El fogonero

 

FRANCISCO MOSQUERA

OTROS ESCRITOS II

(1977-1994)

 

 

7. EL CARÁCTER PROLETARIO

DEL PARTIDO Y LA LUCHA

CONTRA EL LIBERALISMO

 

Tribuna Roja No 33, segunda quincena de noviembre de 1977.

 

La dirección del MOIR se complace en informar a la militancia, a la clase obrera y al pueblo colombiano sobre la integración en sus filas de las vertientes marxista-leninistas de los CDPR y del MIR. El paso hacia la fusión se originó en la iniciativa promovida por los dirigentes de las vertientes mencionadas, que llegaron a tal conclusión luego de observar durante un tramo considerable la práctica del MOIR, y de confrontar los postulados programáticos y teóricos de éste con los que por su parte venían desbrozando y comprobar que coincidían plenamente. Identificados en las cuestiones esenciales de la revolución no subsistía motivo para proseguir marchando separadamente, y especialmente cuando la unificación, en las condiciones actuales, multiplicará las energías de la recia batalla contra las desviaciones liberalizantes y revisionistas, de inaplazable atención tanto dentro como fuera de nuestro partido.

Después de las consultas y los intercambios de opinión correspondientes, se acordó proceder a los ajustes organizativos del caso, desde el Comité Central hasta los niveles celulares.

Teniendo en cuenta que el MOIR de tiempo atrás debate la utilidad del cambio del nombre y la convocatoria del Congreso, objetivos postergados varias veces por exigencias de la contienda política, y teniendo en cuenta que la fusión acordada alienta esta sentida aspiración del Partido, se determinó recomendar al Comité Ejecutivo Central que, al calor de las nuevas circunstancias, vuelva a ocuparse de ella y estudie la posibilidad de cristalizarla en un tiempo relativamente corto. Mientras tanto, se vio, no sólo desde la urgencia de avivar la lucha ideológica contra el liberalismo seudomarxista y conviviente con el régimen oligárquico proimperialista, sino desde el adecuado aprovechamiento que debemos hacer del prestigio ganado por el Partido en determinados sectores de las masas, que la conveniencia aconseja reivindicar ahora más que nunca el nombre, la historia edificante y la línea marxista-leninista del MOIR, y que lo alusivo a la denominación del Partido es decisión que no ha de adoptar ningún otro organismo diferente al congreso.

La recapitulación que a continuación ofrecemos de los principales fundamentos de principio sobre los cuales se cimienta la fusión, busca reafirmar el rumbo revolucionario del Partido, resaltando aquellos puntos claves de cuyas correctas interpretación y aplicación depende su victoria en este nuevo período.

 

Tres orientaciones básicas

para la consolidación del Partido


Como lo promulga el proyecto de programa general, somos un partido político de la clase obrera. De ahí arrancan nuestra posición peculiar en torno a los problemas de la sociedad, los intereses y concepciones distintos que, concernientes a la lucha de clases, inevitablemente nos apartan y enfrentan con las tendencias y manifestaciones no proletarias y, en definitiva, la causa que abrazamos de combatir hasta el final por la emancipación del proletariado, instaurar el socialismo y realizar el comunismo. En ello se compendia nuestra misión como Partido. Tal la síntesis procera de nuestros deberes.

De otra parte, en la brega de más de una década hemos constatado directamente que los obreros sólo pueden actuar como clase delante de las otras fuerzas sociales y enrutarse hacia el cumplimiento de sus cometidos históricos, mediante la creación y desarrollo permanente de su propio partido. A través de él los sectores más avanzados del proletariado conseguirán agruparse, adquirir la preparación necesaria y constituirse en una vanguardia experimentada capaz de cohesionar y movilizar al resto de organizaciones obreras y a los trabajadores en general. De lo contrario estas masas serán pasto de la influencia y las maquinaciones de sus explotadores y verdugos, no lograrán deshacerse de las herencias reaccionarias del pasado ni romper con el egoísmo gremial que circunscribe la actividad a los marcos meramente sindicales. Su salvación, pues, radica en el partido obrero, que les proporcionará la dirección indispensable para la revolución y la conquista de la dictadura del proletariado.

Las luchas ideológicas y políticas que llevamos a cabo tienen que ver directamente con los dos puntales arriba señalados: la naturaleza proletaria del partido y la necesidad de que el proletariado actúe siempre como clase. Sin embargo, muchos camaradas no comprenden a cabalidad premisa tan elemental y básica. Cuando asumen una actitud o lanzan a la ligera un criterio no se preocupan por indagar de qué lado se colocan, si sirven a los apropiadores o a los desposeídos, si debilitan o fortalecen al partido. Y quienes, instigados comúnmente por móviles personales, no modifican semejante comportamiento liberal, terminan inexorablemente cargándole ladrillo a la reacción. La crítica y la lucha interna configuran la respuesta indicada contra el liberalismo y permiten erradicarlo a tiempo para “curar el paciente” y educar a la militancia y a las masas. Pero a veces el aprendizaje demanda la expulsión, o la deserción voluntaria de los inculpados, que para los beneficios obtenidos da lo mismo.

Después de la participación en los últimos cuatro sufragios electorales, que nos facilitó difundir profusamente la estrategia unitaria de la revolución colombiana y llevar a su más alta expresión la vieja batalla contra el oportunismo de “izquierda”, nos encontramos en la actualidad ante la erupción de las más diversas expresiones liberalizantes, caracterizadas por el convite a conciliar con la burguesía y a inclinarse hacia el revisionismo. Aunque la arremetida contra estas desviaciones adquiere ahora importancia prioritaria, el Partido ya las había encarado anteriormente con éxito y posee alguna experiencia al respecto. Varios son los factores que las generan, como la repercusión de la diaria labor corruptora y propagandística del enemigo, los auges esporádicos de las contracorrientes oportunistas de la burguesía, el acrecentamiento de las dificultades en ciertos momentos cruciales del proceso revolucionario, el desconocimiento de la situación real y de su constante evolución, la desvinculación de las masas populares y de sus lides por parte de los miembros del Partido, la extracción de clase no proletaria de los militantes, la falta de estudio del marxismo-leninismo y de la trayectoria del movimiento comunista internacional, etc. La conducta de los portavoces del liberalismo resulta fácilmente detectable. Mientras la revolución progresa sin mayores contratiempos, ellos son marxistas, votan sin chistar en los organismos las políticas del Partido, hablan bien de su táctica, simulan entusiasmo y se mimetizan dentro del montón. Mas si viene la ola contrarrevolucionaria ellos se le suman, olvidan el marxismo, condenan sin escrúpulo las políticas aprobadas unánimemente, reprueban la táctica seguida, alientan el pesimismo y se distinguen como zapadores de la división.

Las organizaciones partidarias están obligadas a efectuar un análisis minucioso de los diferentes brotes de liberalismo que las afectan, descubrir sus causas particulares y disponer los correctivos indicados. Todo lo cual en procura de elevar el nivel ideológico y la disciplina de la militancia, y de ahondar la unidad consciente y de principios del Partido. Las discusiones y decisiones respectivas deberán promoverse dentro de la más amplia democracia, sin lesionar los derechos de ningún camarada. Para la feliz culminación de este empeño reparador se requiere preservar a cada instante la atmósfera de plena confianza y de fraternidad privativa de los comunistas.

Durante la campaña de educación ordenada por la Conferencia de Julio contra el liberalismo y el cretinismo parlamentario ha de hacerse hincapié y profundizar en las siguientes tres orientaciones generales:

 

I


El proletariado en su gesta por la revolución de nueva democracia, en procura de la liberación nacional y el derrocamiento de la coalición burgués-terrateniente proimperialista, promueve la pelea cotidiana por las libertades públicas y los derechos democráticos para las masas populares. Denuncia con altivez los recortes progresivos a la limitada democracia burguesa. Defiende y utiliza las escasísimas y cercenadas prerrogativas que aún concede a los oprimidos el régimen imperante. Por eso se organiza en sindicatos, presenta pliegos a los patronos o al gobierno, declara huelgas y concurre a elecciones. No obstante, los pequeños progresos que obtiene en tales lizas, si en verdad los obtiene, los recibe, lo mismo que a la democracia en general, como puntos de apoyo para desarrollar su lucha de clases y acumular fuerzas. No los puede confundir o equiparar con las metas finales, sino reducirlos a sus precisas dimensiones, pasos forzosos en una jornada prolongada de años y decenios. Pero si los obreros y su partido se prosternan ante los gajes arrancados a la brava a los opresores, o concedidos por éstos demagógicamente para aguar la rebeldía y solidificar la esclavitud, de sepultureros del Estado oligárquico antinacional pasan a convertirse en sus entibadores. Les sucede igual si restringen su acción a lo aceptado por la minoría guarnecida tras las alambradas del poder y no se atreven a destrozar esas cadenas y con ellas las de la explotación económica. En una palabra, y según el marxismo, el proletariado supedita toda su lucha política, como medio, a su emancipación de clase.

Obrar al contrario significa la traición a la revolución. Los desviacionistas liberales aprecian las cosas desde otra esquina. El Estado que nos aplasta y combatimos no lo clasifican como una dictadura omnímoda, en la que los privilegios y garantías están establecidos exclusivamente en provecho de la oligarquía vendepatria, en tanto que al pueblo en la práctica se le niega o escamotea con mil ardides toda democracia, así la Constitución consigne en el papel vocablos huecos sobre la “libertad” o la “igualdad” y los jefecillos de la coalición gobernante se afanen en tapar con sus discursos las arbitrariedades de cada día. Desde luego, para la tendencia liberal hay injusticias y atropellos que merecen subsanarse, de lo cual hace una muletilla en su trajín proselitista. Pero al ocultar que bajo la sojuzgación neocolonial y semifeudal cualquier conquista de las masas será efímera e incierta y la mejor democracia un perfeccionamiento de la expoliación, crea ilusiones acerca de las oportunidades que ofrece el sistema para un pronto y normal crecimiento de las fuerzas revolucionarias; concede poca o ninguna transcendencia al recrudecimiento de la represión política como fenómeno inevitable y congénito a la agudización de la explotación imperialista, bajándole la guardia al pueblo y degenerándolo espiritualmente; explica los escasos avances cuantitativos de la revolución y sus derrotas electorales únicamente por los “errores” de la táctica desplegada, minimizando al máximo el hecho fundamental de que los obreros, los campesinos y los demás sectores populares en sus batallas por la unidad y la organización, no sólo tienen que encarar la férrea coyunda cultural del enemigo, sobreponerse a los horrores de la miseria más brutal, sino que han de afrontar una maraña de disposiciones coercitivas de todo tipo, que para donde vayan se las recuerdan violentamente las tropas uniformadas, los carceleros, los alcaldes, los jueces y hasta las sociedades de ornato y mejoras públicas y, de esta manera, la tendencia liberal acaba por calumniar al pueblo y congeniar con los verdugos.

Sobra agregar los peligros que representaría para el Partido si en su seno llegasen a anidar tales desfiguraciones alrededor de la lucha política de la clase obrera y de la catadura del sistema reinante. Sería la perdición. Ciertamente los problemas pesan sobre nuestras espaldas, mas no se mitigarán con las invitaciones del liberalismo a pelechar bajo la sombra de la democracia oligárquica, a adaptarnos al ambiente mediante ingeniosos replanteamientos y aleaciones oportunistas de virtuosos maniobreros. A pesar de que perduren las elecciones y el parlamento, o de que los Pinochet colombianos despachen todavía desde los cuarteles, ninguna cábala milagrosa brotada de nuestros cerebros evitará el deslizamiento del país hacia la fascistización. La lucha electoral, cada vez más restringida para los trabajadores por las trabas legales e ilegales que les imponen las clases dominantes, innegablemente contribuye a extender el Partido, divulgar sus programas, promover nuestra línea unitaria y ganar aliados, pero por sí sola no desencadenará mutaciones considerables en la distribución de fuerzas. El momento es envidiable para educar al pueblo en estas ideas proletarias de la revolución. Inyectarlo de vanas esperanzas, embelleciendo las atroces virtudes del democratismo neocolonial, como lo hicieron los revisionistas en Chile, fuera de constituir un crimen monstruoso se traduciría a la postre en lo contrario de lo que se busca, en apagar los hornos. ¡Ay de Colombia si nada aprendimos del martirologio chileno!

A nuestro lado las quimeras liberales proliferan en proporción inversa a la vigencia de las libertades públicas. Nos avecinamos a un período azaroso, de enormes borrascas, en el que si para garantizar el triunfo de la batalla ideológica fuere imperioso quedarnos solos, poco importa. En ayuda de la navegación donde hay arrecifes se levanta un faro. Falta razón para descorazonarnos porque el Partido no crezca vertiginosamente, o porque la resistencia de las masas a la explotación y a la opresión no se materialice, a la vuelta de unos cuantos años, en la unidad total del pueblo. Necesitamos formar miles y decenas de miles de cuadros con la suficiente sagacidad para no caer nunca en las trampas montadas por el enemigo, y con la entereza para no desertar ni saltar al bando opuesto cuando arrecie el temporal reaccionario; cuadros curtidos en la lucha y armados del marxismo-leninismo, perspicaces en el conocimiento de la cambiante realidad y audaces en la acción, modestos en el servicio infatigable al pueblos y dispuestos a sacrificarlo todo por la revolución. Con un destacamento así podremos superar cualquiera de las condiciones adversas. Pero este objetivo no estará a nuestro alcance de la noche a la mañana. Las empresas revolucionarias que dejaron honda huella en la historia han demandado siempre esfuerzos titánicos de sus protagonistas. Sacar a Colombia de la aflicción y convertirla en una nación soberana y próspera es una empresa de titanes.

 


II

.
De las peculiaridades de la situación en que nos toca batallar se derivan tareas similares y distintas a las de los comunistas de otras latitudes. Los problemas colombianos guardan en general analogía con los de los pueblos coloniales y neocoloniales del tercer mundo y se diferencian de las adelantadas naciones capitalistas, imperialistas. Nuestras inquietudes particulares tampoco se parecen a las de las repúblicas socialistas. Aunque en todas partes la clase obrera tiende hacia el socialismo y el comunismo, antes de arribar a estos fines superiores y para poderlos coronar, llena las etapas correspondientes del desarrollo del país de que se trate. Nosotros no tenemos a la orden del día la revolución socialista, como en los Estados Unidos; ni mucho menos construimos el socialismo, como en China. Colombia se halla en un estado anterior y moldea su revolución nacional y democrática. Quien haga caso omiso del escenario en que actúa fracasa fatalmente. Siguiendo estas instrucciones del marxismo deducimos que el proletariado colombiano está abocado, si desea vencer, a conformar un frente de lucha con todas las clases y sectores golpeados por el imperialismo norteamericano y sus lacayos, la gran burguesía y los grandes terratenientes. Lo que implica unirse con el campesinado, su aliado más natural y numeroso, con la pequeña burguesía urbana e incluso procurar la alianza con la burguesía nacional. De lo que se desprende a su vez el especial celo que debemos poner en blindar la absoluta independencia ideológica y organizativa del Partido, alertándolo contra las influencias de las otras clases con las que se alía, como asunto de vida o muerte.

Los obreros encarnan el contingente más revolucionario de la sociedad colombiana. Se inclinan naturalmente por la colectivización y planificación de la economía, porque no poseen más que su fuerza de trabajo, la que venden para medio subsistir, y porque en su condición de asalariados se hallan uncidos a las formas más desarrolladas de la producción capitalista, incluidos, se entiende, los monopolios del imperialismo, en los que se manifiesta a plenitud el antagonismo entre los procesos productivos altamente socializados y el acaparamiento por parte de un ínfimo número de propietarios individuales. La cruel explotación a que se encuentran sometidos lleva a los proletarios a organizarse y adelantar su lucha de clases hasta salir de la esclavitud e instaurar su propia dictadura estatal socialista en lugar de la de sus opresores, primero, y luego, hasta abolir toda diferencia social y con ello las clases y el mismo Estado, es decir, el advenimiento del comunismo. De lo dicho se colige que el horizonte del proletariado es mucho más dilatado que el de cualquiera de sus aliados dentro del frente único, los cuales, por sus intereses económicos y ubicación en la sociedad, no superan los mojones capitalistas. Sólo las capas más arruinadas del campesinado y de la pequeña burguesía urbana, en vía a la proletarización, acogen las banderas del comunismo.

Asimismo, nuestro partido se distingue de los demás por otras cuestiones concomitantes: posee una teoría científica, el marxismo-leninismo, que le permite descubrir y aplicar las leyes del progreso y de los cambios sociales, o sea participar no a la loca sino conscientemente en las transformaciones revolucionarias; y su carácter eminentemente internacionalista que le proporciona una visión universal y no parroquial de las cosas, tanto para apoyar eficazmente a los obreros y a los pueblos de todo el globo, como para amoldarse a la época histórica y sacar provecho de las contradicciones y del curso de los acontecimientos mundiales. Todas estas ventajas cualitativas deciden el papel dirigente de nuestro Partido en la revolución colombiana y el destino promisorio de ésta.

No obstante, el proletariado no ha llegado a constituir aún una gran mayoría de la población en Colombia ni se encuentra en condiciones para resolver con su sólo concurso la liberación nacional y el derribo del yugo burgués-terrateniente vende-patria, prefacio obligatorio de la revolución socialista. Por eso machaca en coligarse con el resto de clases y sectores sometidos, a los que propone un plan tendiente a evitar la dispersión de las fuerzas que resisten al imperialismo norteamericano, propiciar la unidad del pueblo bajo una única dirección compartida y llevar hasta el último término la revolución democrático nacional. Para que aquel plan sea adoptado por todos los posibles aliados del proletariado, unos gustosamente y otros a regañadientes, conforme al peldaño que ocupen en la escala social, se requiere de un gran conflicto, proceloso, prolongado y complejo, hasta cuando cada una de las objeciones en su contra, o de las sustituciones oportunistas presentadas, queden rebatidas por la práctica; hasta cuando las clases dominantes agoten su munición de engaños y ante el archipiélago político sobresalga en el continente obrero nuestro Partido, firme, seguro, querido y respetado por las masas populares. Entonces el frente patriótico tomará cuerpo definitivamente y la revolución tocará a las puertas de Colombia.

No se vaya a creer que porque los objetivos son de índole democrática en la presente etapa, o porque precisamos de un frente que abarque a la casi totalidad de colombianos, andaremos más rápido ocultando nuestros puntos de vista o renunciando a la independencia ideológica y organizativa del partido. Nos aliamos para robustecernos, pero si no nos hacemos fuertes en todas las líneas nadie se aliaría con nosotros. Hacemos concesiones secundarias para facilitar la unidad del pueblo, mas ésta depende en últimas del triunfo de la lucha contra las posiciones conciliacionistas y traidoras. Al darle aliento a frentes pequeños como la UNO durante las elecciones de 1974, instruíamos a las masas con nuestro ejemplo acerca de la política unitaria; sin embargo, cuando rompemos posteriormente con aquella, tras los galanteos del Partido Comunista con "el mandato de hambre" y su comportamiento sectario y antidemocrático, también hacíamos labor pedagógica en los hechos acerca de cómo no pueden funcionar las alianzas revolucionarias de los oprimidos contra los opresores.

