políticos y militares dóciles a los caprichos de
Moscú". Ante las viejas dolencias existe un creciente y alentador
discernimiento; en relación con los nuevos problemas prevalecen la
prodición, la indiferencia y el oportunismo. Unámonos las fuerzas
revolucionarias, democráticas y patrióticas a fin de remediar
las unas y afrontar los otros, en el entendimiento de que el mayor peligro
proviene del socialimperialismo soviético, cuya contención demanda
el más amplio frente de batalla mundial, que se base en los países
sojuzgados y en las masas trabajadoras de todo el orbe, abarque a las repúblicas
capitalistas desarrolladas y no vete siquiera a los Estados Unidos.
En cuanto a nosotros, seguiremos creyendo, junto a Augusto César Sandino,
el general de hombres libres, que "toda intromisión extranjera
en nuestros asuntos sólo trae la pérdida de la paz y la ira
del pueblo".
Muchas gracias.
NOTAS
1 William Miller, Nueva Historia de los Estados Unidos, Buenos Aires, Editorial
Nova, 1961, págs. 313 y 314.
2 Aprovechando su viaje al exterior, a comienzos de octubre, Belisario Betancur
pidió, tanto a los Estados Unidos como a la Comunidad Europea, el apoyo
económico para sacar a los pueblos latinoamericanos del abandono. Ante
la banca norteamericana, durante el almuerzo que ésta le brindara en
el Hotel Waldorf Astoria de Nueva York, invitó a invertir más
en Colombia y sugirió para Centroamérica un programa de asistencia
similar al Plan Marshall que Washington ejecutó en Europa después
de la Segunda Guerra Mundial.
3 Ambas citas de Fidel Castro pertenecen a su discurso pronunciado sobre la
incursión de las tropas del bloque soviético en Checoslovaquia,
publicado en Granma, 25 de agosto de 1968.
4 Gabriel García Márquez, El Espectador, enero 9 de 1977.
5 Idem, Cromos, marzo 31 de 1981.
6 Se refiere a las declaraciones por las cuales Fidel Castro aceptó
haber entrenado guerrilleros colombianos, formuladas delante de García
Márquez, L6pez Michelsen y varios periodistas colombianos que habían
viajado a Cuba, a mediados de enero de 1983, con motivo de la entrega de una
condecoración concedida por el gobierno cubano al laureado escritor.
¿QUÉ PUSO AL DESCUBIERTO GRANADA?
Diciembre de 1983-enero de 1984
Editorial publicado en Tribuna Roja Nº 46, de diciembre de 1983-enero
de 1984.
Dos mil unidades de las fuerzas armadas norteamericanas,
con el acompañamiento más simbólico que bélico
de 300 soldados de seis pequeñas repúblicas de las Antillas
de habla inglesa, comenzaron a desembarcar el 25 de octubre en la diminuta
Granada, según los despachos de prensa, a las 5 y 40, hora local.
La ocupación recuerda lo que casi todos sabemos: la eterna historia
de la omnipotente metrópoli que ha lapidado a los pueblos débiles
circunvecinos, pues cualquier determinación improcedente e inconsulta
que alguno de éstos adopte puede poner en peligro la seguridad del
imperio. Para legitimar sus invasiones, a las autoridades de Washington les
ha bastado con argüir la necesidad de proteger a unos cuantos ciudadanos
americanos residentes en el exterior, o mostrar los pedidos de ayuda militar
de la respectiva facción intermediaria, o simplemente presentarse como
cruzados de la democracia que han de cumplir la misionera labor en tierras
extranjeras. En el caso de Granada, cuya empobrecida población apenas
bordea las 100.000 personas y habita en un perímetro de escasos 344
kilómetros cuadrados, el presidente Ronald Reagan esgrimió las
tres disculpas. Excepto que la solicitud de apelar a los cañones para
resolver el litigio emanó, no de uno, sino de dos pares de gobiernos
de islas aledañas, integrantes de la Organización de Estados
del Caribe Oriental, OECO, un ente espurio, improvisado y establecido en 1981
precisamente para eso, para otorgarles un viso legal a las ilegalidades estadinenses.
Aunque Barbados y Jamaica no pertenecen a aquel organismo, sus mandatarios
prestaron el concurso a la expedición armada. El resto de la ficticia
colaboración provino de Antigua, Dominica, Santa Lucía y San
Vicente.
No sobra añadir, conforme hemos procedido en circunstancias anteriores,
que rechazamos rotundamente los atropellos contra la soberanía y demás
derechos inalienables de las naciones, perpetrados por la superpotencia del
Oeste, y sus rancias e insaciables pretensiones de convertir al Caribe y Centroamérica
en el traspatio de su Casa Blanca. No por exiguos e indefensos, los granadinos
son menos dignos de darse la forma de república que a bien tengan y
sin intromisiones de ninguna índole, al igual que cualquier otro pueblo
respetable del planeta. Esta posición nuestra obedece al arraigado
criterio internacionalista de que la unidad de las masas trabajadoras de todas
las latitudes, tan imprescindible para el buen suceso de la revolución
mundial, únicamente cristalizará sobre la base de la plena vigencia
de la autodeterminación de las naciones, al margen incluso de los regímenes
sociales en ellas imperantes; anhelos de libertad y de independencia que compartimos
con los demócratas sinceros, preferencialmente en la actual coyuntura
histórica de dura prueba.
Pero los acontecimientos de Granada ostentan aspectos bastante ignorados,
una especie de cara oculta de la luna que muy pocos han visto y que a nosotros
nos interesa, sobremanera, revelar. Nos referimos al rol de los cubanos en
todo este turbio asunto. En primer término, con la llegada de los infantes
de marina yanquis y de sus grotescos refuerzos antillanos, se supo a ciencia
cierta cuántos hombres mantenía allí La Habana y cuál
era su carácter, puesto que, como acaece en muchos otros países
donde interfieren, la magnitud y el cometido de aquella intervención
mimetizada difícilmente se calcula. Algunas agencias noticiosas estimaban
que la cifra no subía de un centenar, máximo dos, y que su encargo
se circunscribía a colaborar en tareas alfabetizadoras, campañas
de sanidad y sobre todo en la construcción del moderno y grande aeropuerto
internacional de Salinas, en el borde sureño de la isla, al cual el
Pentágono le achacó muy definidos fines belicistas, mientras
la mamertería del Continente lo consideraba el mejor aporte fraternal
al turismo de Granada y del Caribe entero. Al cabo de cuentas, la asesoría
cubana rondó por el tope de los mil efectivos, cantidad nada despreciable
para una revolución tan despoblada, y ello sin sumar la pericia de
los cincuenta soviéticos que asesoraban a los asesores.