El aglutinamiento del pueblo en un frente único presupone antes que nada el fortalecimiento del proletariado y su partido. La unidad antiimperialista no se reduce sólo a entendimiento y concesiones; entraña igualmente discrepancias de clase y defensa cerrada de las orientaciones correctas. Por la dinámica de la revolución sabemos que los frentes se integran y se desintegran. Mirar únicamente un aspecto de la contradicción, y en este caso relegar la lucha para sostener los compromisos, sería abandonar la independencia ideológica del partido, debilitarlo, presionarlo a adoptar los criterios y enfoques de otras clases y a declinar su papel dirigente de la revolución. Y con ello Colombia entera perdería, ya que nadie, a excepción del proletariado, le garantizará la plena soberanía y la auténtica prosperidad económica.

En cuanto a la unidad, los propugnadores de la tendencia liberal dentro y fuera del Partido han salido más papistas que el papa. Debido a ello resulta sencillo destaparlos. Hoy por hoy su principal consigna de combate es ésta: ¡Hay que hacer el frente, mantenerlo y ampliarlo a cualquier precio! Que el programa revolucionario obstaculiza el acercamiento de caudillos y personajes interesantes, suplantémoslo entonces con una plataforma reformista. Que el internacionalismo asusta al “centro-izquierda”, embutámosnos con éste en el monedero del nacionalismo burgués. Que el Partido, en la dura pugna por abrirle camino a una línea consecuentemente unitaria de la revolución colombiana, se ha ganado bastantes y pudientes detractores, reneguémoslo y evadamos el aislamiento. Las pérfidas invitaciones de los desviacionistas liberales consisten en el fondo en que el proletariado, en honor de un peregrino avenimiento con los eventuales socios, trueque su inefable y brillante porvenir revolucionario, su vasta proyección de combatiente internacionalista y sus intereses de clase, por los austeros remiendos al régimen de explotación neocolonial y semifeudal, las miopes consideraciones de los prejuicios nacionalistas y los mezquinos intereses burgueses.

El Partido no necesita desdibujarse para convencer a sus virtuales aliados de lo justo de una estrecha cooperación en las acciones contra el imperialismo norteamericano y sus secuaces. Promulga la revolución nacional y democrática, con lo que promueve el frente único y crea las condiciones ulteriores para el socialismo. Pero si desiste de aquella y retrocede ante los embates del oportunismo no disfrutará de la autodeterminación de la nación colombiana ni, después, de la libertad de la esclavitud asalariada. Dentro de la alianza democrática y patriótica no se borran las fronteras de las clases que la componen, simplemente éstas limitan las luchas entre sí, y las encauzan hacia el mejor logro de los objetivos comunes. De lo contrario el Partido se verá impelido a romper la unidad en nombre de un acuerdo genuinamente revolucionario. Y es lo que acontece en la actualidad. La poderosa corriente unitaria del pueblo colombiano gana cada día más y más simpatizantes; sin embargo, su ventura estriba en el naufragio de las tendencias liberales y revisionistas, para lo cual las condiciones continúan siéndonos propicias.

 

III


Las formas rudimentarias organizativas de la clase obrera surgen de la confrontación en las fábricas contra los patronos, como palancas de su lucha económica. Pronto adquieren la contextura acabada de los sindicatos que, conforme va patentizándose el antagonismo entre el capital y el trabajo y la necesidad de los asalariados a redoblar las defensas ante la voracidad de sus esquilmadores, pasan de asociaciones de base, a nivel de empresa, a agrupaciones extendidas por ramas industriales; de federaciones regionales a confederaciones de cobertura nacional. Estas estructuras gremiales simbolizan escuelas insustituibles de los trabajadores, donde reciben las lecciones preliminares y forjan los primeros hierros en su larga y enconada contienda de clase. Mas no les bastan para enfrentar con éxito a los esclavistas modernos, no digamos en el multifacético universo de la política, sino incluso en el mismo terreno de las reivindicaciones inmediatas y las reformas por mejores medios de vida y de trabajo.

Los opresores se mueven a sus anchas en todas las esferas de la sociedad; empezando porque cuentan con el ingente poder que representa la riqueza colectiva acumulada en sus manos y funcionan como Estado, con legisladores que expiden las normas de obligado cumplimiento, magistrados que juzgan y castigan a los infractores de la ley y ejército que somete violentamente a quienes se insubordinan. Por intermedio de sus partidos pretenden colocar al lado suyo a las masas populares, sin excluir a los obreros más ingenuos. La instrucción pública la encaminan hacia el adormecimiento del pueblo y la creación de servidores obsecuentes. En los otros dominios de la cultura también se inmiscuyen, cuando impulsan un arte oficial degenerativo o se parapetan en la religión para evadir las iras del vulgo incrédulo. Hasta en el sindicalismo operan, donde alientan el esquirolaje y amamantan una concha burocrática encargada de descarriar el movimiento y asordinar la protesta.

Si el proletariado, al contrario, no transmonta los linderos de sus habituales labores, se reduce a los pliegos de peticiones y a los aumentos de salarios, se enconventa huyendo de los peligros de la vida seglar y no acepta el reto que le formula el enemigo de batirse en cualquier sitio y con cualquier arma, será un pobre juguete en las garras de sus depredadores. Pero este salto no podrá darlo espontáneamente. Así como requirió de los sindicatos para adelantar la lucha económica, en la lucha política precisará del partido, su instrumento orientador por excelencia y su más elevada expresión organizativa. El inicio de la actividad partidaria para la masa obrera significa salir de pronto del fondo de un socavón al sol del mediodía. Una alborada jamás soñada despuntará ante sus ojos recién abiertos. Ya no estará dispuesta a ser eternamente una raza de proscritos y con indescriptible alegría descubrirá que tarde o temprano ajustará cuentas a los culpables de todas sus angustias, tanto por la fuerza de sus argumentos como por los argumentos de su fuerza. Entonces sí obtendrá definidos perfiles de clase y disputará a los explotadores el ascendiente sobre las grandes mayorías, en los desafíos de todas las justas, en el pugilato medida por medida, en los choques ideológicos y militares, hasta arrebatarles la preeminencia dentro de la sociedad y conquistar la prerrogativa de troquelar una nueva, con arreglo a las demandas de los discriminados de ayer.

La envergadura del Partido para abarcar y coordinar al resto de corporaciones del proletariado indicará el grado de su madurez. Esta ligazón la efectúa a través de los organismos celulares que nacen y se multiplican paulatinamente, en concordancia con el engranaje de la producción y la segmentación territorial. Por el aspecto formal el partido se acomoda a las diversas organizaciones de las masas y por su contenido éstas se ajustan a sus directrices políticas. Los militantes respetan las normas de las entidades donde actúan, propugnan y se someten a los principios democráticos de funcionamiento, persiguiendo a cada instante el respaldo para los postulados fundamentales del Partido y el acatamiento para sus resoluciones. Si pisotean la democracia o desfiguran la índole de la respectiva agrupación, ¿cómo lograr la acogida para la política revolucionaria? Sino luchan por ésta, ¿qué objeto tiene servir comedidamente en una determinada agremiación? Relación idéntica prevalece desde el punto de vista de la legalidad y la clandestinidad. Las células cerradas siguen a los aparatos abiertos, pero éstos se guían por aquellas. El divorcio de unos y otras privaría al Partido del medio natural de subsistencia y a las bases llanas de su nutriente vital. En torno a quebrar o ahondar ese vínculo girará toda la lucha de clases en sus facetas más desarrolladas. Cuando la reacción compruebe su impotencia en la fatiga de apartarnos del pueblo haciendo uso de la polémica "civilizada", terminará quitándose el antifaz y abandonando las apariencias, para pasar a dirimir la controversia principalmente por los métodos de la barbarie. Su instinto animal la alerta sobre la amenaza de una vanguardia esclarecida que finca su éxito únicamente en la aceptación ganada entre los desposeídos y que espera segura el triunfo del estallido revolucionario. La guerra popular contrarrestará en su momento hasta los últimos propósitos letales del enemigo puesto que garantizará, entre sus variadas miras, que ni siquiera la violencia instaurada a grande escala por las falanges oficiales consiga el ostracismo del más abnegado destacamento de combate de los insumisos.

Paradójicamente, no es menester que el régimen se preocupe con frecuencia en cortar las correas de transmisión que nos comunican con los amplios sectores laboriosos urbanos y rurales; la conducta de no despreciable cantidad de camaradas, que se hallan afectados de gremialismo y economismo, se encarga de decretar el destierro voluntario del Partido de jornadas masivas, de tareas especializadas, de núcleos de agitación. He ahí otra categoría de liberalismo, que, por lo demás, reviste modos muy heterogéneos. Unas veces aparece como la constante a evadir el duelo franco con los oportunistas y revisionistas por el control de la plaza, o a mostrar indiferencia por los ataques y mendicidades de nuestros calumniadores. Otras, como egoísmo de gremio, cuyos portavoces arrancan sublimando la importancia de su profesión u oficio ante el resto de las ocupaciones productivas, debido a lo cual todo acercamiento, participación y aporte de los no congregados, sin exceptuar el Partido, se considera una intromisión inadmisible; y por lo general culminan resignándose al estado de cosas vigente, sumiéndose en la pasividad y perdiendo la iniciativa, el espíritu creador, la originalidad y hasta el brillo, si en algún tiempo fueron virtudes suyas. Sin la ruptura radical con tales desviaciones no será posible, por ejemplo, cumplir con nuestra decisión de ojear hacia el campo, contribuir y atender directamente las faenas de la organización del campesinado y unirnos acelerada y consistentemente a él.

Los dirigentes obreros que se dejan envolver en la rutina de sus sindicatos, y satisfacen sus mejores ambiciones al conservar, año tras año, un cargo en la Junta Directiva, como cualquier burócrata se oponen a las innovaciones y a la promoción de activistas; o llegadas las horas de las conmociones sociales y del resquebrajamiento de la tranquilidad, exhalan con disimulo sus esencias soporíferas, como cualquier burócrata. Cuando ascienden la cuesta y adelantan la dispendiosa brega por desprender la costra patronalista, reciben gustosos el apoyo del Partido; cuando salen vencedores y con la protección del fuero sindical, echan en un saco roto las enseñanzas revolucionarias y estiman demasiado onerosas las obligaciones partidarias. Es como decía un camarada en la Conferencia de Julio: “Después que los ayudamos a trepar al caballo, se largan al galope”. Todas estas manifestaciones del liberalismo deforman la mente de los trabajadores, los encasillan en parcelas separadas, impidiéndoles portarse como clase ante sus explotadores y facilitando la labor divisionista de la oligarquía lacayuna; minan gravemente nuestros esfuerzos por vincularnos íntimamente con los millones de integrantes del pueblo colombiano, y nos impiden responder oportuna y eficazmente a las maquinaciones de la reacción en todos los ámbitos. En suma, proporcionan el abono para el cultivo de los peores vicios del oportunismo y colaboran determinantemente en fomentar la inveterada postración de las abrumadoras mayorías.

Cuánto nos falta recorrer aún para arraigar la idea básica de que el proletariado no gozará de bienestar verdadero hasta tanto no pulverice la dominación de sus opresores, por lo que tendrá que capacitarse para combatirlos, no sólo con los pliegos petitorios y las reformas reivindicativas, sino investigando y encontrando en las múltiples contiendas las salidas acertadas para la crisis global de Colombia; desbaratando una a una las mentiras entronizadas acerca de la economía y la política, las ciencias y las artes, sin permitirles a sus enemigos que se sigan luciendo por ausencia de contradictores, y hostigándolos y volviendo contra ellos las mismas lanzas lacerantes. Pero sobre todo consolidando su partido y creándole audiencia entre las amplias masas, única forma de sacar airosa una lucha tan complicada y profunda.

En consecuencia, dentro de las organizaciones obreras y populares hemos de estimular la proliferación de nuestras células comunistas y oponernos resueltamente a cualquier intento de distanciarlas, arrumarlas al rincón o minimizar su papel. En la propaganda masiva insistir en lo indispensable de un progresivo enraizamiento del Partido entre los desposeídos y las capas más pobres de la población, como requisito para que las diarias batallas por el pan y las libertades reciban una certera orientación, según la evolución de los acontecimientos en su conjunto, y para que dejen de ser cada vez menos episodios inconexos y ajenos por completo a las hazañas por la independencia y soberanía de la nación y al gran torrente revolucionario de la época contemporánea. Es la solución a la urgencia de que las diversas luchas del pueblo se solidaricen mutuamente y desemboquen al final en el levantamiento generalizado. De otra manera, las ventajas circunstanciales del imperialismo y de sus intermediarios continuarán viéndose, tras el cristal revisionista, cual monstruos invencibles; y los trabajadores, anonadados por las desgracias del momento, no se plantearán seriamente los problemas de la conquista de un grato y esplendoroso porvenir, de su participación en la política activa y de la necesidad de su vanguardia de clase, o sea, nunca emergerán de la charca del economismo y del gremialismo.

Esa tremenda responsabilidad nos incumbe. A partir de las contradicciones de hoy habremos de diseñar los rasgos esenciales de la futura sociedad obrera y campesina; en consonancia con las reivindicaciones más sentidas de las masas tendremos que abrir cauce a la lucha política revolucionaria, y con base en las agrupaciones populares debemos extender y consolidar el Partido. A ello ha de conducir la campaña educativa contra el liberalismo y el cretinismo parlamentario. A que los obreros, auscultando el presente, divisen el mañana; supediten la reivindicación a la política, y pongan sus asociaciones a tono con el partido. Porque cretinismo parlamentario no es únicamente comportarse como un cretino en los parlamentos, es también contagiarse y compartir el vil enfoque que sobre las cuestiones públicas caracteriza a los curuleros de todos los pelambres. Y el desarrollo de la visión proletaria está indisolublemente entroncado con el punto que venimos tratando, el de estrechar las ataduras del partido con las organizaciones de las masas.

En el nuevo período, después de la expansión lograda como fruto de tres años casi ininterrumpidos de pugna comicial y del clima favorable creado por las alianzas del frente, se impone el énfasis en las tareas de consolidación, bastante contrapuestas a las del tráfago electoral, contrapuestas, se entiende, por sus modalidades, mas no por sus lineamientos centrales. Le toca el turno a las labores educativas y organizativas, si deseamos mantener y fortalecer las posiciones alcanzadas en las lides anteriores. Son cambios considerables en las formas de trabajo: mayor tiempo para el estudio, concienzuda atención a la organización del partido y de las masas, servir al pueblo con paciencia y diligencia y hacer lo imposible para perdurar en los sitios a que hemos sido asignados. Especialmente acercarnos a los campesinos, no sólo con la solidaridad efectiva, fraternal y entusiasta a que está obligado el movimiento obrero, sino con la vinculación física y la permanencia entre ellos. Tejer unos lazos tan firmes entre nosotros y el pueblo que el enemigo no pueda vulnerarlos, ni con los artículos del estatuto turbayista de seguridad, ni con los escarceos de la tendencia liberalizante. En fin, no olvidar nunca que somos miembros de un partido político de la clase obrera.

 

La revolución de nueva democracia

y su paso al socialismo


Ya precisamos cómo, por las características del país, el proletariado colombiano, para la etapa actual, plantea la revolución nacional y democrática y en esa dirección invita al resto de clases y sectores explotados y constreñidos a conformar un frente patriótico que aglutine al noventa por ciento y más de la población. En otras palabras, aplaza su programa socialista -inherente a su naturaleza de clase, propio de los intereses de los trabajadores desposeídos y asalariados-, enderezado, en el plano económico, hacia la eliminación de la propiedad capitalista, y con ella, de toda propiedad privada sobre los medios de producción, los cuales pasarán al dominio colectivo; y, en el plano estatal, hacia la sustitución de la dictadura burguesa sobre el pueblo por la dictadura proletaria sobre la burguesía. Pero esta determinación de diferir para luego sus máximos objetivos no obedece a un acto gratuito. Existen factores materiales poderosos para ello, que, de no considerarse, atrasarían antes que acelerar la llegada del socialismo.

A pesar de padecer el despojo de varias potencias imperialistas, Colombia es incuestionablemente uno de los tantos satélites que giran en la órbita de los Estados Unidos. Los monopolios norteamericanos cargan con casi todo el botín, del que dejan una porción para sus criados colombianos, la gran burguesía y los grandes terratenientes, encargados de ejecutar sus órdenes, patrocinar el saqueo y apalear al pueblo desde la cúpula de la república oligárquica.

El imperialismo saca sus astronómicas ganancias preferencialmente por los varios conductos en que campea el capital financiero, a saber, las inversiones directas en la industria, el predominio sobre la red bancaria y el fomento de la deuda pública. Así coloca bajo su égida el mercado interno y externo del país, amén de todas las arterias de la economía. El pillaje se viene efectuando desde las postrimerías del siglo XIX y en el transcurso del siglo XX, a la sombra de los sucesivos gobiernos de la democracia representativa, que han incrementado progresivamente su injerencia en el sórdido mundo de los negocios, hasta levantarse con su abigarrada trama de oficinas, institutos, fondos y dependencias especializadas en árbitro supremo de todas la transacciones. O sea, perfeccionar un poderoso capitalismo monopolista de Estado, en cuyas manos paquidérmicas quedó al fin y al cabo la facultad omnímoda de escatimar la riqueza y prodigar la miseria. Se comprende que los inventores y manipuladores de semejante máquina descomunal tórnanse amos absolutos de la situación. Y estos son los monopolios imperialistas norteamericanos, que se valen de la venalidad y traición de las clases oligárquicas colombianas, la gran burguesía burocrática, financiera y compradora y los grandes terratenientes, para supervisar las medidas oficiales y someter a la nación entera. Por eso afirmamos que Colombia es una neocolonia de los Estados Unidos.

El país, no obstante haber salido hace más de siglo y medio de la Colonia, no logró consumar su evolución capitalista ni mantener su independencia, digamos, como lo realizaron en el pasado algunas repúblicas del viejo continente, luego de enterrar la Edad Media y perfilar sus fronteras nacionales. El capitalismo criollo colombiano no había aprendido a gatear siquiera cuando el imperialismo norteamericano comenzó a adueñarse de América Latina. Las ventajas relativas iniciales que le reportara para su despegue este hecho, concernientes a la apertura de vías de comunicación, a la activación del comercio o al contacto con los adelantos técnicos se fueron esfumando gradualmente, hasta el extremo de que hoy la condición previa para su desenvolvimiento radica en la más completa remoción de la interferencia imperialista.

Por comprobación práctica sabemos que los influyentes emporios industriales pertenecen a firmas extranjeras o tienden hacia allá. El llamado sistema de asociación de capitales foráneos y nativos, como el que impera en las empresas del Pacto Andino y últimamente en la explotación petrolera, no pasa de ser el taparrabo con el que el imperialismo y sus intermediarios pretenden ocultar el fenómeno protuberante de que las factorías más avanzadas de Colombia, antiguas o recientes, de origen extranjero o autóctono, se encuentran ya bajo el poder de los trusts internacionales o están previstos los mecanismos indoloros para ello. De otra parte, la sobreviviente producción capitalista nacional, mediana y pequeña, sufre los rigores del crédito usurero, del encarecimiento y escasez de insumos y materias primas, de los recargos tributarios y de las demás reglamentaciones gubernamentales discriminatorias; mientras los pulpos imperialistas, que disfrutan de todas las franquicias concedidas por el Estado y acaparan los recursos naturales del país, la desalojan día a día de la competencia. Fijémonos cómo los esporádicos apogeos de la industria agrícola colombiana no monopolista son borrados por los duros golpes que le propina a menudo el imperialismo, al restringirle el mercado, distorsionarle los precios de sus productos, desmejorar los insumos que le suministra, etc. El grueso de los industriales pequeños y medianos, débiles económica y políticamente, acorralados por los monopolios y olvidados del gobierno, componentes de la denominada burguesía nacional, el ala progresista de la clase burguesa colombiana, guarda, pues, contradicciones insalvables con el imperialismo y sus lacayos, y puede llegar, bajo determinadas condiciones, a aliarse en esta etapa histórica con las fuerzas revolucionarias e ingresar al frente patriótico. Como le teme también al pueblo y a la revolución, oscila de un lado para el otro, alimenta las ilusiones reformistas y, cuando soplan los vientos retardatarios se le pliega a la reacción. El proletariado, empero, ha de procurar el entendimiento con esa capa, apuntando a garantizar la unión de la casi totalidad de la población colombiana y a privar a la oligarquía traidora de cualquier sostén significativo, sin deponer obviamente la lucha sistemática y adecuada contra sus posiciones vacilantes y oportunistas.

El otro obstáculo, no por secundario carente de importancia, que se yergue contra el desarrollo del capitalismo colombiano, lo hallamos en los remanentes feudales de la producción agropecuaria, los cuales toman cuerpo tanto en los latifundios incultivados como en los minifundios improductivos. Bajo las circunstancias vigentes del atraso del país, acentuado particularmente en el campo, la distribución de la tierra en hatos gigantescos de 500, 1.000 y más hectáreas, o de menos, según las regiones, y en predios diminutos de una o media hectárea, por lo general de mala calidad e insuficientes para la subsistencia de una familia, constituye formas de propiedad que impiden un conveniente aprovechamiento de los recursos y medios productivos disponibles. Por norma, ni el latifundista efectúa o puede introducir innovaciones y métodos avanzados en los enormes fundos, que representarían un progreso genuino; ni el campesino posee la tierra necesaria para realizar, con la ayuda de sus aperos de labranza y de sus brazos, los aportes decisivos suyos a la prosperidad de la nación. Si se exceptúa el área mecanizada, que penosamente se acerca al millón de hectáreas, el paisaje de las comarcas rurales se restringe por lo común a pastizales ilímites para la ganadería extensiva, la mayoría de los cuales son prácticamente praderas naturales cercadas de alambre; o a minúsculos pegujales heroicamente sembrados en las laderas de las montañas y depresiones desérticas, más como testimonios elocuentes del amor al trabajo de las masas campesinas que como solución efectiva para aplacar el hambre. Tierras ociosas sin hombres y hombres laboriosos sin tierras. En eso se compendia la contradicción del agro colombiano. En un polo, 25.000 terratenientes detentan 17 millones y medio de hectáreas, y en el otro, más de un millón de familias de campesinos pobres y medios no alcanzan a sumar 7 millones de hectáreas, tal cual lo registra el censo oficial de 1970(1). Esta descompensación abismal en la propiedad, junto a la supervivencia de los procedimientos tradicionales y rudimentarios de laboreo, prolongan desde épocas inmemorables hasta nuestros días la dependencia y sojuzgación de las masas campesinas depauperizadas a cargo de los dueños de las grandes haciendas. La pausada y tardía evolución del capitalismo en el campo y la descomposición progresiva del campesinado hacia la indigencia total y la proletarización, y hacia el enriquecimiento de una porción ínfima, o aburguesamiento, no han relegado de la escena el antiguo régimen de explotación terrateniente, ni la lucha de los campesinos por la tierra como motor de la transformación social. Tras la envoltura del dinero y de las relaciones mercantiles palpita todavía cuanto queda del agónico sistema de expoliación heredado del feudalismo; por eso sostenemos que Colombia es un país semifeudal, en donde, y debido a los vestigios supérstites de aquel sistema, el capitalismo colombiano tropieza con otra traba importante para su desenvolvimiento.

Veamos de qué manera la extirpación de este escollo se ha visto a su vez entorpecida por el sometimiento neocolonial del imperialismo norteamericano.

El imperialismo, como fase superior del capitalismo, suprime la libre competencia e inaugura el reinado de los monopolios. La concentración económica y el agigantamiento del capital financiero, el auge de la ciencia y su aplicación en los procesos fabriles, el incremento desmesurado de los medios de producción y el trabajo de millones de personas pendiente de un solo centro, han llegado a un punto tal en naciones como los Estados Unidos, que la industria entera está ya organizada alrededor de unos cuantos trusts. La ordenación monopolística es fruto del antagonismo entre el ensanchamiento constante y desaforado de las fuerzas productivas y el crecimiento siempre menor de las posibilidades del mercado: la oferta sobrepasa la demanda, los consumidores no tienen acceso sino a una parte mínima de las mercancías, la riqueza creada exuberantemente no encuentra usufructuarios suficientes por la pobreza de las masas, el libre cambio deja el paso a una lucha sin tregua ni cuartel de obreros y burgueses y de burgueses entre sí. Aunque el monopolio controla el consumo, impone de antemano los precios y tritura a los competidores más débiles, lejos de resolver las contradicciones específicas de las relaciones capitalistas, por las cuales ha surgido, las ahonda, las propaga a nivel internacional y las agota, permitiendo el alumbramiento de la nueva sociedad, el socialismo, donde la apropiación colectiva de los medios de producción concilia las necesidades de los productores con la incesante abundancia de los productos.

Como su dilema se concreta en diseminarse por el mundo o perecer, la rapiña o la asfixia, el imperialismo pretende curarse de todas sus enfermedades reinstaurando el sistema colonial. Pero con el hallazgo en las naciones sojuzgadas de compradores cautivos para sus artículos, de fuentes baratas de materias primas y de opciones favorables de inversión para sus capitales, no hace otra cosa que reeditar el círculo vicioso de la capacidad productiva frente a la estrechez de los mercados y la penuria de las gentes, agrandándolo y transportándolo a las pugnas entre potencias imperialistas por el reparto del orbe, origen de las guerras mundiales, y a la confrontación de los países oprimidos y la metrópoli opresora. Las guerras son el expediente favorito con que el imperialismo destruye las fuerzas productivas suyas sobrantes, englobando a los obreros desocupados, o “ejército de reserva”, a los que avienta al matadero ataviados con trajes de campaña. Si al engrosar el séquito de sus colonias o neocolonias, los monopolios aflojan la válvula de escape en sus respectivas repúblicas y bajan algo la presión contra sus connacionales, es porque redoblan el peso de la explotación sobre los pueblos ajenos, radicando en ello su existencia y viabilizando la revolución por todas partes.

Siguiendo ciegamente esas leyes se comporta el imperialismo norteamericano en su desvalijamiento de Colombia. Estrangula en la cuna a la enclenque competencia del capitalismo criollo, al que le invade sus mercados, le sustrae sus recursos naturales, le interviene el crédito. No es un asunto de cantidad, de regulaciones, de prohijar lo lucrativo y neutralizar lo pernicioso, como hipócritamente conceptúan los liberales de “izquierda” sin referirse a las calamitosas repercusiones de los gigantescos trusts, que manejan miles y miles de millones de dólares, con sucursales y ramificaciones en los cinco continentes y dispuestos a sobornar ministros, derribar gobiernos y cebar conflictos bélicos con tal de no dejar de expandirse un solo instante. Se trata de la convergencia de dos crisis que se acoplan pero que se agudizan recíprocamente: las de la gran potencia, por cuya opulencia le estorba el modo de producción capitalista, y la de la mayoría de los satélites neocoloniales, por cuya escasez le falta madurarlo todavía. Estados Unidos naufraga en una superabundancia sin salida y Colombia languidece en el atraso. El capitalismo estadounidense ha evolucionado hasta verse impelido a pisotear los linderos de otros países; el capitalismo colombiano, al revés, víctima aún de los rezagos feudales, está apenas en una etapa inicial que requiere con acucia de la protección de sus fronteras como nación. Cualquier progreso nuestro, real, consistente y durable, sería a costa de suprimir el dominio de los monopolios extranjeros, lo cual no es posible sin el rescate de la soberanía; y viceversa, cualquier expansión en nuestro espacio de los consorcios imperialistas, merma las probabilidades de esparcimiento de la producción nacional y redunda en la injerencia foránea en los asuntos internos. El estancamiento del país sirve de complemento a la desobstrucción del imperialismo. Por eso los imperialistas tienden naturalmente a apuntalar y convivir con las formas parasitarias y arcaicas de la economía de Colombia, el capital financiero y el régimen terrateniente, con cuyos representantes se coligan, puesto que no les hacen contrapeso a sus proyectos de substracción de las materias primas, de venta de sus artículos manufacturados, de instalación de emporios fabriles, o de apoderamiento de los ya establecidos, y más bien les coadyuvan a auspiciar la quiebra y la dependencia de los colonizados. Los parcos desarrollos que permiten en algunos renglones secundarios de la industria o la agricultura colombianas obedecen a que no lesionan sus intereses; pero en cuanto les compitan, adentro o afuera, procederán sin contemplación ninguna a prevalerse de sus fueros. Bajo la opresión neocolonial nuestros avances, si los hay, serán siempre accesorios, recortados, temporales y condicionados, entretanto el atraso simbolizará nuestra paga y la perspectiva inequívoca. El florecimiento de los negocios imperialistas en Colombia presupone que ésta continúe sumida en el semifeudalismo y la miseria. Los campesinos en su contienda secular por la tierra tendrán por consiguiente que derrotar no sólo la persecución económica y política de los grandes terratenientes, sino la de los aliados de éstos, el imperialismo y la gran burguesía. Sin embargo, en ese magno empeño no están solos; los acompañan el proletariado, que proporciona la dirección revolucionaria, y el resto de fuerzas y sectores progresistas que propugnan también la independencia y el bienestar de la nación. La rebelión campesina por la transformación del campo presta nervio y pulso a la revolución de nueva democracia.

A Colombia, por su índole neocolonial y semifeudal, determinante de su situación de ruina y dependencia, le compete ejecutar una revolución democrática de liberación nacional y no socialista. No obstante nosotros pertenecemos a un partido obrero y por ende proclamamos el socialismo y el comunismo. ¿Significa esto que tengamos que marginarnos de los acontecimientos actuales? ¿O para incorporarnos, renunciar aun cuando sea momentáneamente a las posiciones del proletariado? Ambas hipótesis carecen de asidero. Vamos a adherirnos activamente a la modificación revolucionaria de Colombia, y conforme a los intereses de la clase obrera. No sería la primera vez que los comunistas ofrezcan su contingente a una lucha que no corresponde a la suya, según la más estricta interpretación de clase. Ya en los días de Marx y Engels encontramos a los adalides del socialismo combatiendo a favor de los cambios democrático-burgueses, tanto por el hundimiento de la rancia nobleza y del absolutismo como por la salvaguardia de la autodeterminación de las naciones. Y desde entonces afloraron las diferencias irreconciliables de la burguesía y el proletariado, en los postulados y en el comportamiento, dentro del democratismo revolucionario. Ante el peligro potencial de la insubordinación de sus esclavos, los obreros, los próceres del capital empezaron a buscar el dominio político por el atajo de las negociaciones y de la componenda con la aristocracia relegada a la sazón del poder económico y social, temblando porque la drasticidad en las acciones pudiera prender la mecha del levantamiento popular, o porque la amplitud de las instituciones democráticas a punto de estrenarse fuese usada en su contra por la plebe. Los fundadores del socialismo científico, sin descartar la marcha conjunta con los burgueses en el histórico designio de sepultar la monarquía y la propiedad territorial feudal, aconsejaban e impulsaban la crítica despiadada contra las propuestas conciliadoras de aquellos, a tiempo que exigían la íntegra y radical destrucción del viejo régimen, con el objeto de que la sociedad burguesa naciera libre de las taras del pasado que eclipsan la epopeya de los asalariados por su emancipación. La república más democrática tipifica la arena ideal para los gladiadores de la causa socialista, y poner la planta en ella será el principio de su triunfo final. Se comprende que los comunistas alimentemos, aún en la realización de una revolución democrática, discrepancias sustantivas con los sectores más progresistas de la burguesía, y que en cada caso, en la defensa de cualquier reivindicación concreta, sea nuestro deber realzar la orientación proletaria de la misma. Sin ello las inmensas mayorías populares no tendrían cómo guiarse ni jamás se familiarizarían con el socialismo. En las infinitas batallas por la democracia más plena el pueblo captará que su ventura se funda en el soporte que les suministre a la clase obrera y a su partido.

Vale la pena llamar la atención sobre ese complejo de liliputiense frente al gigante Gulliver que embarga a los burgueses nacionales cuando encaran los desmanes del monopolio. A lo más que se han atrevido es a implorarle al gobierno fantoche que los socorra, promulgando medidas restrictivas de los privilegios que se arrogan las grandes compañías y las entidades financieras. Y en efecto, en el Parlamento cursa una ley dizque contra la concentración económica, otra burla al país, con que la bancada liberal arma mucho ruido sobre su receptividad a los reclamos de pequeños y medianos industriales y se da aires de sapientísima protectora del bien público, sin que considere incompatible reconocer simultáneamente su medrosa gratitud por la labor benéfica de las sociedades anónimas y del capital extranjero. ¿Qué dice nuestro Partido al respecto? La expropiación de todo monopolio y su paso al Estado compuesto por las clases y sectores democráticos y patrióticos, en el que se le reservará su butaca, desde luego, a la burguesía nacional. Única resolución seria y digna de tomarse en cuenta en pro del progreso colombiano y del beneficio de las masas trabajadoras de la ciudad y el campo, que pone coto de verdad y no demagógicamente al vandalismo de los trusts y provee a la nación de las herramientas imprescindibles para recuperar los recursos naturales y ejercitar su soberanía. El abismo que media entre una y otra definición, la burguesa y proletaria, hay que hacerlo palpable para todos, así en un comienzo nos veamos en apuros, de suyo el precio que abonaremos dichosos para que el pueblo se abastezca de una guía segura en su ascenso hacia la liberación y desbroce su unidad alrededor de las enseñas de la clase obrera. Igual cosa diríamos de los restantes problemas de Colombia.

Ante los vestigios feudales, la burguesía criolla prefiere que éstos se disuelvan en el lentísimo y escabroso transcurso del apoderamiento a cargo del capital de una de las zonas agrícolas, o mediante la metamorfosis de los hacendados señoriales en caballeros de industria. Dentro de ese esquema encuadran las reformas basadas en la compra cara de una migaja de las posesiones terratenientes, la de menor fertilidad, para a su vez revendérsela a los campesinos bajo estipulaciones irritantes, o en las tan publicitadas obras de adecuación que no son más que mejoras introducidas por el Estado, al costo de considerables erogaciones presupuestales, para valorizar los grandes fundos. Reformas éstas cumplidas por la oligarquía colombiana con sujeción a los dictados del imperialismo norteamericano. La financiación proviene de los empréstitos externos, cuyas amortizaciones e intereses se respaldan con mayores gravámenes fiscales, verbigracia, el despojo de los obreros y del pueblo. Soluciones reaccionarias que implican contemporizar con el atraso al mantener para el campo en lo sustancial la obsoleta economía terrateniente: al fomentar la especulación, ya que se efectúan según las ordenanzas del capital usurario internacional, y al prolongar los suplicios sin cuento de la masa campesina, sometida a la propiedad latifundista y exprimida por el agio, o desalojada de sus lares y sin trabajo en las urbes. Al cabo, la modernización del agro no logrará consumarse en las condiciones prevalecientes de explotación neocolonial. Nosotros apremiamos la confiscación de la tierra de los grandes terratenientes y su reparto entre los campesinos que la trabajen. Iniciativa elemental y viable que por sí sola entrañará un salto hacia adelante como no lo han contemplado los colombianos desde los fastos de la Patria Boba. Las heredades feraces y deficientemente atendidas pasarán de inmediato a ser cultivadas por millones de manos ansiosas de rozar y de arar. Vuelco extraordinario en las regulaciones económicas y en las costumbres: desatascamiento de las formidables fuerzas productivas del campesinado, echadas a andar redimidas por fin de la coyunda del semifeudalismo, y a la vez de la del imperialismo, pues no se puede cortar la una sin cortar la otra, y cuyos frutos erigirán la base del desarrollo próspero, autosostenido e independiente de Colombia. Su defensa será la refutación apabullante de la alharaca de las clases dominantes y de sus epígonos de la oposición oficializada acerca de la “revolución verde”, las “bonanzas” y las reformas agrarias que asolan e hipotecan el país a las agencias prestamistas internacionales, redundan en mayores impuestos para el pueblo, engordan los bolsillos de latifundistas y burócratas y desembocan en la importación desenfrenada de alimentos y en el encarecimiento del costo de la vida. Si conducimos airosamente esta confrontación teórica y política y no transigimos, los pobres del campo que luchan por el derecho a la tierra y antaño distinguían mal quiénes eran sus amigos y quiénes sus enemigos, ya no querrán oír de los emplastos ofrecidos por imperialistas y oportunistas y tenderán la mano fraterna a los obreros, sus leales compañeros de trinchera. La revolución a nada habrá de temerle entonces. La gallarda figura del proletariado se erguirá con la complexión y fortaleza de un campeón invencible y recibirá en premio la presea anhelada de una Colombia libre y democrática.