Llegado el momento de la verdad, y sin que importe ya mantener encubierta
la naturaleza castrense de diseñadores, ingenieros, albañiles
y ayudantes rasos del aeropuerto en ejecución, Fidel Castro envió,
el 24, un día antes del abordaje enemigo, a un oficial de alto rango,
el coronel Pedro Tortoló Comas, a objeto de que asumiera "el mando
de todo el personal cubano"; el 25 impartió a sus huestes la orden
concluyente de "no rendirse bajo ningún concepto", y el 26,
cuando todo estaba prácticamente consumado, explicó que se había
obrado así para salvar "el honor, la ética y la dignidad
de nuestro país".
Durante la mañana del desembarco, los cables procedentes de Moscú
también se encaminaban a crear la impresión de que los cubanos
se batían más fieramente de lo que les tocaba. A las 9 a.m.
las fuerzas expedicionarias norteamericanas habían sufrido ya 1.200
bajas y la resistencia inmolado 800 gloriosos combatientes, de acuerdo con
aquellas informaciones que en Colombia las cadenas de radio, particularmente
Caracol, propalaban en el instante mismo en que las iban emitiendo los lejanos
e imaginativos corresponsales, y envueltas, obviamente, en un sensacionalismo
estrepitoso. A esas alturas de las acciones realmente no se conocía
aún de pérdidas humanas, y al final de la jornada, restando
sólo unos reducidos y aislados focos de aguante, los muertos en total
no pasaron de ochenta, dieciocho de las tropas de asalto y si mucho sesenta
de los defensores. Sin embargo, y sea lo que fuese, la potencia de fuego y
la capacidad operativa de los custodios de la isla obligaron al Pentágono
a conducir el miércoles 26 otro millar de soldados de su 82a. División
Aerotransportada al campo de las operaciones. Más tarde se especificaría
que el monto global de los infantes yanquis empleados en la maniobra ascendió
a seis mil.
Pese a que el Comandante en Jefe se cuidó de instruir desde La Habana
a sus contingentes en Granada de que "si el enemigo envía parlamentario
escucharlo y transmitir de inmediato sus puntos de vista", con dichos
desplantes teatrales, órdenes categóricas de ofrendar la vida
antes de rendirse, falsas noticias, se buscaba salvar no tanto la valentía
como la justeza de la causa. Mas resulta irrebatible que los cubanos, por
encima de sus proclamas antiyanquis y sus profesiones de fe revolucionaria,
sencillamente luchaban por una pequeña isla de la que se habían
adueñado. Sus legionarios se aproximaban a mil ante un ejército
granadino de escasos dos mil componentes mal equipados y de bajo nivel de
adiestramiento. Sus obras, sus consignas, sus dictámenes empalagaban
el alma de una sociedad indigente y relegada de las Antillas Menores, que,
con el señuelo de ayudarla, la utilizaron de trampolín para
sus apetencias expansionistas. Ellos fueron los grandes héroes de una
mini-revolución frustrada. Hasta el último momento se robaron
la escena, combatiendo para otros por el apoderamiento de una porción
del Caribe que no es suya, "abrazados a nuestra bandera", la de
la Cuba prosoviética.
Y la bandera de Granada, ¿quién la abrazó? Maurice Bishop,
quien en agosto de 1979 ascendiera al Poder mediante un golpe de Estado y
se tornara, en su calidad de Primer Ministro de la isla, en un destacado y
locuaz contribuyente político del régimen castrista, había
sido depuesto el 14 de octubre del año en curso por el comandante de
sus propias tropas, el general Hudson Austin. El 19 de octubre terminó
pasado por las armas, junto a tres de sus ministros, dos directivos sindicales
y varios más de sus adherentes. La dirigencia cubana reconoció
el gobierno de sus sucesores y victimarios, aunque, dentro de su estilo inconfundible,
se lavó las manos por la responsabilidad de los insucesos, censurando
no a los homicidas sino los "procedimientos atroces como la eliminación
física de Bishop y el grupo destacado de honestos dirigentes muertos
en el día de ayer". El Krenilin no se tomó tantos trabajos
por las apariencias. Aprobó sin rodeos la autoridad nacida de los oscuros
y cruentos incidentes.
En Granada se instauró entonces un mando sin piso democrático;
antes bien, con los métodos que le dieron origen descalificados por
sus patrocinadores de La Habana, y que se vio impelido a sitiar a los habitantes
de su capital cuando el adversario exterior lo sitiaba a él para cortar
su efímera existencia. Nos rehusamos a creer que en los designios de
esta banda enceguecida y en entredicho reposara segura, no digamos la victoria,
pero sí la honra de la bandera granadina. Por su parte, el pueblo,
violentamente reprimido y bajo el toque de queda, estaba imposibilitado para
movilizarse; no sabía qué esperar de los golpistas que así
se comportaban como garantes de la continuación de la revolución,
ni qué pensar de un coronel Tortoló Comas que Fidel Castro enviara
la víspera para organizar y dirigir los destacamentos encargados de
repeler la agresión foránea, siendo que esos destacamentos encontrábanse
directa o indirectamente comprometidos con el asesinato del ex Primer Ministro
y de todos modos apoyaban a los asesinos.
Demasiada candidez aceptar que los cubanos, quienes han aprendido las malas
artes de la intriga y la maquinación, tras trasegar tanto tiempo por
el mundo en su carácter de correveidiles de los soviéticos,
se hayan privado de participar o de instigar los episodios del 14 y del 19
de octubre, con la trascendencia que éstos tenían para el futuro
de su política a escala insular y regional, y contando, de ñapa,
con cerca de mil expertos asesores, casi la mitad del ejército nativo,
susceptibles de transformarse en cuerpos regulares de combate como se confirmó.