Jamás arribaremos al socialismo sin la soberanía nacional ni las transformaciones democráticas; de ahí la perentoriedad de enfrentar las contracorrientes burguesas y revisionistas que deforman tales objetivos, los supeditan a intereses subalternos o los dejan a mitad del camino. Incluso se presentará un cierto grado de desarrollo del capitalismo colombiano, como consecuencia de la demolición de la talanquera imperialista y de la reactivación de que gozará la economía individual campesina. Lo cual es beneficioso y forzosamente no conlleva un distanciamiento de nuestra meta superior sino una aproximación, debido a que la clase obrera, al construir la nueva república independiente y popular, disfrutará de ventajas indisputables; en primer término, contará con la confianza del pueblo y en particular del campesinado, que habrán aprendido a identificar su felicidad con los éxitos del partido proletario. En segundo término, ejercerá un control eficaz sobre el capitalismo y el comercio no monopolistas, tolerados y protegidos, y propiciará la gradual cooperativización de las actividades productivas más rezagadas, puesto que tendrá bajo su influencia un sector económico estatal vigoroso, acrecido con la nacionalización de los monopolios extranjeros y colombianos, de los medios fundamentales de transporte y de los recursos naturales estratégicos. Todos estos factores de planificación e inspección constituyen elementos embrionarios de socialismo, e irán estampando progresivamente su impronta en el conjunto de la producción social. En tercer término, la burguesía nacional, propensa naturalmente a la vida capitalista, hallará cada vez menos condiciones favorables para sus propósitos: en el interior, por los aspectos señalados; y en el exterior, porque el capitalismo, cuya curva descendente la marca su mutación en imperialismo a finales del siglo pasado y comienzos del presente, se bate en retirada acosado por los pueblos del mundo. Un eventual triunfo burgués en la Colombia liberada provocaría de inmediato el repudio de las masas trabajadoras; y el espaldarazo extranjero provendría de los trusts expropiados por la revolución, o del socialismo soviético, con la secuela de volverse a proyectar la vieja película del pillaje, la opresión y la escasez, y el correspondiente reavivamiento de la encarnizada resistencia de la nación. Semejante victoria se parecería a una derrota; ni siquiera los burgueses nacionales eludirían el retorno a su antiguo estado de constreñimiento y el país pondría de nuevo su mirada esperanzada en el proletariado, único guardián insobornable de la soberanía y bastión insustituible del progreso. Y en cuarto término, combatimos por la liberación y la grandeza de Colombia en un tramo bastante adentrado de la era socialista, inaugurada por la gloriosa Revolución de Octubre de 1917. No vivimos los tiempos de la Santa Alianza cuando la conformación de las naciones y la defensa de la democracia correspondían a la burguesía revolucionaria, y los pueblos se enfilaban normalmente hacia el capitalismo, como los colombianos lo intentaron de manera tenaz aunque poco plausible, después de expulsar de su suelo a la monarquía española. Hoy la salvaguardia de la autodeterminación nacional de los países y el resto de las conquistas democráticas son tareas encomendadas a la clase obrera internacional, quien las apoya, las dirige y las encauza al socialismo. Tal el sello de la época. Los imperialistas corren fatalmente hacia la fosa, sean cuales fueses sus manifestaciones o los avances y retrocesos circunstanciales de la lucha revolucionaria. Todas las contiendas por la libertad y los derechos de los pueblos, por la ciencia y el progreso, por la convivencia civilizada de las naciones y la paz universal, se enmarcan en la revolución mundial socialista y solamente a ella sirven.

Notificado acerca de las prelaciones descritas el proletariado colombiano ha de acometer la revolución democrática de liberación nacional, llevarla hasta sus últimas consecuencias y establecer bajo su dirección un Estado de unión de las clases, capas y partidos patrióticos y revolucionarios. La república independiente y popular así surgida será la crisálida del socialismo y de la dictadura obrera.

 

El internacionalismo proletario y el derecho

de las naciones a la autodeterminación


A la pregunta de si somos o no un partido internacionalista, al rompe y sin titubeos respondemos de manera afirmativa. ¿Por qué entonces hablamos tanto de la defensa de la patria y de la autodeterminación de las naciones? ¿No entraña esto un contrasentido flagrante? Ciertamente no.

Donde prevalezca aún el régimen capitalista, y ello sucede en la mayor parte del planeta, el proletariado combate por arrancarse del cuello el dogal de la esclavitud asalariada. Y este nudo no puede desatarlo a menos que haya barrido y echado a la basura la propiedad individual sobre los instrumentos y medios de producción. Pero como la burguesía, imitando a las clases que la precedieron en la usurpación de los frutos del trabajo de los demás, no cede las prerrogativas por las buenas, los obreros se ven compelidos, tal cual lo hemos anotado, a erigir sobre los escombros del poder estatal del capital un Estado suyo que les garantice sus atribuciones. Al hacerlo preludian la desaparición de las clases, o sea de la violencia organizada de unas gentes contra otras, y despejan la emancipación ulterior de la especie humana, al trocarla de víctima expiatoria y ciega de la evolución social en sujeto consciente y dominante de la misma. Los comunistas auténticos de todas las fechas y de todos los sitios han ensalzado en sus cánticos marciales estas máximas aspiraciones revolucionarias. No tienen intereses particulares qué alegar que los enfrenten entre sí o los aparten del conjunto del movimiento obrero. De ahí su indisoluble unidad internacional. Los que han vencido y ahora construyen el socialismo simplemente han comenzado a poner en práctica el programa máximo común, lógicamente ajustado a las singularidades de cada lugar, haciéndose merecedores del apoyo cerrado de los trabajadores de toda la superficie del globo. Por encima de las barreras idiomáticas, del ancestro y costumbres de los pueblos y de las modalidades de lucha según las etapas en que se hallen, los partidos proletarios forman un gigantesco haz de voluntades que les da una nítida superioridad sobre las banderías burguesas que, a pesar de sus eventuales avenimientos e invocar todas el capitalismo, no consiguen suprimir las trápalas y rebatiñas recíprocas, hervidas en la paila del lucro privado.

La proclama lapidaria de El manifiesto comunista salido del caletre de Marx y Engels en 1847 y que hoy retumba con inusitado vigor por los cuatro vientos, reza: “¡Proletarios de todos los países, uníos!”.

De otra parte, en un mundo parcelado sin cura inmediata en múltiples naciones, al proletariado no le queda otra alternativa que darle a su lucha y a sus partidos una expresión nacional. Limitante sólo formal que lo empuja a concluir por países la revolución socialista, sin que ello vaya en desmedro de sus obligaciones internacionales. Así como nos valemos de la faja ecuatorial al demarcar el hemisferio norte del hemisferio sur en la esfera terráquea, el mejor rasero para diferenciar a los partidos autodenominados marxista-leninistas, catalogarlos entre legítimos y apócrifos, es la actitud que mantengan ante el internacionalismo. Cualquier postura o concepción que lesione el proceso de acercamiento y la solidaridad de los trabajadores de las diferentes latitudes desvirtúa su espíritu de clase. A la consigna de la unión internacional de los obreros ha de adosársele necesariamente la de la autodeterminación de los pueblos, que estriba en el derecho de cada uno de éstos a decidir independientemente su destino y a proporcionarse el Estado que les plazca sin intervención forastera. Porque la complicidad y la tolerancia otorgada en nombre del comunismo a la opresión nacional, sea cual fuere el móvil o la excusa que se esgrima, la menos torva o la más cínica, obstaculizará grave e ineludiblemente las relaciones fraternas entre el proletariado de la región sojuzgada y el de la república sojuzgadora. No defeccionando en la defensa de los principios de la determinación de los países y pidiendo la picota para quienes los violen, evitamos que las diferencias nacionales sirvan de laberinto en donde se pierdan y pericliten la unidad y la lucha internacionalistas de la clase obrera.

La nación moderna es un producto del capitalismo, del primaveral, el del curso ascendente, cuando blandía el “dejar hacer” y el “dejar pasar”, las palabras mágicas con que rasgaba los enigmas del aislamiento y la dispersión feudales. Quería mercados seguros y armónicos, para lo cual fue agrupando aquí y allá a millones de personas que mantenían nexos de lengua, territorio, idiosincracia, economía, en una sola comunidad nacional, regentada por disposiciones uniformes de pesas y medidas, moneda única e impuestos y aranceles aduaneros centralizados. Inspiró y animó los levantamientos independentistas, y tras éste y el resto de emblemas democráticos arremolinó en torno suyo a las muchedumbres. Pronto el jayán que saltó a la palestra lleno de nobles intenciones y que cándidamente creía que la creación empezaba y terminaba con él, se transmudó en un viejo ávido y avieso que, a la inversa del Fausto de Goethe, estaba condenado, para seguir viviendo, a destejer los pasos y a maldecir las ejecutorias de su juventud. El capitalismo otoñal, o imperialismo, dejó de ser el forjador y el libertador de naciones, ahora se esmera de gendarme y de corsario colonialista y las multitudes por doquier lo vituperan y le lanzan guijarros. Sin embargo, el capital monopolista destrozó definitivamente el caparazón nacional y con su entramado de negocios por el orbe entero posibilita la interrelación de las comarcas más apartadas, incrementando cada día el mercado mundial; pero todo en base a la opresión de unas naciones sobre otras. El proletariado es fervoroso partidario de aumentar la comunicación entre los pueblos, de estrechar sus lazos de amistad, estimular sus intercambios y colaboración en beneficio mutuo; no obstante propende porque este acercamiento se adelante respetando la decisión libre y voluntaria de las naciones, única manera de llevarlo a cabo. Las diferencias y recelos nacionales se desvanecerán a medida que haya un desarrollo económico equilibrado de todos los países, aparejado a un ejercicio pleno de la democracia. El imperialismo se opone ciegamente a ambos requisitos. Sólo el socialismo los hace realidad. La burguesía enfatiza en lo que desune a las masas, el proletariado en lo que las une. Las contiendas de Colombia y de todos los pueblos por su liberación y la salvaguardia de su soberanía constituyen el principal ariete para batir las murallas de la fortaleza imperialista. Nuestro internacionalismo proletario se refleja en la irrestricta solidaridad que les brindamos a esas luchas.

Al llegar al clímax la hegemonía del imperio estadounidense, a raíz de las dos guerras mundiales, especialmente la última, la explotación y dominación internacionales adoptaron la forma de neocolonialismo: bandolerismo de nuevo cuño, disfraz típico y perfeccionado del capital imperialista, cuyo quid radica en barnizar el saqueo de los pueblos con empastes de libertad y soberanía. La metrópoli no recurre a agentes propios para reinar sino a lacayos nativos y mandatarios títeres. Su preponderancia es tal, sobre todo la que le infunde su capacidad financiera colosal, que cualquier modelo de gobierno, desde el militar cuartelario de Argentina, hasta el democrático representativo de Colombia, pasando por el monárquico republicano español, cabe dentro de sus proyectos y se acopla a su pillaje. Los incidentes de Nicaragua, todavía sin epílogo, nos suministran harta documentación relativa al funcionamiento de dicho sistema. La dinastía de los Somoza, espejo de las satrapías asesinas del legendario Caribe, que ha exprimido el sudor y la sangre de ese pequeño pero bizarro pueblo de América Central durante cuatro escalofriantes decenios, ha sido lactada por los Estados Unidos. Al presidente Carter le preocupa que el muñeco nicaragüense desafine en su opereta de alabanza a los “derechos humanos”. En consecuencia articuló una maniobra para sustituirlo, mediante un golpe electoral, por otra marioneta de menor desprestigio, y antes que el Frente Sandinista logre la liberación con la lucha armada. Se ha recostado en la OEA y ha movilizado a los tres o cuatro gobiernos serviles del continente que quedan designados por sufragio, entre los cuales no podría faltar el colombiano, el más obsecuente y obsequioso, con el objeto de manipular un movimiento nacionalista pro yanqui de Nicaragua, que, sin autorizar la salida de ésta del aprisco colonial, les permita al imperialismo y a sus monaguillos posar de democráticos y progresistas. A fuer de experiencia no podemos menos de desenmascarar esta horrenda farsa de la reacción continental y del oportunismo referente a los acontecimientos del hermano país, y advertir que la independencia nacional no se alcanza porque se reemplacen los uniformes y las charreteras por el smoking y el corbatín.

Si en algo se distinguen las administraciones liberales de las del gorilato es en el alto grado de fariseísmo que las caracteriza. En Colombia hay extorsión imperialista, tanto o peor que en Nicaragua; y aun cuando no se han presentado todavía conatos de rebelión popular, como los protagonizados por los sandinistas, proliferan los casos de represión violenta contra las masas trabajadoras, los presos políticos, los jóvenes torturados o masacrados, las restricciones a la información, los consejos verbales de guerra de la justicia castrense, los decretos fascistoides de seguridad pública. Conmover a los nicaragüenses con la horma colombiana o venezolana es envilecerlos y ponerlos a suspirar por una careta para el somocismo sin Somoza. Y quienes se presten a publicitar este licor alterado, con su nacionalismo de derecha o de “izquierda”, envenenan el cuerpo y el alma de los pueblos y como bestias de carga llevan caña al trapiche imperial.

Por eso los comunistas no nos agregamos a cualquier tipo de reivindicación nacional; no coreamos las rogativas reaccionarias para que las masas se contenten con soberanías simuladas, autodeterminaciones restringidas y no intervenciones de mentiras. Bajo el neocolonialismo la más vulgar y prostituida expoliación se pavonea de dama recatada y pudorosa. La dependencia económica sustenta indirecta pero eficazmente la intromisión política de los magnates de las casas matrices, y sin arrancar de cuajo aquella no se suprime ésta. Enarbolamos y respaldamos los esfuerzos aguerridos de los pueblos de todos los países para asir las riendas de su desarrollo industrial y cultural, al margen de imposiciones extranjeras de cualquier etiqueta, y para edificar sobre estos cimientos el Estado que mejor les convenga. Al actuar así contribuimos a superar los valladares y prevenciones nacionales y a apretar el abrazo sincero y cariñoso de los obreros de todo el mundo, sin distingos de color o apellido.

Nuestro internacionalismo no se contrapone a la soberanía y autodeterminación de las naciones. Al revés, se complementan mutuamente.

 

Los cambios en la situación internacional

y la teoría de los tres mundos


El socialismo representa la etapa de transición entre el capitalismo y el comunismo y abarca una época muy larga, de siglos, en la que la humanidad aún no se desembaraza de la lucha de clases ni de las divisiones nacionales, y por lo tanto persisten el Estado, la coerción política y las guerras. El hombre todavía ambulará un trecho grande con todos estos lastres que lo han acompañado a través de la civilización, su edad adolescente, hasta cuando el alto grado de dominio sobre la naturaleza y sobre las relaciones de subsistencia le permita abolir definitivamente no sólo los privilegios de clases, de razas y naciones, sino las disparidades sociales que prevalezcan por las desigualdades naturales de los individuos. Ese será el comunismo, el paraíso tantas veces soñado, en el que el Estado se extingue por ausencia de funciones -no tiene a quién reprimir ni quién reprima-, y “el gobierno sobre las personas es sustituido por la administración de las cosas y por la dirección de los procesos de producción”, según la aguda frase de Engels(2). Antes habrá en la tierra un interregno de existencia simultánea de las fuerzas imperialistas moribundas y socialistas nacientes y de colisiones violentas entre ambos modos de producción y organización social; asimismo, los países socialistas serán teatro de aguerridas batallas, propicias unas y aciagas otras, entre los restauradores del capitalismo, que persisten no obstante las profundas innovaciones en la estructura y superestructura y reciben el aliento de la reacción externa, y los abanderados del comunismo, hasta el día del aplastamiento total y universal de los primeros por los segundos. Esta tendencia irresistible se irá imponiendo en medio de las peripecias de la historia, emanará sin falta del aparente caos que resulta de los conflictos y las crisis, y logrará su cometido tras los flujos y reflujos, ascensos y descensos, fracasos y vencimientos de los pueblos. Nos hallamos precisamente en la era socialista durante la cual, a semejanza de los estadios anteriores de la sociedad, lo nuevo no prevalecerá sobre lo viejo más que después de complicadas vicisitudes y prolongados antagonismos.

Y evidentemente en el mundo actual observamos una gran confusión y un gran desorden. Pero si el fuego que ilumina produce el humo que oscurece, los acontecimientos difusos e impredecibles están regidos a su vez por leyes coherentes, de fácil aprehensión, merced a las cuales sabremos ubicar a Colombia en el concierto mundial y percatarnos de nuestro papel de transformadores proletarios revolucionarios. Si no partimos del sello de la época no entenderemos el rumbo de los sucesos históricos, y careceremos de una estrategia global que nos proporcione la visión más amplia de conjunto y el conocimiento de las estaciones obligadas de nuestra travesía. Y esto no basta. Necesitamos discernir los disímiles períodos de la época y examinar la situación concreta económica y política de cada período a nivel internacional; ponderar certeramente los cambios en la correlación de fuerzas que se operan de tiempo en tiempo, según evoluciona la cohesión o el agrietamiento del bando imperialista, a causa de los relevos en la supremacía de unas potencias sobre otras, y según también los logros y tropiezos de la clase obrera mundial y de los países socialistas en particular. Sin lo cual no nos será posible elaborar un táctica consecuente y quedaremos a la deriva, aunque sepamos a dónde ir, como una embarcación con el timón roto y sin remos en medio del océano. Tan pronto el proletariado adquirió conciencia de clase y se pertrechó del marxismo empezó a preparar y combatir por el derrocamiento de la burguesía. Sin embargo, una cosa era hacerlo cuando prevalecía la libre concurrencia y otra muy distinta cuando el capitalismo llegó a su fase imperialista y acusó su decadencia. Luego de esta conversión aquél consiguió consolidar el mando político arrebatado a sus esclavizadores, a los 46 años del ensayo trunco de la Comuna de París y al final de la Primera Guerra Mundial, con el estallido bolchevique en Rusia y la fundación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, génesis de las revoluciones proletarias triunfantes.

Desde entonces vienen ocurriendo modificaciones de transcendencia. No nos referimos a que la lucha de la clase obrera haya mudado de principios o de metas; su comisión ha sido y seguirá siendo el exterminio del sistema capitalista y la implantación del socialismo. Ni tampoco a que el imperialismo haya variado su naturaleza voraz y expoliadora. Lo que se altera con cierta rapidez son las condiciones de aquella lucha. La misma aparición del Poder de los soviets impuso un nuevo deber al movimiento comunista internacional, el de resguardar este primer bastión armado suyo, como una cuestión prioritaria para su propio porvenir. La segunda conflagración mundial se efectúa ya bajo tal circunstancia, y aunque toda guerra imperialista la ocasiona el reparto del botín colonial y de las zonas de influencia entre los filibusteros de los grandes monopolios, en la de 1939 a 1945 ronda el problema cardinal de la supervivencia de la Unión Soviética. Dicha apreciación llevó al comunismo a deducir que de salir avante el eje fascista capitaneado por la Alemania hitleriana, la patria de Lenin y Stalin quedaría en un inminente peligro. Y consecuencialmente patrocinó durante el conflicto bélico el acuerdo del Estado soviético con las naciones imperialistas del frente antinazi, cooperación que no significó en ningún momento el reconocimiento a las ambiciones piráticas de los aliados y, al contrario, salvó a la URSS y facilitó la creación del campo socialista con un buen número de países desgajados del podrido tronco de Occidente y entre ellos China, la república más populosa, donde habita una quinta parte de la población del planeta. Decisión política diferente a la puesta en práctica en la guerra de 1914, cuando los obreros no habían llegado al Poder en ninguna parte y los revisionistas de la II Internacional, detrás de la batuta del renegado Kautsky, convidaban al pueblo a servir de carne de cañón de sus respectivas burguesías, escindiendo y enfrentando a los proletarios de diversas nacionalidades en pro de la codicia colonial de las potencias disputantes. Lenin fustigó montado en cólera esta falacia abominable; rechazó enfáticamente todo tipo de entendimiento con cualquiera de los bloques que pugnaban por la hegemonía del mundo, e insistió en la conocida tesis de instar a los obreros a convertir dentro de sus territorios fronterizos la guerra imperialista en guerra civil, en procura de la caída de los explotadores y promotores de la matanza que a la postre cobró la vida de veinte millones de personas. Orientación y coyuntura que definen el repunte admirable del bolchevismo ruso en el Octubre glorioso de 1917 y explican el fiasco de la revolución europea en aquellos años traumáticos.

Los dos comportamientos tácticos traídos a colación, correspondientes a dos momentos distintos y distantes de la época contemporánea, nos muestran cómo los comunistas, por un lado, hemos de obrar siempre con un enfoque internacional de la problemática revolucionaria y, por el otro, sopesar cuidadosamente las particularidades del período de que se trate. Desde ese ángulo debemos identificar a los enemigos que encarnan la más seria amenaza, conforme a los realinderamientos registrados dentro de la revolución y la reacción; distinguir las facciones intermedias, aptas para ser ganadas o neutralizadas, y evaluar la importancia de los destacamentos propios. De no emprenderlo así, nuestra política vagaría en las nebulosas sin ningún contacto con los elementos materiales. Y el socialismo no es una profecía bíblica a la que se intente sujetar al género humano por pronósticos sobrenaturales, sino un nuevo orden social que surge del antiguo, con base en el aprovechamiento de las contradicciones de éste. Los marxista-leninistas que desdeñen olímpicamente los candentes asuntos atañederos a la correlación de fuerzas no merecen el calificativo de tales. Y los que se desapeguen de cuanto ocurra más allá de los parajes patrios y no tengan en cuenta para su lucha los flancos flojos y los robustos en la más amplia dimensión cósmica, estarán buenos para sacristanes de parroquia pero no para jefes de la clase obrera. Aunque deseáramos, la suerte de Colombia no podemos separarla de los avatares del movimiento mancomunado del proletariado internacional de los países socialistas y las naciones sometidas. Nos interesa vivamente el plan general que oriente a dicho movimiento. Si no se saca partido de las dimensiones del bando imperialista, o se equivoca el blanco de ataque, desperdigando el fuego entre los adversarios principales y los virtuales aliados, y si como efecto de semejante torpeza la reacción se fortalece, las repúblicas socialistas se debilitan y los pueblos colonizados no acaban por romper el cascarón y nacer a la independencia, probablemente la revolución colombiana también zozobraría, por mucho que estallara la insurrección, la apoyara una gran parte del pueblo y actuáramos con arrojo, porque los factores internacionales nos serían supremamente hostiles. Toda revolución depende de sus antagonismos y fuerzas internas, es cierto, mas para que éstos se desencadenen y actúen a plenitud precísase de condiciones externas favorables.

Marx y Engels, por ejemplo, recalcaban el hecho patente de que la lucha democrática y las posibilidades del proletariado en cada país de la Europa de entonces requerían en última instancia del hundimiento del zarismo ruso, el puntal número uno del absolutismo feudal. Después sus fieles discípulos y maestros de las generaciones bolcheviques procedieron con el mismo criterio al hacer la anatomía de los baluartes de la contrarrevolución y la de sus sitiadores, sin contentarse con el más cómodo de los análisis, el reducirlo todo a la división entre el socialismo y el capitalismo. Para ellos los países imperialistas no integraban una compacta mole de granito. Los unos eran más poderosos económicamente, poseían mayor cantidad de colonias y tendían por tanto a imponerles su férula a los demás; los otros se defendían, buscaban expandirse a como diera lugar o esperaban desasosegados la hora de la revancha después de las pérdidas sufridas al tronar de los cañones o en los ajetreos diplomáticos. Estas disputas frenéticas e inconciliables que persiguen al imperialismo cual la sombra al cuerpo, son inmanentes a sus leyes de desarrollo desigual y caótico, y generan uno de los ingredientes dinámicos del acontecer histórico de la era actual, al que habremos de rastrear sin extraviar la pista. Incluso las alegaciones de las potencias opresoras en torno al comunismo, o a favor o en contra de la democracia, constituyen comúnmente pretextos para explayarse e inmiscuirse en los asuntos internos de las naciones pequeñas o atrasadas, dentro del dares y tomares por el control del orbe. Al respecto de los feroces enfrentamientos interimperialistas, foco fundamental de las guerras mundiales, Lenin y Stalin recomendaron siempre valerse de ellos en beneficio del campo revolucionario, al que, a su turno, diseccionaron según sus partes componentes, reconociendo la incidencia categórica de las luchas de liberación nacional en el triunfo y la consolidación del socialismo.

Pues bien ¿Cuál es el balance de la coyuntura mundial presente? ¿Cuál la táctica del proletariado internacional? Soluciones magistrales a estos interrogantes ha ofrecido con su teoría de los tres mundos el camarada Mao Tsetung, el más connotado marxista-leninista de los últimos tiempos y cuyos aportes a los descubrimientos científicos de Marx y Engels en los ámbitos de la economía, la política, la filosofía, las artes militares, etc., sólo son cotejables a los efectuados anteriormente por Vladimir Ilich Lenin. En afinidad con sus antecesores, Mao tampoco parangona los dos grandes segmentos de la reacción y la revolución con “láminas de acero” indivisibles, inamovibles o inmodificables. El primer trastorno digno de anotarse, que emborrona los croquis trazados en la segunda postguerra, tanto para el uno como para el otro bando, ocasiónalo la defección de la camarilla revisionista de Moscú, engendrada por Kruschev y criada por Brezhnev, al enterrar el espectro de los zares, e invertir la Unión Soviética, como quién voltea un calcetín, de país socialista en la más sórdida potencia socialimperialista. Olvidar las lecciones de Lenin, que previno en varias oportunidades a su país sobre la catástrofe que le acarrearía la restauración del capitalismo, y producirse ésta, fueron escenas seguidas de un mismo drama en la URSS. Una minoría enquistada en los cargos claves procedió poco a poco a acaparar privilegios y canonjías hasta coger los rasgos distintivos de una burguesía burocrática, dueña de un poder incalculable, puesto que la economía socialista en provecho de los trabajadores desanduvo hacia un capitalismo monopolista de Estado al servicio de aquella. El campo socialista quedó desintegrado y el pueblo soviético sumido en una tiranía ominosa de corte romanoviano, que envidiaría Stolipin(3), y hasta Hitler, de la que sólo lo sacará la revolución, al igual que la Revolución Cultural Proletaria evitó en China el resurgimiento capitalista. Método aconsejado por Mao para la continuación de la obra revolucionaria bajo la dictadura democrática de la clase obrera.
En el plano exterior las autoridades moscovitas parodian el febril zarandeo de los trusts. Colocan a interés cifras fabulosas en los mercados usuarios de capital, adquieren acciones de bancos y consorcios industriales o fundan otros nuevos. Amasan ganancias comprándoles barato y vendiéndoles caro a los países pobres. En el tráfico de armas, en la instalación de satélites militares y en el control de territorios, mares y espacios aéreos, se tratan de tú a tú con los Estados Unidos, a los que ya superan en potencia de fuego convencional y emparejan en dispositivos nucleares. Ocupan extensas regiones en varios continentes, como Angola, en África, a través de mercenarios cubanos, o en Checoslovaquia, con tropas propias y del Pacto de Varsovia. Las repúblicas tributarias suyas de la llamada “comunidad socialista” soportan condiciones tales de sojuzgación y humillación que la corajuda Rumania resolvió hacer escuchar recientemente su voz de rebeldía, poniendo al descubierto no sólo las incisivas contradicciones fermentadas por la dominación colonial de la burocracia soviética, sino el ánimo rabiosamente chovinista y las intenciones de expansión y de guerra del socialimperialismo. En otros términos, la Unión Soviética, al rodar por el despeñadero de la restauración del sistema capitalista, es decir, de la primacía de una pandilla de encumbrados funcionarios y del confinamiento de las prerrogativas de las mayorías laboriosas, se ha contagiado de todas las endemias propias de aquél. Sin poder evitar la anarquía en la producción ni la proclividad a subsanar sus desarreglos económicos con la explotación de otros pueblos, tira su atarraya colonialista, sin tapujos, o veladamente, azuzando y lucrándose de las desavenencias nacionales de países rezagados, o valiéndose de Estados subalternos, tal cual acaba de efectuarlo en Kampuchea, al gestionar, en un lance ostensible de provocación y bandidaje contra una nación paupérrima y débil, la invasión vietnamita enfilada a deponer a viva fuerza el gobierno instaurado soberanamente en 1975, después de erradicadas las vejaciones estadounidenses.

Las rivalidades cada vez más exacerbadas entre los círculos dominantes norteamericanos y soviéticos por la hegemonía del universo le transfieren al período histórico que cruzamos sus rasgos marcadamente peculiares. Los acontecimientos se desencadenan con súbita rapidez hacia la tercera conflagración total, instigada preferencialmente por los ademanes pendencieros del socialimperialismo que clama, sin admitirlo, en pro de la redistribución de las zonas de influencia del orbe. Cuando metió las narices en la partija colonial vio que Washington llevaba ganada la partida; y desde entonces caza pleitos y monta trifulcas para que se barajen y repartan de nuevo las cartas. Como su desarrollo económico continúa siendo inferior al de su mortal contrincante, sabe que de limitarse a bombardear por este costado no ganaría la batalla; mas como su capitalismo de Estado alcanza un grado de concentración superior, pone en juego tal ventaja relevante y militariza de arriba abajo la producción y el aparato estatal, ganando la carrera armamentista y alistándose frenéticamente para la confrontación bélica, único modo de pensar en cristalizar sus ilusiones imperiales. Los Estados Unidos por su parte bregan a no dejarse desalojar de sus posiciones conquistadas en medio siglo de carnicerías. Pero se encuentran a la defensiva aturdidos por los venablos y mandobles que les propinan los pueblos sometidos a su yugo; por la competencia comercial y monetaria con que los hostiga la saneada industria europea y japonesa y, desde luego, por el guante que les arroja al rostro la Unión Soviética, que pretende antes que nada suplantarlos a la brava en Asia, África y sobre todo en Europa, la fruta más apetecida y espinosa. El estruendoso fracaso de Indochina, después de guerrear estérilmente dos décadas contra Viet Nam, Kampuchea y Laos, las crisis económicas repetidas, la caída vertical del dólar y los descalabros y oscilaciones contradictorias en la política internacional son unos cuantos hitos en el proceso decadente iniciado varios años atrás por los imperialistas norteamericanos. Su estrella declina en el confín mientras la otra superpotencia apenas inaugura su ciclo. Por lo indicado sucintamente el socialimperialismo ha pasado a ser el enemigo más peligroso de los pueblos y la principal amenaza de la paz mundial, y aunque junto con los Estados Unidos conforman el primer mundo contra el cual las fuerzas revolucionarias de todos los países deben integrar un invencible frente de lucha antihegemonista, no hay duda de que éstas tendrán que hacer la distinción y enristrar prioritariamente las baterías contra la Unión Soviética que, además, acogiéndose a que muchos no han calado su verdadera faz, emboza sus fechorías e infamias con propaganda a favor del “socialismo”, de la “emancipación nacional”, del “internacionalismo”, etc., lo cual añade un esfuerzo adicional a la tarea de denunciarla, destaparla y derrotarla. Ninguna treta le funcionará. ¿Acaso los cabecillas estadounidenses, inmediatamente luego del hundimiento del nazismo, no alardeaban de ángeles tutelares de la democracia y la libertad? En un principio engañaron a los más ingenuos. Hoy pocos se acuerdan de ello.

Al segundo mundo pertenecen las prósperas repúblicas capitalistas europeas, el Japón y Canadá. Aquel comprende en síntesis la franja intermedia de países que no emula con las dos superpotencias porque su nivel económico y militar está demasiado atrás del de éstas, pero muy por encima del de las naciones dependientes y atrasadas de Asia, África y América Latina; y en comparación con los Estados Socialistas sus regímenes social y político son diametralmente opuestos. En dicha franja encuadran los seniles imperialismos, otrora tristemente célebres por sus crueldades inefables, como el británico, en “donde nunca se ocultaba el sol”, cuando el territorio de la Gran Bretaña, con Irlanda del Norte, escasamente bordea los 244.000 kilómetros cuadrados; como el alemán, cuya obra maestra fue la refrendación y promoción del fascismo, o el japonés, que infestó con sus ejércitos y martirizó a China casi tres lustros seguidos. En el presente, a pesar de la vertiginosa recuperación de los dos últimos, después de sus rotundos descalabros en la guerra, continúan de tumbo en tumbo, soportando la injerencia norteamericana en sus economías y contemplando su seguridad nacional gravemente comprometida por los preparativos expansionistas soviéticos. No han cejado de exteriorizar su escozor por tan chocantes tratamientos. Con frecuencia disienten sin ambages de las artimañas de Estados Unidos, al que no asistieron en sus aventuras de Indochina y dejaron que se sancochara solitario en su propio guiso: hurgan, pasivos o diligentes, en los desbarajustes del sistema monetario liderado por el dólar estadounidense y algunos de ellos no ocultan su franco deseo de sustituirlo por otro, y, dentro del forcejeo comercial, la corta duración de las treguas y las refacciones al Mercado Común Europeo, demuestran también el escalonamiento de sus repelones con la vieja mayordomía gringa. Y el socialimperialismo desliza meticulosamente sus fichas sobre el tablero internacional. Basados en las legiones del Pacto de Varsovia, en las cuñas introducidas en África y en el Medio Oriente, que les facilitarán el control paulatino de las comunicaciones de parte del Atlántico y el Indico y del Mar Rojo, y basados igualmente en sus desplazamientos por los mares del norte y sur de Europa, los nuevos zares del Kremlin han tendido alrededor de este continente una tenaza mortífera lista a cerrarse cuando sea preciso. Asimismo, en el Extremo Oriente amagan invadir a los países vecinos con ingentes cantidades de tropas acantonadas en las inmediaciones e incursionan desafiantemente por aguas septentrionales de jurisdicción japonesa. Todas estas intimidaciones y querellas vuelven al segundo mundo permeable a los vientos antihegemonistas y acicatean a sus burguesías gobernantes a tomar por su cuenta medidas defensivas, cautelando la integridad de sus naciones. Representan por tanto significativos contingentes candidatizables a aliarse con las corrientes revolucionarias y coadyuvar a la sublevación universal contra las superpotencias, de mediar circunstancias y estipulaciones positivas, no obstante su pasta imperialista y las contradicciones que mantengan con los pueblos que yacen aún bajo su arbitrio, o con aquellos en los cuales invierten capitales y extraen plusvalía. Aquí no se trata de litigios sueltos o, si se quiere, de revoluciones que las masas evacuarán según sus posibilidades y criterios; aludimos a la más dilatada óptica visual, al plan general táctico, a la obtención de una correlación tal de fuerzas que a la postre anulará cualquiera de las determinaciones violentas o pacíficas, militares o políticas, abiertas o taimadas de los Estados Unidos, pero fundamentalmente de la Unión Soviética para arrodillar el mundo ante su altar.

Quienes desde la ribera del comunismo se niegan contumaces a aceptar las palpables desemejanzas y los choques de intereses entre el primero y el segundo mundo y califican de sacrilegio imperdonable meter baza entre éstos y utilizar convenientemente sus acérrimas discrepancias, alegando con sobredosis de estupidez que en ambos privan los apetitos de capitalistas explotadores, fuera de degradar el marxismo-leninismo a la categoría de dogma disecado y absurdo, alimentan indirectamente la insolencia del hegemonismo y socavan el feliz desenvolvimiento de la revolución mundial. Nadie que conozca algo de estos problemas y haga uso de sus cinco sentidos colocará en la misma balanza las asechanzas soviéticas, digamos, con las inglesas. Nosotros agregaríamos que incluso con las norteamericanas. Inglaterra, por su ubicación geográfica, su solvencia económica relativa y su menguada pujanza militar, está años luz de poder y querer invadir a China. En cambio no afirmaríamos igual respecto a la Unión Soviética. Y sustraer a la República Popular China del atlas político significa restarle a la causa revolucionaria el primordial y más grande bastión socialista, la bicocada de 9.600.000 kilómetros cuadrados de territorio y 850 millones de habitantes. Estos asuntos reales y de monta no son definiciones librescas para despachar con un par de bastonazos doctrinarios. Al proletariado internacional le urge aislar a los enemigos principales y cercar al más agresivo, y no trabarse en una pelea indiscriminada y anárquica con cualquiera que le espante la palabra socialismo. Es decir, una táctica que contribuya a preservar la existencia de las repúblicas socialistas, impulsar el movimiento de liberación de las colonias y neocolonias, neutralizar y aun ganar a los países intermedios y movilizar concordantemente todas estas fuerzas adversas a los afanes monopolizadores de las superpotencias. Hasta los obreros del segundo mundo, sin silenciar sus concepciones de principio, deben hacer conciencia entre el pueblo sobre lo oportuno de atender a la seguridad de sus naciones amenazadas y estimular las medidas dispuestas a este fin. Los fosos y empalizadas que se provean en regiones tan neurálgicas contra la invasión extranjera, así como la permanente ebullición de la inconformidad popular en las esferas de control soviético en la Europa Oriental, les bajan los humos a los expansionistas, que no atraparán presa fácil y hacia donde viren, a babor o estribor, tropezarán con un piélago de fusiles erizados. Despreciar olímpicamente estas ventajas por el prejuicio de coincidir con unas cuantas burguesías de capa caída, enorgullecerá a las sectas dogmáticas que pululan en las crisis, pero ofende a la inteligencia de los partidos verdaderamente revolucionarios y de masas.

Y en el tercer mundo localizamos la centena y cuarto de países rezagados y dependientes de Asia, África, América Latina y Oceanía, cuyas resonantes y enconadas lides por la liberación nacional, la democracia y el socialismo les confieren la distinción de constituir los principales fortines contra el hegemonismo y simbolizar el pedal de las transformaciones históricas de nuestros tiempos. Para el imperialismo las colonias o neocolonias son el aire de los pulmones. De ellas succionan cuanto demanda el rodaje de sus complejos industriales y con ellas se desencartan de sus mercaderías. Esta transacción no sólo depara fabulosos gananciales sino que oxigena todo su sistema circulatorio. La emancipación política y económica de las naciones equivaldrá a la sentencia de muerte tanto para las sanguijuelas norteamericanas y soviéticas como para toda forma de expugnación imperialista. Y nunca antes esta perspectiva se había visto tan nítida ni tan accesible a los pueblos del mundo. Desde los días del triunfo de la revolución china y de la guerra de resistencia de Corea a la agresión estadounidense, hasta la victoria de Indochina, y más cercanamente todavía, hasta los combates que en la actualidad libran los camboyanos contra los invasores vietnamitas y los angoleños por repeler la ocupación soviético-cubana, no ha amainado un instante el huracán tercermundista. Corresponden a ese proceso episodios descollantes como las revoluciones de Cuba y Argelia, en 1959 y 1962, respectivamente; las luchas de los árabes y especialmente de los palestinos, de Egipto y Sudán, de Guinea Bissau y Mozambique, de Zaire y pueblos del sur de África, y, en América Latina, las altivas jornadas de las masas perseguidas contra las autocracias militares y civiles pro yanquis, incluidos los heroicos levantamientos de la Nicaragua sandinista. Realizar un inventario completo de tales acciones sería algo menos que imposible; mas no olvidemos que la atención pública mundial ha sido prioritariamente copada durante tres largos decenios por estas epopeyas que llevan bordada en sus pendones la insignia inconfundible de la independencia nacional. ¡Soberanía y autodeterminación de las naciones!, es el grito guerrero con el que el proletariado internacional conjura a los pueblos a revolucionarizar el cosmos.