Hay algo más. Los socialimperialistas y sus seguidores se inclinan
a preservarle a Bishop, una vez sepultado, la aureola de intermediario radical
y dócil que lo distinguiera durante su mandato. Sin embargo se sospecha
que sus viejas lealtades comenzaban a extenuarse. En junio de 1983 viajó
a Washington con motivo de una reunión de la OEA y traslumbró
allí una posición conciliadora con los Estados Unidos; se entrevistó
muy en secreto con William Clark, el encargado de velar por la seguridad del
imperio, y a su regreso a Saint George llegó con un préstamo
en el bolsillo de 15 millones de dólares autorizados por el Fondo Monetario
Internacional. Aun cuando estamos al tanto de esa singular estrategia, que
han tratado de instituir los "socialistas reales", de financiar
con dinero americano las revoluciones regentadas por Moscú, y no ignoramos
los empeños obligados del expansionismo por suavizar las tensiones
en Centroamérica ante la contraofensiva del porfiado Ronald Reagan,
lo curioso de este drama granadino, para expresarnos benignamente, es que
las disensiones internas se agudizaron luego del referido viaje del gobernante
sacrificado, y los cubanos, o hicieron todo para derrocarlo, o no hicieron
nada para impedirlo. De cualquier forma, allí y en medio de la pantomima
seudorevolucionaria, las contradicciones estatales se dirimieron a cuartelazo
limpio y con sangrienta vindicta, a la usanza de los legendarios regímenes
latinoamericanos que giran en la otra órbita.
Estos espeluznantes antecedentes coadyuvaron sin duda alguna a los propósitos
de Washington; pero han servido también para que muchos de los desprevenidos
partidarios de Cuba y de sus actividades intervencionistas empiecen a formularse
interrogantes de tremenda incidencia.
Nosotros hemos insistido en que el socialismo auténtico no es ocupacionista
ni anexionista. Nos preocupa que este punto básico no se comprenda
a cabalidad por las fuerzas democráticas y revolucionarias, porque
la menor intromisión de una nación en los fueros de otra, tolerada
a cualquier título o propiciada bajo cualquier pretexto por el movimiento
obrero de un país, el que fuese, le inflige más daño
a la revolución mundial que todos los atropellos juntos de los imperialistas
contra la libertad y la autodeterminación de los pueblos. Al fin y
al cabo el capitalismo de la era monopólica se sustenta del fruto de
sus prácticas colonialistas. De lo contrario no sobreviviría.
Lo grave radica en que quienes hoy se autocalifican de portadores del marxismo
y de la transformación social, en lugar de combatir los zarpazos de
los Estados Unidos y sus aliados desde posiciones y con procederes revolucionarios,
emulen con ellos en la arrebatiña del globo y recurran a sus mismos
medios. De prevalecer semejante tendencia, las masas golpeadas y burladas
de las diversas latitudes no hallarían qué camino coger y la
humanidad se perdería durante largo rato en uno de los más fragosos
pasajes de su vida civilizada. Por eso, con todo y lo devastadora que se estime
la acción estadinense en Granada, lo importante sigue siendo que aquella
isla menesterosa, ubicada en la esquina suroriental del Mar Caribe y puesta
de pronto en los primeros planos de la atención mundial, logre aportar
con su trágica experiencia al esclarecimiento del culminante problema
planteado, por supuesto a condición de que haya ideólogos y
partidos resueltos a desafiar la resaca y a sistematizar las enseñanzas
respectivas.
Hasta algunos de los más tradicionales y connotados simpatizantes del
bloque socialimperialista acentuaron la nota de repudio contra el general
Hudson Austin y sus compinches. Entre ellos García Márquez,
siempre listo a darles una mano a sus amigos de Cuba para sacarlos de un aprieto,
quien, dos días antes de la invasión de los infantes de marina
yanquis y desde su columna dominical de El Espectador, no perdona al jefe
del Estado granadino de "matón del peor estilo" y a los compañeros
de aventura de éste no los baja de "bandoleros en mala hora extraviados
en la política". En dicho artículo y ajustándose
a un razonamiento lógico, el escritor no puede menos que hacerse la
fatal reconvención: "El día en que se justifique con cualquier
argumento que las fuerzas del progreso se sirvan de los mismos métodos
infames de la reacción, será esa la hora -para decirlo en buen
romance- de que nos vayamos todos para el carajo". Incontrastablemente,
aunque no sea en buen romance. Pero atribuir las consecuencias de la coloquial
exhortación a la conducta aislada de uno o de varios elementos envanecidos
e inescrupulosos significaría lisamente evadir el meollo del asunto.
Examinémoslo.
¿Cómo se llama la atávica costumbre de los imperialistas
de trasladar divisiones de infantería a otros territorios distintos
de los suyos y permanecer en aquellos lugares por un lapso de tiempo, o indefinidamente?
Tiene muchos nombres: ocupación, anexión, pillaje, colonialismo,
etc. Cuando Viet Nam se introduce en Kampuchea y Lao con cientos de miles
de soldados y se instala arrogantemente allá desde finales de 1977;
o cuando Cuba desde mediados de 1975 deposita en Angola 20.000 hombres que
allá se mantienen todavía, y distribuye un número parecido
en Etiopía a partir de ese mismo período del inicio de su intromisión
en África, ¿no es acaso ocupar países inermes, propender
al anexionismo, reivindicar el pillaje, imitar a los viejos colonialistas?
Inevitablemente tales actos generan la desconfianza de las gentes nativas
acerca de la intención de tan extraños salvadores, desembocan
en rompimientos antagónicos y acaban incluso por prender las llamas
de la guerra popular contra el despliegue extranjero. No debiera, pues, parecer
insólito el espectáculo de desintegración brindado por
los conductores de la abortada revolución granadina, si recordamos,
por ejemplo, que los déspotas del Kremlin, preceptores de Castro y
Austin, eliminaron en septiembre de 1977 al presidente de Afganistán
Mohamed Taraki, adicto de la URSS-, para suplantarlo por Hafizullah Amín,
otro colaborador más maleable, a quien igualmente decidieron destituir
y ejecutar antes de los cuatro meses, el 27 de diciembre, fecha desde la cual
alrededor de 100.000 efectivos soviéticos huellan el suelo de aquel
lacerado país, en nombre del internacionalismo socialimperialista y
tras la complacencia de un tercer advenedizo, el Primer Ministro Babrak Karmal.
No nos tropezamos con un caso exclusivo que se explique por razones particulares.