Las fatigas y vigilias de los países socialistas concuerdan plenamente con el movimiento libertario de las colonias y neocolonias, al que guarnecen con una retaguardia extensa y sólida. Aquellos y éste configuran en últimas lo que hemos dado en calificar como el tercer mundo. El máximo conductor del Partido Comunista de China, el presidente Hua Kuofeng, recoge la herencia revolucionaria legada por Mao Tsetung y con él repite en sentencias similares: “Nunca procuraremos la hegemonía y jamás seremos una superpotencia. Debemos desechar resuelta, definitiva, cabal y totalmente cualquier manifestación de chovinismo de gran nación en nuestro trabajo relacionado con el extranjero”(4). Los camaradas chinos han autorizado a que les endilguen el remoquete de socialimperialistas si llegaran a mofarse de esta solemne declaración suya. Gesto sincero que refleja su honda convicción y fidelidad a los principios inmarcesibles del marxismo-leninismo. Al proceder así China se confraterna íntimamente con las masas laboriosas de todos los rincones del orbe, las cuales la aplauden y reconocen como a su más confiable pregonera de la libertad, la coexistencia pacífica entre los Estados y la unión amigable y voluntaria de los pueblos. Contra su enhiesta posición se estrellan sin poderlo evitar los mandatarios moscovitas en la ejecución de sus proditorias ambiciones de reconstruir un imperio, y de ahí que la escojan de blanco predilecto de los espumarajos de sus iras luciferinas. Los revisionistas soviéticos han perdido la tranquilidad y la calma, no duermen, porque allí no más, en la vecindad, están los cientos de millones de miembros del milenario pueblo chino, los artífices de pasmosas proezas, los viejos tontos que trasladan montañas, recordándoles a cada hora, a cada minuto, tozudamente, incansablemente, las abominaciones de su conducta y la vileza de su apostasía. “¡Hay que acabar con China, si queremos ceñirnos la corona imperial!”, piensan. Por eso el primer deber del proletariado internacional militante es cerrar filas en derredor de la más firme y grande nación socialista de la Tierra, viabilizando una táctica que contemple la mejor manera de auxiliar la supervivencia de la República Popular China, y así haya de aliarse temporalmente con el resto del mundo para mochar de un tajo la ofensiva del socialimperialismo. Este ha sido nuestro más meditado y sereno convencimiento.

Colombia, país pequeño y cautivo, corresponde a la categoría de las naciones neocoloniales del tercer mundo. Lo cual repercute en nosotros en un doble sentido. De una parte, nuestra revolución liberadora de nueva democracia que surca rompiendo el oleaje embravecido y a través de inenarrables penalidades, no obstante sus sesgos distintos, cuenta con apologistas y detractores análogos y tiende hacia la misma rada que los demás amotinamientos de las aplastantes mayorías del globo: y por lo consiguiente, no somos tan débiles como podría deducirse a primera vista, ya que engrosamos las huestes de combate de la más vasta y multitudinaria corriente renovadora de la que tengo noticia la historia. De otra parte, las luchas del pueblo colombiano no son tan insólitas, raras, excepcionales o parroquiales, para que nos enfundemos en un patrioterismo gregario, de cuartel, como lo sermonea la tendencia liberal de fuera y dentro del Partido, y nos taponemos los oídos evitando escuchar los ecos lejanos y cercanos producidos por el tropel de miles de millones de personas entregadas a cavar la sepultura del imperialismo y del socialimperialismo, los comunes enemigos. Con la teoría de los tres mundos Mao Tsetung descubre la salida perfecta, la única practicable en las circunstancias prevalecientes, para afianzar el derrotero de la revolución mundial, y dota al movimiento comunista internacional de una línea invencible estratégica y táctica. El tercer mundo, la fuerza básica, junto a los obreros de los países desarrollados, ha de procurar la cooperación con el lote intermedio, el segundo mundo, a fin de aislar, cercar y vencer al primer mundo, principalmente a la superpotencia de Oriente. La guerra global es apremiante, pero sea que la Unión Soviética se atreva o no a desatarla, de la orientación de conformar un frente único en la más amplia escala contra el hegemonismo dependerá la certeza de la victoria. Y en el acierto de aplicar esta línea a las condiciones concretas de Colombia estribará también la llave maestra de nuestro éxito.

 

El frente único de liberación nacional

y los tres cerrojos de la unidad


En Colombia hemos visto desfilar en los últimos quince años un rosario interminable de grupúsculos seudomaoístas, cuya fertilidad reproductiva está en razón directa con su propensión a dividirse y subdividirse por camorras de suyo triviales y bizantinas, y cuyo diapasón político va desde el foquismo y el terrorismo cerril hasta las más virulentas e insensatas expresiones contrarrevolucionarias. Los revisionistas nativos suelen aprovecharse de las calaveradas de estas iglesias de elucubradores iletrados para tratar de distorsionar la imagen del MOIR ante las masas. Lo cual, anunciémoslo de pasada, no les surte efecto. Nosotros siempre hemos considerado, con exceso de discreción, que aquel universo grupuscular adolece de la enfermedad infantil del izquierdismo. Sus desviaciones prototípicas se limitan al inveterado error de calcar sobre el pergamino colombiano las dos o tres cosas que conocen de oídas sobre la experiencia de las revoluciones extranjeras, y a la excomunión de quienes no estén de acuerdo con sus acertijos, o sea del resto de sus congéneres.

Ahora, cuando el Partido Comunista de China redondea la teoría de los tres mundos y enriquece la tesis de que el socialimperialismo personifica en el plano mundial al principal enemigo de los pueblos, vuelve la burra al trigo y el dogmatismo a sus andanzas, al asimilar la situación de Colombia con la del planeta en su conjunto, confundiendo la partícula con el todo, y recabar, o bien un frente de liberación contra la Unión Soviética, o bien el sabotaje a la alianza única de las fuerzas revolucionarias contra el yugo neocolonial del imperialismo norteamericano. Nuestra nación soporta la inversión de capitales y abusos de la casi totalidad de repúblicas burguesas desarrolladas, y sobre su marcha hacia la libertad se cernirán, como sobre los demás países, las emboscadas del expansionismo socialfascista. Habremos de registrar dichos fenómenos y calibrarlos según sus genuinas repercusiones; pero ocultar tras ellos el hecho de bulto de que somos desde las postrimerías del siglo pasado una neocolonia de los Estados Unidos y que, por nuestra localización en el mapa, hacemos las veces de portón de América del Sur, el solar de la superpotencia de Occidente, y paralelamente ignorar que la independencia nacional tendremos que arrancársela a Washington y no a Moscú, anarquizando el ataque y embrollando la táctica, es una falsificación grosera del pensamiento de Mao Tsetung y una estafa de las sagradas aspiraciones de los colombianos.

Nosotros apoyaremos al frente mundial antisoviético, sea cual fuese el eslabonamiento de los sucesos internacionales, y a escala nacional continuaremos alentando nuestra política de unidad y combate contra el imperialismo norteamericano. En apariencia estos dos objetivos se excluyen entre sí, mas en esencia no. Sin duda la mejor manera de incorporarnos a la justa antihegemónica del tercer mundo será en las condiciones del goce absoluto de la soberanía y autodeterminación nacionales, puesto que así podremos despertar plenamente la iniciativa, el empuje creador, la solidaridad revolucionaria y demás virtudes excelsas que dormitan en el alma del pueblo colombiano. Por ningún motivo arriaremos las banderas independentistas, y denunciaremos como traidores natos a quienes con uno u otro pretexto entorpezcan el aglutinamiento más completo y compacto de las fuerzas populares en la hazañosa empresa por deshacernos del avasallamiento de los Estados Unidos. Los seudomaoístas ocasionan a menudo igual o peor daño que el revisionismo que dicen refutar. Nuestro Partido ha fustigado con denuedo a los oportunistas de “izquierda”: y desde la contienda interna del MOEC, en 1965, viene plantando los esquejes del marxismo y segando en el campo teórico y en la práctica los vicios sectarios y dogmáticos de aquellos, al persistir en la vinculación de los intelectuales revolucionarios a la clase obrera y al campesinado, adoptar formas de lucha acordes con el grado de conciencia y de organización de las masas, criticar el abstencionismo y utilizar adecuadamente las lides electorales y parlamentarias, divulgar los programas democráticos de liberación nacional, propender por el frente único y aplicar una línea consecuentemente unitaria, etc. Es decir, al sacar la revolución de la encerrona de las sectas y ponerla en contacto con la política y la realidad del país. Esta dura batalla, sin la cual no era factible arremeter correctamente contra el revisionismo, hasta cierto punto la hemos decidido a favor. Salvo quizás unos cuantos militantes inexpertos que no han reflexionado con responsabilidad sobre la historia del Partido, entre nosotros ya no quedan camaradas que se enloquezcan con el croar del estanque extremoizquierdista. Hoy, por el contrario, tendremos que cuidarnos del contagio del oportunismo de derecha, de la epidemia revisionista y liberalizante que nos arrastra a conmutar las transformaciones revolucionarias por los remiendos del reformismo, el patriotismo internacionalista por el chovinismo parroquial, la soberanía y autodeterminación de la nación por la dependencia simulada, la vanguardia obrera por la zaga burguesa, Estados Unidos por la Unión Soviética. Si no impugnamos ni descalificamos estas ruines pretensiones estropearíamos la unidad del pueblo y abjuraríamos de la propia revolución.

El transcurso singular de la revolución colombiana nos ha enseñado que la estructuración de un frente único en nuestro país demanda por lo menos tres estipulaciones generales: la concordancia programática, la obediencia a las normas de funcionamiento democrático y el no alineamiento. En su polémica con el oportunismo, prevalentemente con el Partido Comunista revisionista de Colombia, el MOIR desentrañó y desmenuzó los supuestos positivos sobre los que descansan estos tres cerrojos de la unidad del pueblo. Y todo indica que en contorno a ellos proseguirá rotando la pelea en el período que empieza a clarear.

 

I

El actual rango democrático y nacional, no socialista, de nuestro programa, se evidencia en que exige no la íntegra abolición de la propiedad privada sobre los medios de producción, sino exclusivamente de sus manifestaciones monopolísticas, extranjeras y colombianas, y terratenientes. Son el compendio de las reivindicaciones económicas y políticas fundamentales de las clases revolucionarias para la primera etapa estratégica de la revolución, o sea el programa del frente único.

La síntesis más apretada de sus demandas medulares sería:

1) Liberación nacional de la dominación neocolonialista de los Estados Unidos; 2) Fundación de un Estado compuesto por todas las clases y capas antiimperialistas y democráticas que custodie celosamente ante cualquier intento de sojuzgación foránea, la soberanía y la autodeterminación alcanzadas; 3) Supresión y nacionalización de todo tipo de monopolio; 4) Confiscación de la tierra de los grandes terratenientes y su reparto entre los campesinos que la trabajen; 5 Protección a los pequeños y medianos industriales y comerciantes; 6) Control y planificación estatales de la economía; 7) Educación nacional y científica al servicio de las grandes masas; 8) Plenas libertades para el pueblo y riguroso cumplimiento de todos sus derechos; 9) Cesación de las discriminaciones entre razas y sexos, garantías y ayudas para las minorías indígenas nacionales, amparo a la niñez y a la vejez y libre ejercicio de cultos; 10) Esmerada atención a las necesidades materiales y espirituales de obreros y campesinos, según el avance económico y conforme al principio de sustentarnos en nuestros propios esfuerzos; 11) Apoyo a los países socialistas, a las naciones oprimidas, al proletariado de las repúblicas capitalistas y a los movimientos revolucionarios del mundo entero, y 12) Relaciones internacionales con base en la coexistencia pacífica entre los Estados, el respeto a la independencia y autodeterminación de las naciones y el trato en pie de igualdad y en beneficio recíproco.

El acuerdo programático resulta imprescindible. Sin él no habría manera de concebir la alianza de las clases y sectores revolucionarios. De por sí cualquier colectividad, de uno u otro color partidista, se inclina y porfía por objetivos más o menos determinados, sea que los sistematice o no, sea que los proclame con las formalidades del caso o los disemine en sus declaraciones, escritos y discursos. Muchas veces el obrar y el decir de los partidos se tiran de las mechas, y entonces sabremos por su práctica las miras efectivas tras las que andan. No hay pues movimiento político sin programa, ni programa que exprofesamente no sirva a la revolución o a la reacción. El frente único antiimperialista no tendrá por qué omitir el suyo, y como su propósito jamás será el de engañar o escisionar al pueblo, cuidará que sus actos no desmientan sus palabras.

El combate mancomunado de los destacamentos populares por los reclamos más sentidos de las clases explotadas y oprimidas nos facilitará paulatinamente fundirnos con estas fuerzas vertebrales, que irán comprendiendo paso a paso de qué lado está la salvaguardia de sus intereses, hasta el aglutinamiento del pueblo en una corriente unitaria indomeñable. Así, el programa conjunto nos dota de ventajas inequívocas. Por intermedio de la agitación y propaganda constante que hagamos de él, mostraremos a las masas hacia dónde han de apuntar los obuses de su artillería, y las educaremos en la observancia de sus obligaciones. La aceptación voluntaria y explícita de los aliados de acatar y defender las innovaciones de la revolución colabora en el aplacamiento del oportunismo. Si suscribimos un pacto reformista dizque para cuajar la unidad, ¿cómo instruiremos a los millones de desposeídos y analfabetas políticos acerca de los problemas colectivos y públicos que tan vivamente les incumben? ¿Cómo acortar el vuelo de la tendencia liberalizante y revisionista, a la que hemos dado alas?

Las coaliciones propiciadas por el MOIR, aunque, debido a la debilidad y a móviles tácticos, han sido de escasa duración y por lo común circunscritas a las temporadas electorales, estuvieron invariablemente erigidas sobre plataformas revolucionarias, de idéntico contenido nacional y democrático, mas con redacción distinta. La cooperación convenida con los integrantes del Frente por la Unidad del Pueblo y que actualmente nos preocupamos por revitalizar, es del mismo tenor. En este aspecto el debate contra las posiciones de derecha se centra en rechazar las sugerencias a limar los “radicalismos” que "asustan a las gentes”, según los argumentos usuales con que se nos persuade en el fondo a canjear el dictamen de destruir el sistema por el de emperifollarlo, con el objeto de seducir estamentos y personajes conspicuos e inconformes pero “sensatos” y “realistas”. Quienes creen colocarnos en un aprieto al remembrar las exploraciones de nuestra política unitaria, pasan por alto lamentablemente que aun cuando hemos unificado esfuerzos con disidencias liberales, y en menor significancia con conservadores descontentos, en ninguna oportunidad lo hicimos plegándonos a los devaneos de los opositores oficializados que disparan al aire asegurándose de no atinar en el bulto. Tratar de seguir nuestras pisadas y parodiar nuestros afanes por el frente unido y amplio, ignorando el abismo que media entre la oposición y la revolución, equivale a sustituir la segunda por la primera. Esta sustitución, entre otros extravíos, ha preparado últimamente en Colombia el montaje de la versión tropical del sainete del socialismo español, un socialismo ni siquiera consecuentemente republicano, sino democrático-monárquico, que puja con los “eurocomunistas” en las intrigas cortesanas por definir quién es el benemérito acreedor de las mercedes de su majestad. No atribuimos a un hecho casual el que a nuestros populistas, de viejo y nuevo molde, se les vaya la respiración y pierdan la cabeza por la emoción que les producen las visitas al país del melifluo Felipe González, de cuyas vulgares reconvenciones a la izquierda colombiana, en sus cátedras de entreguismo, tomaron al parecer atenta nota. Reconocemos nuestra coincidencia con muchas voces de protesta a las que les atribula el escalonamiento represivo; sin embargo, silenciar en bien de un acuerdo con ellas que la persecución sangrienta del gobierno obedece innegablemente a que el imperialismo norteamericano no para de apretar la clavija de su saqueo económico, y que por ende sólo la liberación nacional garantizará la extirpación del despotismo y el disfrute para el pueblo de una democracia auténtica, resguardada por el Estado de las clases antiimperialistas surgido de la revolución, y más aún, consentir sacar del programa estas justas reclamaciones, se traduciría en una indulgencia cobarde al régimen. Combatimos contra toda mengua de las libertades públicas y de los derechos a las masas populares, sin lo cual nuestra brega por los objetivos estratégicos se quedaría escrita en el papel y los trabajadores no tendrían forma de aceptar ni de digerir los postulados revolucionarios, y estamos muy lejos, como el cielo de la tierra, de abogar por la vigencia y el adorno de las instituciones democrateras de la neocolonia, o de propalar el bulo de que los desafueros de la alianza burgués-terrateniente proimperialista se deban a la arrogancia del ala azul del gabinete sobre su ala solferina. El talante de los ministros influye, desde luego. Pero al abstraer de la situación el sustrato económico, los roces violentos de clases y las pretensiones mediatas e inmediatas de éstas, llegaríamos al desvarío de que los asuntos vitales de la democracia y del bienestar bailarían exclusivamente al son caprichoso de los mandatarios de turno, a los que, de contera, podríamos de vez en cuando recordarles que toquen también para alegrar al pueblo, cual lo hacen en las audiencias palaciegas semestrales, o trimestrales, los zascandiles de la oposición. El papelón de esta canalla se parece a las ambigüedades del falsario Juan Francisco Berbeo quien, en la rebelión comunera de finales de siglo XVIII se daba sus mañas para exhibirse de incitador de la revuelta armada sin afectar sus componendas con el virreinato. Toda revolución trompica con sus Berbeos. Y todo berbeismo justifica, ante los revolucionarios, las entendederas subrepticias con los guardianes del orden, discutiendo la conveniencia de no prescindir de pararrayos en la borrasca; y exculpa, ante los reaccionarios, los tratos semilegales con los rebeldes, arguyendo lo aconsejable de no despreciar los diques que evitan la salida de madre de los acontecimientos.