Desde Cuba para abajo, los países que se hallan atrapados en el campo
gravitacional de la Unión Soviética, por simples leyes de la
física, carecen de rumbo propio, y sus luchas, la satisfacción
de sus necesidades, dependen de los albures de la empresa expansionista. La
URSS ha de preocuparse por su imagen; no obstante, jamás estropeará
sus proyectos estratégicos y tácticos por los apremios intempestivos
de una nación de unos cuantos millones de habitantes. Si en el tablero
internacional ha de sacrificar un peón para neutralizar la acción
de un alfil enemigo, no vacila. Algo de eso visualizamos en los rápidos
movimientos ejecutados por las dos superpotencias en el Caribe. Fue notoria
la inquietud de Washington por no chocar abruptamente con Moscú mientras
le sustraía a Granada. Reiteró públicamente la seguridad
de que los consejeros soviéticos desalojados serían atendidos
con "cortesía diplomática" y "eran libres de
hacer lo que quisieran". Los primeros en conocer por boca de los invasores
las miras y los alcances del desembarco fueron los gobiernos afectados por
el desahucio. Hasta los cubanos recibieron desde un principio la promesa de
que se les permitiría abandonar tranquilamente la isla. Las zalameras
gestiones del señor Belisario Betancur en favor del feliz retorno de
los prisioneros a sus hogares estaban, de antemano, plenamente garantizadas.
No olvidemos que la América Latina es el "patio trasero"
de los Estados Unidos y el Caribe su Mar Mediterráneo, y aunque ahí
se encuentre Cuba perturbando el sosiego de los magnates de Wall Street, el
Hemisferio escapa a las zonas de influencia controlables fácilmente
por los amos del Kremlin. Tal vez por el régimen de Cuba, que tan buenos
oficios les ha prestado en éste y en el resto de continentes y cuya
inestabilidad redundaría en su desprestigio, por ningún otro
país del área los rusos estarían dispuestos a sacar las
castañas del fuego en la eventualidad de que los norteamericanos presionen,
con la pólvora o con el diálogo, un reparto más o menos
duradero y razonable de las injerencias mundiales. Una revolución,
como la nicaragüense o la salvadoreña, que pignora su porvenir
a la superpotencia del Este en su justa aspiración de desasirse del
otro imperialismo y corre todos los riesgos inherentes a tal deslizamiento,
en la creencia de que será tenida en cuenta por sus fiadores al momento
de la partija, pecará de ingenua.
Los principales protagonistas del conflicto de Centroamérica ignoran
las ilusiones de una paz negociada esparcida por los platicantes de Contadora
y recelan de las dulzonas palabras de los embajadores de buena voluntad designados
por la Casa Blanca, y cada cual, a su modo, se alista para encarar el cruel
augurio de un desenlace violento de la crisis, sobre todo después de
la repentina y admonitoria caída de Granada, con la que el César,
en contra de la ira universal y por encima de las críticas de sus aliados
europeos, demostró su firme determinación de no asistir apaciblemente
al avance en sus vecindades del peligroso adversario. Tan asustadora será
la cosa, que el teniente coronel Desi Bouterse, jefe de la Junta Militar de
Surinam, visto en Occidente como un recalcitrante izquierdista, con sólo
enterarse de la última misión de los infantes de marina, expulsó
de sus dominios al embajador cubano y a su sarta de asistentes, técnicos
y expertos, que en aquella ex colonia holandesa ya sobrepasaban el centenar,
porque el arrepentido dirigente no quería padecer el calvario de Maurice
Bishop ni soportar los infortunios de un Hudson Austin. Jamaica, la otra oveja
descarriada, había regresado antes a su antiguo redil, sin escandalosas
efusiones de sangre, electoralmente, cuando el laborista Edward Seaga derrotara,
en las urnas, el 30 de octubre de 1980, al procubano Michael Manley.
Y así, cada país, cada Estado y cada gobernante de la región
empiezan a conturbarse por su propio pellejo y a buscar el acomodo que mejor
les convenga. Pues en estas refriegas locales de las superpotencias las coces
las reciben los más inermes y los menos cautos. El presidente de Guatemala,
el general Oscar Mejía Víctores, una copia del muñeco
del ventrílocuo, se ha encargado de difundir la idea gestada en Washington
de desempolvar el Condeca, Consejo de Defensa de Centroamérica, un
pacto militar firmado el 14 de diciembre de 1963 y del que muy pocos se acordaban,
hermano gemelo de la OECO, el ente espurio mediante el cual los Estados Unidos
procuraron legitimar su invasión a Granada. Con las maniobras que el
ejército y la marina de la metrópoli realizan conjuntamente
con Honduras, teniendo como sede la geografía de este país y
en donde las tropas americanas acamparán, tal cual se ha admitido,
por un plazo indeterminado, y simultáneo al constante asedio bélico
a que se viene sometiendo desde fuera y desde dentro a Nicaragua, cercada
por repúblicas crecientemente hostiles, lo único que falta para
completar los preparativos de un asalto en regla, es poner en vigencia la
mampara legal de que habla el general guatemalteco.
Desde luego los yanquis habrán de pagar política y militarmente
un precio incomparablemente mayor por la patria de Augusto César Sandino
de lo que les costará la diminuta isla de Granada. Lo delicado de la
situación radica en que, por múltiples indicios, el ex vaquero
de Hollywood se halla inclinado a desembolsarlo. Por eso causó estupor
en muchos medios el tan dirigido comentario de que si los sandinistas afrontasen
una contingencia parecida, Cuba adoptaría una actitud idéntica,
es decir, no se movilizaría; señalamiento hecho por Fidel Castro
en la madrugada del miércoles 26, en rueda de prensa en el Palacio
de la Revolución, reunida con la presencia de varios periodistas norteamericanos
y convocada bajo el fulminante impacto de la noticia sobre la operación
exitosa del Pentágono en el extremo suroriental del Caribe. Sobreentendiéndose
que los cubanos no están en condiciones de transportar tropas a los
sitios y en el instante en que sus asesores sean violentamente defenestrados
por la contraparte, ni habrán de jugarse en paro la supervivencia en
aras de la de sus coligados, sobraba en aquella noche crucial, ante la arremetida
estadinense que se vino, darle a entender con antelación a Reagan que,
de decidirse a invadir a Nicaragua, La Habana intentaría menos de cuanto
se propuso por retener su reducida posesión en la cola de las Antillas
Menores. Ya oiremos a los áulicos jurando y perjurando que se trata
de un astuto ardid de guerra. Sin embargo, el pronunciamiento, catalogado
por la prensa gringa de "inhabitualmente moderado", deja sin remedio
el vinagroso sabor de que si fuera indispensable se concedería con
lo de los demás a efecto de preservar lo propio. Transigir en lo secundario
para resguardar lo verdaderamente clave: la integridad de Cuba.
Claro que cada quien administra libremente sus temores, pues la Junta Sandinista,
por su lado, el jueves 20 de octubre entregó a los funcionarios de
Washington, a través de su canciller Miguel D’ Escoto, un memorándum
de avenimiento tendiente a descargar la encapotada atmósfera centroamericana
en el que, entre otros enunciados, aquélla se compromete a cesar su
respaldo a la guerrilla salvadoreña, mientras la Agencia Central de
Inteligencia, la famosa CIA, haría otro tanto con los grupos alzados
en armas contra el gobierno de Nicaragua. Cuando queda atrás la controversia
verbal, y el desplazamiento continuo de las fuerzas prosoviéticas,
propiciado al socaire de las incontables dificultades enemigas, tropieza,
de pronto, con la instintiva reacción de la fiera acorralada, apenas
elemental que se desaten, unas tras otras, fórmulas transaccionales
cuya característica común se basa en que los reclamos subalternos
han de acallarse, o si se prefiere, han de ser postergados en provecho de
intereses superiores. Y como no nos hallamos ante colectividades y países
ciertamente soberanos, sino ante una cadena de supeditaciones escalonadas,
en las que priman por sobre todas los afanes hegemónicos de la Santa
Rusia rediviva, los movimientos independentistas que ésta lidera por
intermedio de sus marionetas, preferencialmente los más chicos y menos
trascendentes, constituyen por excelencia la materia canjeable a que recurren
los socialimperialistas cuando se ven empujados al regateo con las potencias
occidentales.
Fuera de que la lucha emancipadora del pueblo granadino se desvirtúa
al prestar su suelo como punto de apoyo de la agresión expansionista,
el irritante, permanente y provocador merodeo de las legiones de Castro brindó
la excusa exacta para la acción corsaria de Reagan. Así haya
siempre protestas por los vejámenes de los imperialismos, las bregas
libertarias que, triunfadoras o vencidas, solamente consiguen cambiar invasores
de un jaez por otro, perderán la estima de las masas trabajadoras del
orbe y se hundirán en el aislamiento. Inexorablemente culminan con
el pecado y sin el género. Y a la inversa, sin haber podido alegar
la imperiosa urgencia de suprimir la sistemática y acrecida penetración
soviético-cubana en la zona, a Washington le hubiera resultado muchísimo
más azaroso tomarse la isla. Cierto que a los Estados Unidos nunca
les faltaron sofismas para desconocer y pisotear las prerrogativas de sus
vecinos, mas hoy se respiran aires muy distintos a los del remoto y cercano
pretérito. La decadente metrópoli se cuece entre las brasas
de mil y una aflicciones: las crisis industrial y financiera, quizás
comparables a la bancarrota de 1929, no acaban por pasar y la arrastran, tras
la sujeción de los mercados mundiales, a una feroz competencia con
Europa y el Japón, sus aliados consuetudinarios; Rusia la hostiga en
los cinco continentes y por doquier desgarra sus dominios; en lo interno carece
de la unidad nacional que le permita proceder desembarazadamente en la rapiña
externa; a sus neocolonias ya no les basta con los derechos y las libertades
formales y se insubordinan en pos de la plena independencia económica,
y, de remate, las tendencias democráticas de todos los pueblos, incluido
el norteamericano, incesantemente se robustecen y se entrelazan, obstaculizando
todavía más los menesteres imperialistas. Empero, las gestas
de liberación nacional que actúen como simples cajas de resonancia
del expansionismo no lograrán sacarles el jugo a tales contradicciones.
Para ello habrán de hacer valer su libre facultad de decisión,
convenciendo además a tirios y troyanos de que contienden sin manipuleos
a control remoto.
La estepa rusa está ubicada casi en las antípodas de los Andes,
y el factor geográfico incide notablemente en la estrategia que trace
un emporio que apenas se inicia y ha de arrinconar por las malas a quienes
le precedieron en los ajetreos colonialistas; rivales de cuidado que tienen
a su haber la experiencia de decenios y hasta de centurias de pillaje, la
ventaja de unas redes tupidas y afianzadas de probados intermediarios en los
países que manejaron o manejan y la creencia cada vez más madura
de que si no se unen se los traga la tierra. La señora Thatcher dejó
sentada su inconformidad por la displicencia de los Estados Unidos al comportarse
casi que inconsultamente en Granada, un miembro, aunque díscolo, no
menos estimable del Commonwealth, siendo que la burguesía inglesa percibirá
a la postre los dividendos de la recuperación, cuando Paul Scoon, el
gobernador nombrado por la Corona, integre su gabinete y principie a despachar,
según se deduce de las indicaciones de la Casa Blanca. Lo cual trae
a la memoria cómo el señor Reagan, después de agotar
las discusiones con los argentinos, también terció, abiertamente
y en medio de la cólera de Latinoamérica, a favor de la invasión
británica de Las Malvinas. Por mucho que la Unión Soviética
se obstine en separar a sus contrarios, sus éxitos surten el efecto
contrario de unirlos.
Merced a estas tres o cuatro complicaciones, comprendida la lejanía,
los nuevos zares del Kremlin deben andar con tacto en cuanto concierna al
Hemisferio americano, hasta donde no alcanzarán a llegar tan expeditamente
sus batallones como en el limítrofe Afganistán. Acá,
sin perjuicio de ir sembrando poco a poco sus asistentes cubanos, que los
hay en Nicaragua y los hubo en Jamaica, Granada y Surinam, la prudencia les
aconseja arreglar, componer, convenir, a objeto de salirle al paso al inevitable
contraataque estadinense. Entre más hagan rechinar sus armas en América
los Estados Unidos, más sermonearán sobre los dones del diálogo
y de la pacificación los mandaderos de la Unión Soviética.
Jamás revoluciones que estuvieron tan cerca de la guerra clamaron tanto
por la paz. Son los viceversas de un trayecto histórico en el cual
el socialismo de una poderosa república traiciona tornándose
anexionista, y los movimientos nacionales de los países secularmente
sometidos, en particular los más débiles y pequeños,
le sirven de punta de lanza en sus acometidas por la supremacía universal.
Y en esa cadena de supeditaciones escalonadas a que nos referíamos
arriba, la isla granadina representaba el eslabón menos importante.
El Pentágono así lo comprendió; la escogió precisamente
a ella con el objetivo de escarmentar y de medir el ánimo y las disponibilidades
de sus contrincantes, sin exponerse a prender una conflagración generalizada.
Siguiendo el orden, los insurgentes salvadoreños han de hacer sus sacrificios
por la estabilidad de Nicaragua, ésta a su vez por la supervivencia
de Cuba y los tres por la feliz culminación de los planes estratégicos
y tácticos del hegemonismo soviético. Tales las prioridades
que se desprenden de algunas de las fórmulas de acuerdo elaboradas
y de algunos de los pronunciamientos emitidos; relación que corresponde
a un conflicto que desafortunadamente a diario deja de ser menos una batalla
por la emancipación de las naciones para degenerar en el consabido
pleito entre las superpotencias.