Desdorar el programa para congraciarnos con una oposición que, como cualquiera oposición dentro de la democracia burguesa, está encargada de amansar a los inconformes, sólo burlas nos granjearía. Sobre todo por la particularidad del período. Porque sabemos que el proletariado en circunstancias muy singulares se ha otorgado la dispensa de morigerar sus exhortaciones programáticas. El Partido Comunista de China, por ejemplo, suspendió la confiscación de la tierra de la clase terrateniente y redujo sus exigencias para el agro a pedir la disminución de los intereses del crédito y de los arrendamientos. ¿Cuál era la contraprestación? Ganar la aquiescencia de dicha clase en la guerra patriótica contra la invasión japonesa. Esta política obviamente fue correcta. Empero, ¿qué obtendríamos nosotros de pactar en la actualidad semejante acuerdo? Conseguiríamos la desmovilización de la masa campesina sin favorecer mayormente al frente único. ¿Y en qué consiste realmente el entendimiento programático insinuado por la tendencia liberalizante y el cretinismo parlamentario? Que se atenúen los puntos concernientes a la independencia nacional y a la conformación de un nuevo Estado de las clases populares contra la minoría oligárquica destronada. Tal “suavización” nos privaría de algo de lo que nos hallamos bastante urgidos: hacerles comprender cabalmente a los explotados y oprimidos que nada habrá cambiado mientras los ornatos legislativos y las remodelaciones de fachada a las covachuelas de las ramas del Poder logren todavía tapiar la podredumbre interior. Por lo demás, el programa arriba transcrito no corresponde a los máximos sino a los mínimos objetivos que pueda formular el proletariado en esta hora.


II

Hemos escarmentado igualmente acerca de lo esencial de unas reglas precisas de regulación de las actividades del frente y de las relaciones entre los aliados. En la coalición de las fuerzas antiimperialistas es inevitable el contraste de pareceres e intereses. Se requiere de ordinario pasar por un largo lapso de punzantes controversias políticas para protocolizar un piso firme de entendimiento. Aun arreglado éste, y si las disparidades no se resuelven con destreza, terminarán entrabando la cooperación en las luchas y hasta colocando en entredicho la unidad de los amplios sectores populares. El programa conjunto coadyuva a proteger la cohesión obtenida, al proporcionar una pauta para dirimir las desavenencias de peso. Sin embargo, hay que disponer los procedimientos conducentes, las formas organizativas, el cómo hacerlo. Y éste no puede ser otro que el método democrático, tanto para zanjar las discrepancias como para normalizar el funcionamiento de las operaciones propias de la alianza. Su principio guía se cifra en que todos los componentes de la unión concurren en igualdad de condiciones y, sin excepción, conservan su autonomía ideológica y orgánica. Dicha autonomía no ha de interferir en la feliz cristalización de los compromisos pactados ni en la diligente aplicación de las determinaciones aprobadas por los organismos directivos unitarios. Pero sí les confiere a las agrupaciones políticas y gremiales coligadas el derecho inalienable a que nadie se inmiscuya ni irrespete la organización partidaria, o de las asociaciones de las masas, según el caso, y a profesar las ideas que las caracterizan, emitir sus conceptos y opiniones, sin mordazas de ninguna índole. Cada colectividad cede parte de su albedrío, en beneficio de la coordinación y disciplina del frente, y recibe por ello la puntual colaboración de los conformantes de éste; se compromete a no transgredir el fuero interno de los otros, a tiempo que sus apreciaciones son escuchadas, tenidas en cuenta y debatidas al tomarse las decisiones que conciernen a todos. Las contradicciones que broten han de ventilarse sin cortapisas y en búsqueda de la consolidación de los acuerdos y del ambiente de mutua confianza. En fin, si los convenios programáticos señalan las metas últimas de la unidad, las normas democráticas de funcionamiento constituyen las herramientas para forjarla.

Seguimos siendo fervientes apologistas del criterio de que el frente no debe florecer exclusivamente en las estaciones electorales, o limitar su actividad a las escaramuzas parlamentarias, sino que transcienda más allá, prepare y cuide desde las luchas más simples e incipientes hasta las más complejas y avanzadas. Como estas cuestiones son problemas también de crecimiento y no dependen de cuán fervorosamente deseemos remediarlas, obrando al tenor de aquello de que gota a gota se ablanda la roca, convinimos aun cuando fuesen alianzas pequeñas y restringidas, con distintos aliados en diversos momentos, tendientes, entre otros propósitos, a instruir a las grandes masas populares en los preceptos de la unidad y difundir los principios rectores de la gesta antiimperialista. Complementando tal orientación hemos esclarecido hasta la saciedad el ofrecimiento expresado a las entidades amigas de impulsar e integrar paulatinamente una dirección compartida y observada por todas las clases y sectores revolucionarios, cuyas resoluciones se adoptarían ya por unanimidad, ya por centralismo democrático, conforme a las condiciones y a lo concluido previamente de consuno, e irían abarcando las materias palpitantes de la revolución, en consonancia con el desarrollo de ésta.

La unanimidad, como la palabra lo indica, estriba en que ninguna medida puede refrendarse sin el consentimiento de todos los aliados, es decir, subsiste el derecho al veto de cualquiera de los participantes. Reglamentación aplicada en las coaliciones promovidas hasta ahora por el MOIR, y que denota, antes que la veteranía, las bisoñadas de la lucha, puesto que se parte más de los recelos que de la entereza y se inmola muchas veces la eficaz y ágil operancia en aras de las supersticiones de grupo. La forma democrática ideal de funcionamiento será la que contemple la convencional subordinación de la minoría a la mayoría; en este contexto, la sujeción del menor número de partidos y agrupaciones de masas al número más grande. Corresponde a un escalón superior de cohesión y madurez, vigoriza le eficiencia del frente y, en especial, al proletariado le favorece en su papel de vanguardia de la revolución, como le conviene todo ambiente de libertad en que pueda blandir sin censuras sus puntos de vista, refutar los enredos del oportunismo y usufructuar las estipulaciones que regulan la prevalencia de las fuerzas mayoritarias sobre las minoritarias. El frente de liberación nacional, que de por sí favorecerá la labor decisiva del partido obrero dentro de la odisea por la segunda independencia de Colombia, al prescribir sus claras normas democráticas de organización y relaciones internas, que garantizan igualdad de derechos y deberes, protegen la independencia ideológica y orgánica de las colectividades unidas, permiten el libre juego de opiniones y ordenan el acatamiento a la voluntad mayoritaria, no sólo no embotellará, sino que hará expedita la senda a la dirección proletaria en el proceso revolucionario. En la brega por merecer esta distinción, la clase obrera, con su ejemplar conducta, enaltece como el que más los principios democráticos de la acción unitaria, sin lo cual el campesinado y el resto de contingentes amigos mirarían con resquemor sus proposiciones y sugerencias, por muy sabias que ellas sean. Eso de un lado, y del otro, al resguardar escrupulosamente su integridad partidaria y no caer en las veleidades burguesas, estará en posición envidiable, después del triunfo, de encarrilar la revolución de nueva democracia hacia el socialismo, impidiendo que la nación se deslumbre con unas cuantas conquistas más o menos inciertas. Si no somos respetuosos de la democracia nadie querrá escucharnos ni mucho menos considerar nuestros planteamientos; y si perdemos la independencia ideológica ningún valor tendría lo que dijéramos y daría igual que nos oyeran o no. Asimismo, como las otras clases y capas antiimperialistas observan los fenómenos económicos y políticos a través del cristal de las conveniencias individuales, y cultivan creencias encontradas con las de los trabajadores completamente desposeídos e indigentes, es necesario que las saquen a la luz y la contrasten con las nuestras. De lo contrario no habría manera de distinguir y escoger entre los asuntos materia de acuerdo dentro del frente y los que no lo son; ni el grueso del pueblo lograría identificar a quienes en verdad interpretan y respaldan fidedignamente sus intereses.

Los revisionistas colombianos, con el comportamiento suyo ya consuetudinario de infiltrar los aliados, mimetizarse mediante aparatos liberaloides de bolsillo, urdir intrigas, suplantar el debate abierto y franco por el comadreo, en suma, rehuir los compromisos democráticos cual aves nocturnas a la aurora, fuera de buscar colocar sus iniquidades al abrigo de toda crítica, echan tierra a las diferencias de clase y boicotean la unidad popular. Y a la tendencia liberalizante le importan un comino estos albures de las normas democráticas y de la independencia ideológica: lo definitivo es el frente; no hay por qué tocar temas que no sean del agrado de todos, y lo mejor es tragarnos los desenfoques discrepantes; poco interesa que los revisionistas se excedan en su despotismo, ellos son así, ¡qué le vamos a hacer!; a nosotros nos compete agachar la cerviz y poner el otro cachete, sobre todo ahora cuando recrudece la represión, después de expedido el Estatuto de Seguridad. Estas plañideras del conciliacionismo creen que el país entero les extenderá sus amorosos brazos y las colmará de gloria, conmovido por su catequesis jesuítica de humildad y estulticia. Mucho nos contristaría que alguien imaginara siquiera que podremos llegar a ser partícipes de tales conceptos, o que algún día los compartimos.

Cuando proponemos unas normas perentorias de relación y funcionamiento como uno de los requisitos para afianzar, en las peculiaridades nuestras, la cooperación de las fuerzas antiimperialistas, contemplamos, por supuesto, los aspectos atañederos a la buena marcha del frente y ensayamos rescatar la unión de manos de las obvias discordancias que afloran de trecho en trecho entre los coligados. Empero también avistamos la cuestión esencial de que el Partido no se disuelva en la alianza, conserve sus perfiles proletarios y se mueva en una atmósfera democrática que le posibilite expresar sus juicios e influir efectivamente en la lucha política. En ello van implícitas la jefatura obrera de la revolución y la implantación posterior del socialismo en Colombia. La democracia en la realización de las tareas unitarias la necesitamos vivamente porque tenemos puntos de vista y objetivos ulteriores desemejantes a los de los aliados. Incluso, aunque combatimos por un programa común, lo deletreamos de modo distinto. En no pocas oportunidades, sin lesionar acuerdos suscritos, hemos opinado y actuado independientemente. Usamos del derecho a la autonomía partidaria para que el pueblo no se confunda respecto a nosotros y sepa cuáles son nuestros proyectos cercanos y lejanos. Cualquier compromiso que conlleve el sacrificio de distorsionar nuestra imagen ante la opinión pública, así sea transitoriamente; de acallar nuestros criterios o bajarles de volumen; de someternos dócilmente a las exigencias arbitrarias de los demás, o aun cuando sólo fuese a las peticiones caprichosas, sencillamente, un compromiso de ese jaez, no podríamos aceptarlo. En esto se fundamentó una de las razones poderosas por las cuales el MOIR rompió todo nexo con los integrantes de la llamada Unión Nacional de Oposición, una vez el revisionismo pisoteó los pactos sellados paladinamente. La defensa y la rigurosa observancia de las normas democráticas, además de confluir en la consolidación de la unidad del frente, hacen parte de la contienda implacable que actualmente libramos contra el oportunismo de derecha.

 

III

Con las cuestiones relativas al frente de liberación nacional ya sucede en Colombia lo que acontece con casi todas las reivindicaciones de la democracia política. Son muy pocos los partidos, desde los más próximos a los afectos de los obreros y de los campesinos, hasta las fracciones vergonzantes de la izquierda burguesa, que no hablen ni sienten doctrina sobre ellas. Los trotskistas, contra toda lógica, han abogado a última hora también por un frente unido, sin parar mientes en que con éste, por definición, niegan de plano su disparate pertinaz del iluso asentamiento inmediato del socialismo. Los revisionistas, misioneros del socialimperialismo soviético, insuflan su propia unión de la oposición, tras la cual buscan arrastrar el país a un trastrueque de amos. Todos disertan acerca de la unidad para no pasar por bichos raros. ¡He ahí el alarido de la moda! Y mientras crece la audiencia, más remota aparece la concreción de la cantinela, más insondable se nos presenta la división. El ímpetu del movimiento unitario es tal que aun sus caracterizados saboteadores han de aparentar respaldarlo si quieren tener algún chance en la partida. La vehemencia de este movimiento se le debe en cierta forma al MOIR, quien le dio el soplo germinal con su decidida actitud de anunciar en la proclama y reafirmar en la práctica lo acertado de concertar convenios, sin exclusiones de ninguna especie, con aquellos resueltos a combatir conjuntamente al enemigo superior de la nación colombiana, el imperialismo norteamericano y sus encubridores, en torno a unos supuestos mínimos democráticos y revolucionarios. Nos aliamos con sectores y agrupaciones con los cuales se consideraba hasta entonces una espantosa herejía auspiciar cualquier trato. Andando se comprendió que en lo insólito radicaba lo normal. El frente habría de conformarse con fuerzas diversas a las nuestras, e incluso contrapuestas en muchos tópicos. Para solaz de la crónica jacarandosa de nuestros días quedaron los adefesios de los seudomaoístas de simular acuerdos sólo con facciones incontaminadas, químicamente puras y cosidas por los hilos de una armonía angelical. Coaliciones de ellos, entre ellos y para ellos, en otras palabras.

El apremio más imperioso de Colombia reside en salir del neocolonialismo, causa suprema de sus trágicas desventuras. En esa magna faena el proletariado requiere de la cooperación y la acción coordinada de los escuadrones más confiables en la lucha por la emancipación nacional y aún de los menos consistentes, sin desdeñar el concurso de las capas progresistas de la burguesía. La almendra del asunto yace en saber cómo alistaremos milicias tan abigarradas y disformes. Porque no vamos, cual quijotes, a lanzarnos solos a la carga, como nos azuzan los liquidacionistas de “izquierda”. Ni contemporizaremos, porque tampoco fumaremos la pipa de la paz, como nos lo insinúan los sanchos de la derecha. Las clases y partidos honestamente comprometidos en la empresa liberadora han de transar sus divergencias, deponer sus reclamos particulares excluyentes y ceder por el éxito de la causa común. La derrota del usurpador extranjero y de los apátridas lo demanda. El don preciado de la independencia de la nación lo exige. Sin sacrificios y sin concesiones recíprocas no será asequible la movilización del 90 por ciento y más de la población colombiana, única manera de garantizar el triunfo. Lo que pasa es que éstas y aquéllos han de estar encaminados a la más rápida y completa obtención de los objetivos revolucionarios. Sacrificios y concesiones para traicionar la revolución no efectuaremos ninguno; para impulsarla sí los ha hecho el MOIR y lo seguirá haciendo en el futuro, sin que nadie pueda imitarle. Son las dos caras de una misma medalla. ¿Quién, con la cabeza en alto, se atreve a negarnos que estuvimos siempre en ánimo de transigir lo transigible en pro no de dos o tres sino de un solo frente? ¿Y quién, que nos conozca y sin deshonrarse, no admite que preferimos la soledad antes que traficar con cualquiera de los preceptos mínimos que infunden y sostienen la alianza patriótica de liberación?

Cumplimos más de un decenio de lucha infatigable, superando la oleada extremoizquierdista de la pequeña burguesía intelectual que salta al cuadrilátero, desde 1959, al trompeteo de la victoriosa insurgencia cubana, y fustigando los ladinos y farisaicos acomodamientos al sistema, en un país en donde echó raíces primero el revisionismo que el marxismo-leninismo. Hemos elaborado una estrategia y una táctica de la revolución colombiana que, a pesar de estar en mora de bruñir e ilustrar en todas y cada una de sus múltiples aplicaciones, reto que la militancia del MOIR ha empezado a encarar y suplirá con creces, tipifican una respuesta coherente y satisfactoria a las inquietudes del momento y surten a las clases revolucionarias, preferencialmente a los obreros, de la piedra de amolar sus pacoras. El trípode sobre el que ha de reposar el frente único, o sea el programa, las normas de funcionamiento y el no alineamiento, propuesto indiscriminadamente por nosotros a las organizaciones políticas que agitan las enseñas de la liberación, no es una ventolera de fanáticos. No hemos inventado nada. La omnipotencia de nuestra teoría marxista revolucionaria hállase en la nitidez con que refleja los hechos reales y las leyes que los rigen. Si en calidad de animadores de la historia concurrimos más como actores que como autores de la misma, en recompensa sabemos que las ovaciones se la llevará la actuación que mejor interprete el curso de los acontecimientos.

¿Alcanzaremos la independencia sin constituir una alianza amplia, organizada y operante de las fuerzas antiimperialistas? Para una respetable mayoría aquello ya resulta imposible. ¿Conseguiremos semejante alianza sin un programa nacional y democrático, sin unas normas democráticas de funcionamiento y sin el no alineamiento? Esto es lo que se discute actualmente en Colombia. Y al MOIR tendremos que aceptarle sus proposiciones o probarle por qué carecen de sentido. Ocurra lo que ocurra la revolución no eludirá la polémica planteada. Si tantos al unísono se jactan de ser apóstoles de la unidad, ¿por qué entonces ésta se nos muestra tan esquiva? ¿El pueblo colombiano se aglutinaría hoy regocijadamente alrededor de las transformaciones socialistas, y aguijoneado por ellas expulsaría la opresión norteamericana? ¿O desafiaría el poder de sus verdugos y entregaría gustoso su vida por una plataforma reformista? Si por incongruentes desechamos ambas disyuntivas, la una utópicamente anticipada para que entusiasme a las numerosas capas medias de la cuidad y el campo, y que además prohíbe de un lapo el concurso de la burguesía nacional, y la otra ridículamente retrasada para unas masas que esperan más que sahumerios como preservativos de las pestilencias sociales, resta sólo el acuerdo programático que hemos sugerido. Dilema análogo se presentará con las normas democráticas y el no alineamiento. ¿Los acogemos o no? Nadie, por más avivato que se crea, evadirá sus responsabilidades en tales fallos. Ni los tránsfugas que endosan copias falsas de nuestras fórmulas se saldrán con las suyas. Aguardaremos atentos y optimistas a que se sedimenten las aguas enturbiadas. Cientos de miles y millones de hombre y mujeres de Colombia que indagan hace rato por la verdad impondrán la línea justa, así tengamos antes que cruzar íngrimos el desierto para abrir el derrotero que los saque de la cautividad. Las condiciones concretas de la revolución colombiana, a las que nos hemos ceñido meticulosamente, son las que confieren la justeza a la posición del MOIR. Nos coligaremos con los partidos, clases, sectores, capas y personalidades decididos a contender contra el imperialismo norteamericano y sus secuaces y a favor de la soberanía y la prosperidad de Colombia, de los que no descartamos de antemano a ninguna fuerza política, ni siquiera a las banderías disidentes del liberalismo y el conservatismo. Mientras se acaten los requisitos mínimos de la unidad no abrigaremos temores de coordinar la acción con cualquiera agrupación partidista, por muy mucho que nos desagraden sus antecedentes. Mas pondremos en salmuera los llamamientos a rubricar alianzas que no impliquen compromisos y obligaciones claros, aun cuando fuera con grupos que comulgan con ruedas de molino y hacen fe pública de su revolucionarismo. En eso se condensa la política unitaria marxista-leninista, de principios.