Confiemos en que los pueblos puedan a la larga destramar el embrollo y corregir.
Por lo pronto, Granada lo ha puesto al descubierto.
¡VIVA LA GLORIOSA RESISTENCIA AFGANA!
Diciembre 12 de 1984
Discurso pronunciado por Francisco Mosquera en el Teatro Libre de Bogotá,
en homenaje a la delegación afgana, el 12 de diciembre de 1984.
Para nosotros constituye motivo de inmenso placer y orgullo
recibir en Colombia a una delegación del Frente Unido Nacional de Afganistán.
De un lado, podemos testimoniar el cálido apoyo que los trabajadores
y el pueblo colombianos le brindan a la valerosa lucha libertaria del pueblo
afgano; y del otro, tenemos la feliz oportunidad de departir con nuestros
queridos visitantes acerca de sus apreciables aportaciones a la causa de la
revolución mundial y aprender de ellas.
La lógica de la historia ciertamente es extraña. Hace alrededor
de ochenta años que las principales fuerzas animadoras del progreso
humano se hallaban ubicadas en las vastedades de Asia, África y América
Latina, zonas por lo general relegadas en su desarrollo y oprimidas nacionalmente.
Mientras que Europa, Estados Unidos, el resto de las boyantes repúblicas
capitalistas y últimamente la Unión Soviética juegan
en conjunto un papel regresivo, no obstante existir entre estos poderes, desde
luego, diferencias de supremacía e intereses. Aquello obedece a que
las metrópolis imperialistas, para preservar su esplendor, no encuentran
otro medio que el saqueo y la sojuzgación de más de un centenar
de países, condenando a miles de millones de habitantes a la indigencia
y el marginamiento. En romper tan ignominiosa relación estriba el venturoso
futuro de la especie, lo mismo en el Norte que en el Sur de la pelota terráquea.
Es decir, en el siglo XX, lo que ha sido atrasado y débil se ha puesto
a la vanguardia del progreso y sin duda obtendrá la victoria final;
entretanto lo materialmente avanzado y poderoso representa el estancamiento
y marcha hacia el fracaso. He ahí una curiosidad histórica.
Pero hay otra paradoja aún más trascendente. Al principio de
la centuria los destacamentos democráticos del orbe hubieron de enfilar
sus baterías contra las grandes potencias europeas, y a partir de la
Segunda Guerra Mundial de modo preferente contra los Estados Unidos. De esas
memorables batallas por la libertad emergió y se consolidó la
Unión Soviética, forjada por Lenin, y el llamado campo socialista.
Sin embargo, Krushev y seguidores abandonaron la senda del socialismo, se
comprometieron en la aventura de conquistar el planeta y sometieron a su autocrática
voluntad, en primer término, a las naciones de Europa Oriental que
se hallaban bajo su influencia. Esta transmutación de la naturaleza
del gigante socialista, junto a la decadencia de lo que se conoce como Occidente,
particularmente en Norteamérica, a causa de las crisis económicas,
las riñas interimperialistas y el auge del movimiento de liberación
nacional del Tercer Mundo, ocasionaron un giro inusitado de las condiciones
internacionales. Desde entonces los combatientes por la emancipación,
la democracia y el bienestar, de las naciones pobres han de cuidarse ante
todo de los zarpazos del oso ruso. Esta ha sido otra enorme ironía
universal: el que a finales del milenio los pueblos hayan de enfrentar como
a su principal enemigo a quien por definición y legado debiera encarnar
los principios del respeto mutuo y el beneficio recíproco característicos
de las relaciones entre países soberanos. Siendo esta lucha más
difícil de llevar a cabo, por lo menos en sus fases preliminares, puesto
que los nuevos zares del Kremlin se embozan en falsas banderas socialistas
y democráticas. Y digo falsas porque la verdadera democracia y el verdadero
socialismo nunca han propendido a la anexión o a la ocupación
de territorios ajenos, sino que han rechazado siempre, en la forma más
enérgica, la mínima interferencia de una nación en los
asuntos internos de otra. Por eso cuando los soviéticos huellan el
sagrado suelo de Afganistán con sus propias tropas, o invaden a Kampuchea
y Lao a través de los fantoches vietnamitas, o controlan a Angola con
los mercenarios cubanos, no hacen otra cosa que sumar el crimen de la traición
a su vandalismo de piratas internacionales.
Por los daños que el socialimperialismo soviético le ha propinado
a la gesta revolucionaria, por la sevicia y el salvajismo de que han hecho
gala en los países sometidos a su despótico dominio, por haberse
constituido en el primer peligro para la paz mundial, la tarea prioritaria
de los pueblos y movimientos de avanzada consiste en desenmascararlo y combatirlo
hasta la tumba. Las organizaciones y partidos que contiendan en las áreas
de hegemonía de los viejos imperialismos deben persistir, por supuesto,
en alcanzar la autodeterminación nacional para sus propios pueblos,
pero precaviéndose de no caer en las celadas de la superpotencia del
Este. En Colombia sostenemos una gran pelea ideológica y política
en torno a este asunto fundamental. El MOIR jamás ha participado del
criterio de que para librarnos de la coyunda norteamericana les tengamos que
abrir las puertas a los vándalos de Moscú. Y en nuestro continente
existen numerosos grupos y tendencias seudorrevolucionarios que pretenden
compaginar la defensa de la soberanía de Centroamérica con la
colaboración directa o indirecta que les prestan a los amos soviéticos.
Pero quienes no trepiden, ni se indignen, ni protesten vehementemente por
las atrocidades socialimperialistas en Afganistán, por mucho que hablen
de democracia y liberación, no pueden ser creídos en su fe de
demócratas ni en sus ansias de libertad. Serán acaso lobos con
piel de ovejas, o mercenarios en potencia.
Todo esto es para concluir, queridos compañeros del Frente Unido Nacional
de Afganistán, que la presencia de ustedes en Colombia representa para
nuestro pueblo y nuestro Partido una ayuda valiosa. Ustedes son los embajadores
de una nación que se halla en el primer frente de batalla y que ha
asombrado al mundo por sus cinco años de gloriosa resistencia contra
un adversario sanguinario e infinitamente más fuerte. Afganistán
está demostrando que cuando se ama más la patria que la vida
no hay poder en la Tierra que impida el triunfo de una nación resuelta
a ser libre, por más pequeña y pobre que ésta fuere.