Pero no hemos espulgado aún en el no alineamiento. Hagámoslo.

El no alineamiento está engarzado tanto con la situación interna como con la ubicación nuestra dentro del concierto internacional, y cuenta también con su propio itinerario histórico. Vale la pena intentar una reseña de su corta semblanza. Cuando fundamos en 1973 la Unión Nacional de Oposición, en asocio con el Movimiento Amplio Colombiano, la primera desmembración masiva de la izquierda de Anapo, y con el Partido Comunista revisionista, acordamos que el frente propugnaría la independencia de Colombia de las garras de los Estados Unidos y resaltamos la solidaridad “con todos los pueblos que luchan por la defensa de su soberanía y contra la opresión extranjera, por la revolución y el socialismo”(5). En forma táctica estipulamos igualmente que la UNO no se alinearía con ningún bloque de Estados, no obstante contemplar en general el apoyo a las naciones oprimidas, a los países socialistas y a los movimientos revolucionarios de todas las latitudes. A pesar de la vaguedad, pues no se hacía mención con exactitud sobre qué repúblicas se consideraban o no socialistas, era la formulación más aconsejable, en vista de las concepciones encontradas que desde entonces ya subsistían acerca de la problemática externa. A nosotros no satisfizo el diagnóstico y la receta, porque, de una parte, se allanaba la vía hacia la cooperación con la únicas organizaciones susceptibles de aliarse a la sazón con el MOIR para afrontar las difíciles jornadas de aquellos años, y de otra, aunque no se consignó la plenitud de nuestras reclamaciones programáticas, sobre todo en el ámbito internacional, rescatábamos la lucha de los pueblos “por la defensa de su soberanía y contra la opresión extranjera”. Norte y brújula del internacionalismo proletario. Y en el fondo este parágrafo terminó convirtiéndose en la manzana de la discordia de nuestras bravas y constantes refriegas con los revisionistas colombianos.

En un comienzo las desavenencias que echaron a pique a la UNO emanaron de los coqueteos de los aliados con el mandato lopista de hambre, demagogia y represión y de las violaciones de las normas democráticas de relación y funcionamiento. Las contradicciones se referían todavía, digámoslo así, a los tejemanejes de la política doméstica. Pero para la segunda mitad de 1975 la dirección mamerta, por intimaciones a control remoto, destapó su juego en materias internacionales, exigiendo, como condición de participar en el frente, el respaldo explícito al gobierno cubano que acababa de invadir a Angola con un ejército regular de aproximadamente quince mil hombres, adiestrado, armado, equipado, transportado, financiado y asesorado por la Unión Soviética. Mucha tinta y papel han consumido en componer y ataviar este episodio de la piratería contemporánea. La reputada pluma de García Márquez en un folletito que leímos en la gran prensa lo asimilaba inútilmente, ¡oh sarcasmo!, con el desembarco no subvencionado de los 80 valientes de El Granma que ascendieron diezmados a la Sierra Maestra a encender la antorcha que iluminaría la larga noche de América Latina. La brisa apagó la llama, la revolución perdió la lozanía y pronto llegó a su climaterio y los soldados del Ejército Rebelde fueron sustituidos por los condottieri(6) del último cuarto del siglo. Cuba, doloroso aceptarlo, de primer territorio libre se trocó en la cabeza de puente del socialimperialismo en el Hemisferio; de emblema del movimiento independentista pasó a ser el mascarón de proa del acorazado soviético en el abordaje de África. La bendición a todo esto, e indirectamente a las tropelías de Moscú, era lo que hubiese significado la venia a la voluble exigencia del Partido Comunista de rodear magnánimamente al gobierno de La Habana. Y decimos voluble porque, para formalizar tal exigencia, el revisionismo colombiano tenía que requerir la modificación del programa primigenio de la UNO, precisamente en el pasaje álgido, conflictivo, cuyo tratamiento circunspecto permitió la campaña electoral conjunta de 1974: lo tocante a no matricular la alianza en la determinada política de un Estado o de un grupo de Estados. E indefectiblemente concluyó alterándolo. Con lo cual se demostró que los nuevos zares del Kremlin, por sus pretensiones hegemónicas, no toleran a sus plagiarios en el mundo que se concedan a su arbitrio licencias de no secundar tajante y sumisamente sus planes expansionistas; y que los notables de la nómina mamerta, no obstante sus ínfulas de curtidos, veteranos y voluntariosos mariscales, no encarnan más que falderillos aventajados y gruñones. Sobra agregar que va ya para cuatro años que las tropas cubanas huellan el suelo de Angola, y su número, en lugar de disminuir se ha acrecentado, contrastando con las varias promesas de desocupación gradual hechas por el Primer Ministro Fidel Castro. La admonición de Marx se había cumplido: “Un pueblo que oprime a otro pueblo forja sus propias cadenas”(7).

La algarabía revisionista sobre la unión se redujo al fin y al cabo a solicitar el aplauso a la aventura cubana en el continente africano, forma taimada de mendigar el asentimiento para las arbitrariedades de la superpotencia de Oriente. El frente patriótico de liberación nacional ha de guiarse por Cuba: replantearon. Nosotros replicamos: preservemos como línea unitaria de amplia cobertura el no alineamiento. Así surgió la palabreja en el léxico político colombiano y ese es su historial. Al mamertismo, según parece, le infunde tanto o más pavor que la cruz de los cristianos al demonio.

El no alineamiento, acerbamente defendido por el MOIR, y tal cual se desprende de lo expuesto páginas atrás, consiste en una concesión que exprofesamente hacemos, motivada en el anhelo de suturar la división y la dispersión del pueblo. No ansiamos que los posibles convergentes a la coalición antiimperialista enarbolen todas y cada una de las tesis nuestras relativas a la compleja situación internacional, puesto que atravesaríamos un impedimento demasiado grande. Desde luego que esta postura, como tantas otras asumidas en variados campos, incomprensible y hasta escandalizante en un principio, obedece a factores reales, objetivos y subjetivos, ante los cuales procedemos. La contradicción salta a los ojos: propiciamos un frente mundial contra la Unión Soviética y convocamos en Colombia a la unidad contra los Estados Unidos. Pero la paradoja pertenece a la realidad, nosotros simplemente la registramos. El enemigo principal de los pueblos de la Tierra es el socialimperialismo y el de nuestro país es el imperialismo norteamericano. Tenemos sesos suficientes para captar la singularidad de la nación colombiana, y aunque pertenecemos también al mundo, discernimos que aquella sólo representa una pequeña pieza del ensamblaje de éste. Nos cabe el modestísimo mérito de haber señalado la identidad entre los dos polos de la contradicción: la mejor manera de participar en el frente mundial antihegemónico brota de las condiciones del disfrute pleno de la soberanía nacional; la lucha contra el hegemonismo configurará una burla, cuando no una deslealtad punible, sin la pelea consecuente por la independencia de nuestra nación.

Cuando aclaramos que el no alineamiento corresponde a una concesión, estamos diciendo simplemente que no es planta de nuestro vivero ideológico, sino fruto de una transacción, de un compromiso, en el que aflojamos temporalmente algunas cosas para asir más fuertemente otras. Denota asimismo que, como todo acuerdo, se halla limitado por el tiempo, va hasta la obtención de los propósitos previstos, o la supresión de las circunstancias que lo hicieron factible. Sin embargo, hay todavía dos aspectos de cimera importancia que no debemos pasar por alto.

En primer lugar, según las peculiaridades nacionales, no desconectadas del contexto exterior, el no alineamiento, absolutamente indispensable en este período, tanto por la correlación de fuerzas como por el tope de conciencia y de organización de las masas explotadas y oprimidas de Colombia, despeja la senda hacia el aglutinamiento y la cohesión del pueblo. No se circunscribe a superar malentendidos con el mamertismo, conforme lo tergiversan los oportunistas de “izquierda”, o seudomaoístas, que, encerrados en sus capillas escolásticas y obnubilados por su miopía doctrinaria, confunden el mundo con el país, el frente con el partido y con pedantería de sabihondos incomprendidos se encogen de hombros si los sectores populares no dilucidan sus galimatías. A los moiristas, al revés, nos obsesiona vivamente hacernos entender de las inmensas mayorías proletarias y no proletarias, llegar hasta sus mentes y ganarnos su corazón, indagar qué concepto se han formado de nosotros y bregar sin desmayo por convencerlas, con la dicción y con los actos, de que estamos íntegramente con ellas y batallamos por sacarlas del estado de postración espiritual y político en que se encuentran. La traición de la Unión Soviética, la dependencia completa de Cuba del socialimperialismo, la desintegración del campo socialista, la ruptura del antiguo equilibrio entre las potencias, las andanadas antichinas de Albania, la invasión de Viet Nam a Kampuchea, naciones estas dos recientemente liberadas de la dominación norteamericana, en suma, los cambios abismales en el panorama mundial, son fenómenos de lenta asimilación para un pueblo que, como el colombiano, rumia prejuicios nacionalistas de rancio ancestro y vibra aún con el patrioterismo de las clases expoliadoras. Dentro de tales premisas la concesión del no alineamiento contribuirá a desvanecer las prevenciones que contra el MOIR espolean sus enemigos entre los trabajadores; daremos muestras tangibles, irrefutables, de nuestras disponibilidades para desobstaculizar y acelerar la más vasta y sólida unión del pueblo; nos ayudará a crear progresivamente un clima propicio para la integridad de los asertos internacionalistas de la clase obrera y, lo más aleccionante, podremos empezar de inmediato la edificación del frente único con la consiguiente coordinación y orientación de las luchas de los oprimidos contra los opresores, por la liberación nacional y la revolución de nueva democracia.

En segundo lugar, el no alineamiento, por su origen - nacido de estirpe antimamerta - y por su significado -extracto del memorial de agravios anticolonialista-, no contradice ninguno de los fundamentos del internacionalismo proletario. Mas bien realiza aquél en que se sintetizan todos ellos: la consigna de la independencia y autodeterminación de las naciones y de su voluntario acercamiento entre sí. ¿No constituye por fortuna esta consigna el principal lema contra el imperialismo y el socialimperialismo? ¿No la subraya China cuando encabeza la justa universal por la democracia, la paz y el socialismo y pregona que no procurará la hegemonía? ¿No es esto lo que más hermana los pueblos del planeta con la más firme y populosa de las repúblicas socialistas? Fue porque reivindica cabalmente la cara lucha por la soberanía nacional antes que contravenirla, no sólo delante del actual vasallaje norteamericano, sino después de la liberación, contra cualquier intento de intromisión foránea, proscribiendo visionariamente la sustitución de patronos imperiales, cual le ocurrió a Cuba, que el no alineamiento recibió a la postre el repudio del revisionismo colombiano. El Partido Comunista muy a prisa lo anatematizó a despecho de sus alardes de unificador del pueblo, cuando intuyó que un frente galvanizado con el patriotismo internacionalista más auténtico se le invertiría, al levantar la escollera adonde irían a estrellarse las apetencias de engullirse a Colombia. Los dirigentes revisionistas prefirieron abjurar de los convenios contraídos en 1973, correr los riesgos de aparecer como peleles teledirigidos e instigadores de la división, desafiar los sentimientos de las mayorías que con justicia aspiran a que su revolución no sea manipulada, bajo ninguna excusa, desde el extranjero, con tal de no seguir ligados con la única cláusula que en materia de política exterior puede, sin la dimisión de los deberes internacionalistas fundamentales, viabilizar, en las circunstancias vigentes del país, la cooperación de las fuerzas más diversas contra la sojuzgación neocolonial de los Estados Unidos: la cláusula de abstenerse de enrolar la alianza en los prospectos específicos de algún Estado o bloque de Estados. Desde el instante mismo en que los proclamamos, cual uno de los tres requisitos para la construcción del frente unido revolucionario de Colombia, el no alineamiento siempre englobó el rechazo tajante a las atrabiliarias ambiciones de guindarnos a la percha moscovita. Que nadie se llame a engaño. La política de unidad y combate del MOIR no ha dejado nunca de apuntar hacia la consecución total de la independencia del país y de la autodeterminación de la nación, estimulando y sacando el mejor provecho de todos los factores positivos y taponando aquellos que la interfieran en el presente o nublen su porvenir. Por eso nos empecinamos en el no alineamiento. Denigrarlo, además de darle un puntillazo a las aspiraciones unitarias del pueblo colombiano, sería, de carambola, asistir a los revisionistas en la encrucijada a que los ha lanzado su sectarismo, atenuar el aislamiento a que los condena su compostura rodillona.

Precisamente, la tendencia liberalizante y cretina parlamentaria del Partido, que se había cuidado bien de no dejarse retratar sin sus afeites y oropeles, desistió del disfraz y mostró el rostro al discursearse en nombre suyo acerca de este punto. ¿Qué tesis trascendente iba a comunicarnos para obrar en esa forma? ¿Cuál fue ese anuncio que la obligó a emprender la agallinada fuga? Sencillamente que el no alineamiento debería esgrimirse no como una gracia que se concede a los aliados sino como un postulado propio. Quizá en ninguna otra manifestación aquella tendencia resuma más copiosamente su babaza derechista. Todo se reduce a que permutemos la posición proletaria por la burguesa. Que abdiquemos de la autonomía ideológica y le hagamos la corte a todos los embustes nacionalisteros de la hipocresía reaccionaria. ¡Vaya ingenuidad! Si ofrecemos el no alineamiento al resto de fuerzas antiimperialistas en prenda de animosa amistad, en un momento en que ni las condiciones internas ni externas del país permiten un programa más definido y avanzado en tales materias, no quiere decir que flaqueemos en llevar a las masas la propaganda partidista, o que renunciemos a desmenuzar, especialmente ante los obreros y los campesinos pobres, el conjunto de la política internacionalista proletaria, conforme lo hemos venido ejecutando, sin recabar de los integrantes del frente que prohíjen la plenitud de nuestro ideario revolucionario ni colocar en peligro el movimiento iniciado por la unidad del pueblo.

Sabemos que alrededor de la defensa exitosa de este movimiento gravita el discurrir venturoso de la revolución colombiana. Por lo tanto habremos de combatir y vencer en dos flancos. En el del oportunismo de “izquierda”, que demanda contra la Unión Soviética una alianza en Colombia de las clases y sectores que padecen la opresión neocolonial de los Estados Unidos, desviando obtusamente el blanco de ataque de la nación en la etapa actual y favoreciendo el añejo yugo del imperialismo norteamericano sobre el país, añejo de cerca de un siglo de existencia. Los personeros de esa contracorriente transvasan mecánicamente la táctica que a nivel mundial despliega el proletariado, a la lucha en el plano nacional del pueblo colombiano por su independencia, sin detenerse a recapacitar sobre las inconmensurables disimilitudes que median entre una y otra dimensión. Y desde el flanco del oportunismo de derecha se nos sugestiona a que por la salud del avenimiento interior nos desentendamos en absoluto de cuanto acontece fuera de las fronteras patrias, preferencialmente de las asechanzas del socialimperialismo y de sus graves provocaciones que amenazan con la tercera guerra general, y nos encasillemos en el campanario natal, olvidándonos indolentemente de la suerte de los pueblos del orbe y de la íntima relación que ésta guarda con el destino de las masas trabajadoras colombianas. Los estafetas de ese bando suplen la Tierra con Colombia, como si fuésemos los goznes del universo y veinticinco millones de habitantes de un pequeño país pudieran más que los 4.200 millones de moradores del centenar y medio de Estados del planeta. Recluidos en nuestro microcosmos seremos “leves briznas al viento y al azar”. Pero entroncados a la marejada histórica del tercer mundo, junto a las naciones sometidas, a China y demás repúblicas socialistas y al proletariado internacional, guerrearemos a la vanguardia de unas formaciones monumentales e invencibles y obtendremos, dentro de la pléyade de las naciones libres y fraternas, el derecho a ser los dignos arquitectos de la grandeza de Colombia.

De persistir en esa dirección nada nos detendrá. El pueblo colombiano un día no lejano tomará conciencia cabal de nuestra línea unitaria y de nuestro internacionalismo, y se imbuirá también del entusiasmo que nos embarga y de la convicción que nos mueve hacia la victoria definitiva. Los enemigos internos y externos de Colombia no prevalecerán. Al lado de los obreros y los pueblos del mundo les increpamos: si nos abren sus ojos les cerraremos nuestros puños, si levantan el látigo les amputaremos los brazos y si prenden la hoguera de la guerra los calcinaremos.


Francisco Mosquera

Oscar Parra

Enrique Daza


Bogotá, enero 13 de 1979

 

Notas

1. Censo nacional agropecuario 1970-1971. Boletín mensual de estadística, del Departamento Administrativo Nacional de Estadística. Nos. 274-275, mayo-junio de 1974.

2. Federico Engels, "Del socialismo utópico al socialismo científico". Tomo III de las Obras Escogidas de C. Marx y F. Engels. Editorial Progreso. Moscú. 1976, Página 155. En otra parte del mismo estudio, Engels recalca que esa tesis de "la transformación del gobierno político de los hombres en una administración de las cosas y en la dirección de los procesos de producción, que no es sino la idea de la abolición del Estado, que tanto estrépito levanta últimamente", se encuentra ya esbozada por el socialista utópico Saint-Simon, en 1786.

3. Peter A. Stolipin, designado en 1906 primer ministro del régimen de Nicolás II, último zar de Rusia, monarca de la dinastía de los Romanov derrocada por la Revolución de Febrero de 1917. El nombramiento de Stolipin representaba la política de la corona de buscar el apoyo de la burguesía para combatir la Revolución de 1905 y sus repercusiones posteriores. Anteriormente, ejerciendo el cargo de gobernador de la provincia de Saratov, Stolipin organizó bandas para masacrar al pueblo y se distinguió en su papel de torturador de campesinos. En su condición de cabeza del gobierno contrarrevolucionario durante aproximadamente cinco años, desde 1906 a 1911, reprimió con crueldad a las masas, ocultando su despótica faz con ampulosas y repugnantes frases seudodemocráticas, más o menos como los liberales colombianos. Lenin lo calificó de "superverdugo". Terminó marginado una vez que el zarismo logró de la burguesía cuanto ésta podía ofrecerle. Fue asesinado mientras presenciaba una función de teatro, en Kiev, en septiembre de 1911.

4. Hua Kuo Feng. Informe político al XI Congreso del Partido Comunista de China. Pekín Informa. No.35. Agosto 31 de 1977.

5. Programa conjunto aprobado por los integrantes de la Unión Nacional de Oposición, UNO, en la Convención Nacional del 22 y 23 de septiembre de 1973, realizado en Bogotá. Tribuna Roja, No.10. Octubre de 1973.

6. Condottieri. Mercenarios italianos de los siglos XIV y XV, que vendían sus servicios militares al mejor postor.

7. Carlos Marx. "Extracto de una comunicación confidencial". Tomo II de las Obras Escogidas de C. Marx y F. Engels citadas. Página 187.

 


 

 
 
bg y la lucha