Por ello Afganistán ha recibido la solidaridad de todas las fuerzas
revolucionarias, democráticas y progresistas de los cinco continentes,
y en el campo internacional ha conseguido acorralar a la intrigante diplomacia
de los Romanov del "socialismo real". El que ustedes, en nombre
de esa valerosa nación, lleguen a nuestras playas a contar las duras
y heroicas experiencias de la resistencia afgana, no sólo contribuye
a la contienda ideológica y política que estamos manteniendo,
sino que templa además nuestros espíritus de luchadores revolucionarios.
¡Muchas gracias, queridos visitantes!
CUBA, O LA BURLA A LA NO INTERVENCIÓN
Febrero 8 de 1989
Carta de Francisco Mosquera a Darío Arizmendi Posada, director de El Mundo, publicada en El Tiempo el18 de febrero de 1989.
Señor Doctor
Darío Arizmendi Posada
Director de El Mundo
E. S. D.
Apreciado doctor:
El editorial de El Mundo del 13 de enero pasado plantea con razonada firmeza:
"Hay que defender a toda costa el principio de no intervención
y la libre autodeterminación de los pueblos". A tan definitivo
convencimiento llega su periódico al reparar sobre los frutos amargos
de más de trece años de intromisión bélica de
Cuba en Angola. Después de haberlo madurado bien, y si me permite,
deseo expresarle mi complacencia por tales deducciones, que, fuera de recoger
una arraigada inquietud de los demócratas de las distintas latitudes,
refleja la necesidad de que la prensa colombiana, por lo menos al nivel del
solar patrio, ayude a corregir las falsedades sustentadas al respecto durante
lustros.
Se censuran reiteradamente las injerencias norteamericanas en los ámbitos
propios de los países débiles, mas se toman como de buena tinta
las explicaciones que sobre las tropelías internacionales de la Santa
Rusia socialista divulgan los agitadores prosoviéticos. Hasta ahora
ésta ha sido una constante histórica, pese a que la escenificación
del agresor en el gran tablado del mundo le ha correspondido última
y principalmente a Moscú, así se trate de la intriga diplomática
o de la invasión armada. Desde el ángulo particular de Colombia
lo registramos con lujo de detalles. A aquel que de cualquier modo justifique
o embellezca las pretensiones del socialimperialismo, y sea quien fuere, burgués
u obrero, progresista o retrógrado, letrado o iletrado, se le disculpan
sus deslealtades con la causa del pueblo y de la nación, si las ha
tenido, y se le reconoce cual heraldo del avance social. Y a quienes desafinen
dentro del coro, cuando corren con suerte, se les destina al castigo de Eróstrato.
Que nos hallamos ante una tendencia, no existe duda. Lo viene a corroborar
el júbilo que desata la "perestroika", ese impulso a la involución
política que los recientes líderes del Kremlin acometen pensando
en un mejor ejercicio económico, tanto en la órbita doméstica
como en el terreno de la rebatiña universal por el reparto del globo.
En Occidente se festeja el cabal retorno al comercio y a la inversión
privada. Pero el que la superpotencia del Este emule con las armas pacíficas
o les otorgue mayor importancia a los negocios financieros dentro de la rivalidad
con los Estados Unidos, la Comunidad Europea y el Japón, sus tres poderosos
competidores, no significa que haya renunciado por entero a la expansión
violenta. El enigma del escueto restablecimiento de los antiguos ídolos
derrocados lo acaba de revelar en parte Mijail Gorbachov, al admitir una quiebra
y un déficit del Soviet Supremo superiores a lo previsto y que lo obligan
a un recorte de los gastos de guerra, con la consiguiente aprobación
del control armamentístico y el desmantelamiento gradual de los enclaves
colonialistas en África y Asia.
Es cuestión de un repliegue, o respiro, determinado por las limitaciones
materiales y propuesto dentro de la hipótesis de que se le respeten
al vasto imperio las zonas de influencia ganadas tras la ofensiva militar
del período que concluye. Cuba no se retirará totalmente de
Angola hasta 1992, y supeditado a cuanto suceda en Namibia. Se evacúan
los regimientos de Afganistán pero se persiste con frenesí en
el refuerzo del gobierno títere. Algo análogo ocurre en Indochina.
Y el aplaudido anuncio hecho oficialmente ante la última asamblea general
de la ONU, acerca de una voluntaria reducción, a partir de 1991, de
las unidades apostadas en Europa Oriental, no suprimiría, de llevarse
a cabo, la desventaja en que se han mantenido las tropas de la OTAN frente
al Pacto de Varsovia. En resumidas cuentas, estamos en medio de la calma que
sigue y precede a la tempestad, aun cuando el entusiasmo por el "crepúsculo
del comunismo leninista", al que aludiera en Medellín el misericordioso
lazarillo de la UP, Misael Pastrana Borrero, no dé lugar a estos análisis,
tomados si acaso cual extrañas premoniciones todavía no vistas.
Sin embargo, doctor Arizmendi, las disparidades que aparezcan en cuanto a
la apreciación del porvenir no lograrán ocultar las coincidencias
surgidas en torno a los acontecimientos ya cumplidos. Me guío por los
alcances de la nota editorial que ha motivado la presente carta. Enorme servicio
se le presta a Colombia aclarando que "la presencia cubana en Angola
es uno de los tantos aberrantes capítulos de intervención militar
extranjera con que se han adobado y se siguen adobando muchos conflictos regionales
o internos de otros países y que, más que ayudar a conseguir
la paz, han servido para intensificar y mantener las acciones bélicas".
Muy importante también que las gentes se pregunten: "¿Fue
la presencia de las tropas cubanas en Angola un acto de solidaridad revolucionaria,
como se predica, o un simple negocio casi mercenario por el que el gobierno
de La Habana recibía una paga del país africano?". Y vale,
finalmente, la "moraleja" que se saca y de la cual se parte: "Toda
intervención extranjera en otro país es injustificada y debe
repudiarse".
Ningún órgano publicitario entre nosotros había hablado
con tal certidumbre sobre tema tan acuciante. ¡A todo señor,
todo honor!
Para bien o para mal, la revolución cubana hizo época en la
América Latina. Los observadores que han conocido su errático
curso podrán señalarle cuando menos tres hitos muy marcados.
El de las nobles intenciones refrendadas a través del plebiscito soberano
de la victoria; el del alineamiento ideológico con Moscú en
las postrimerías de la década de los sesentas, y el del cipayismo,
iniciado precisamente en junio de 1975 con el "negocio casi mercenario"
de la ocupación de Angola. Yo le quitaría el "casi",
porque este tránsito no obedece a meras maniobras del momento sino
a una transmutación o desnaturalización de la cosa. Al colaborar
con los planes hegemónicos de los anexionistas rusos, facilitándoles
su prestigio y su ejército, Fidel Castro perdió no solamente
la independencia sino la gracia. Malgastaron asimismo energías quienes,
como nuestro premio Nobel de literatura, han pretendido demostrar que el abordaje
pirático de Cuba en África corresponde a un arranque económica
y políticamente autónomo. Ni soñado siquiera. No hay
que olvidar que se trata de la pequeña república antillana,
cuyo territorio apenas es un 70% más grande que el área del
departamento de Antioquia y cuya población no alcanza a la mitad de
los habitantes colombianos; que carece de recursos naturales básicos
y aún se encuentra en el monocultivo, endeudada hasta las heces, bajo
bloqueo y consumida por una crisis crónica que cada vez esconde menos.
A los dirigentes de una nación de tales dimensiones y en circunstancias
semejantes jamás se les ocurriría sostener en el exterior, con
sus propios ahorros, decenas de miles de soldados durante trece años,
por mucho que sea el amor profesado a la libertad de los hombres o de las
razas. La Isla no vive para su misión; vive de su misión. El
dinero y las órdenes vienen desde las distantes vecindades de la Plaza
Roja. Y hoy, tras los replanteamientos soviéticos y sin alternativa,
empieza el desmonte de su aventura angoleña por las mismas razones
que ayer la iniciara.
El penoso caso de Cuba constituye hasta cierto punto una norma extraída
de los prolijos recuentos de la opresión entre Estados de la era moderna.
Las viejas metrópolis han sabido siempre enrumbar los jóvenes
movimientos nacionales hacia la cristalización de sus propósitos
de conquista. Inglaterra, dentro de los feroces antagonismos del siglo XIX,
no hubiera ascendido a la supremacía mundial sin el apoyo de los cipayos
indios. Antes se agredía en pro de los "beneficios" de la
civilización burguesa y ahora en nombre del "socialismo".
He ahí la única diferencia. El sello de los tiempos.
Los imperialistas se disfrazan a menudo de redentores sociales.
Pero ninguna merced, ficticia o real; ningún favor de carácter
político o económico; ninguna consideración filosófica,
religiosa o científica debe aceptarse como excusa para promover el
enfrentamiento entre los pueblos. Si lo que preocupa es la emancipación
de las masas indigentes de cualquier Estado, a ella conduce sólo la
senda de la democracia, cuyo primer mandamiento, sin el cual el resto de las
libertades se torna nulo, consiste en la autodeterminación de las naciones.
Justamente al cometido de este postulado responde uno de los cuatro puntos
de convergencia propuestos por el MOIR con el ánimo de conformar un
frente único que saque indemne a Colombia de la encrucijada actual.
Una condición que une y no divide a las fuerzas patrióticas
y democráticas. Un enfoque del problema colombiano, el más amplio,
que terminará poniendo al desnudo las conexiones existentes entre la
martingala internacional y la conjura interna, tan necesario en estos días,
y sobre todo después del fracasado matute de cuarenta toneladas de
armas procedentes de las costas portuguesas y atribuido por el gobierno a
las Farc.
El oficioso concurso de La Habana, y últimamente el de Managua, han
salido a relucir en varios de los trágicos lances protagonizados por
los terroristas criollos, como en las tomas de la Embajada Dominicana y del
Palacio de Justicia. Castro ha interpuesto sus efectivas gestiones para el
rescate de notables colombianos secuestrados. Tampoco ha tenido inconveniente
en reconocer ante la prensa la participación de su régimen en
el aleccionamiento de las guerrillas, incluidas las nuestras. Ante los repetidos
abusos, la administración Turbay, en gesto de singular entereza, lo
conminó a la ruptura de relaciones en 1981, el año del hundimiento
del Karina. Durante su estancia en Caracas, con motivo de la posesión
de Carlos Andrés Pérez, les dijo a los reporteros, entre confidente
y magnánimo, que había ayudado a efectuar el encuentro en Madrid
de Belisario Betancur e Iván Marino Ospina, y que estaba dispuesto
a seguir contribuyendo al logro de la concordia en Colombia.
Así, a los azares de esta trama internacional, se han subordinado muchas
veces las decisiones de los poderes gubernamentales, especialmente en cuanto
atañe a las agotadoras diligencias de la pacificación dialogada.
El mandato belisarista miraba hacia el Caribe antes de formalizar sus entendimientos
con las agrupaciones insurrectas; y volvía el rostro hacia el rincón
al oír los agrios reclamos de Nicaragua sobre el Archipiélago
de San Andrés y Providencia. Eso pasa cuando se posee un criterio muy
pobre acerca de las prerrogativas nacionales, o del respeto que los Estados
han de guardar por los asuntos privativos de las demás naciones.
Creo, no obstante, que la situación evoluciona de manera favorable.
La opinión pública viene aprendiendo a punta de palo. Numerosos
sectores dejaron de tomar a la ligera el influjo que ejercen las contradicciones
mundiales sobre nuestras bregas políticas. A arrojar luz coadyuvará
incluso la "perestroika", por aquello de que la mejor refutación
es el desarrollo mismo de lo refutado, cual lo concebía Hegel. El disgusto
creciente de las repúblicas subalternas de Europa Oriental ya delata
la índole imperialista de la Unión Soviética. Sus retiradas
tácticas se traducirán en derrotas estratégicas. Y si
no ha sido tan acelerada la rusificación del orbe a través de
unas guerras restringidas que tambalearon por la insuficiencia de los caudales
e instrumentos indispensables, cabe esperar que se empantane también
el predominio ruso mediante la monopolización de los mercados y las
monedas extranjeros. Se abre, en fin, la perspectiva de contener a los zares
redivivos y a sus estipendiarios.
En Colombia todo depende de un cambio de mentalidad, de una revolución
ideológica que coloque en la picota las posiciones de quienes rechazan
las exigencias del FMI mientras alaban el aniquilamiento de los pueblos de
Eritrea, Chad y Afganistán, o se muestran internacionalistas ante los
centroamericanos y chovinistas ante los indochinos. El editorial de El Mundo
simboliza un paso en aquella dirección. Que el país lo sepa.
Cordialmente,
Francisco Mosquera.