El fogonero


 

FRANCISCO MOSQUERA

OTROS ESCRITOS II

(1977-1994)

 


15. EL REELECCIONISMO

Y LAS CONTRADICCIONES DE CLASE

 

 

Tribuna Roja No 40, noviembre de 1981

 

Si algo le faltaba a la crisis del partido gobernante para tornarse grotesca era la proclamación, en un salón de exposiciones de Medellín, de la candidatura de Alfonso López Michelsen. En lugar de una tabla de salvación le arrojaron una piedra de molino al náufrago. Rescataron del cuarto de aparejos a la más desacreditada de las reliquias liberales para obrar el prodigio que no realizó en tiempos menos tormentosos. Enarbolaron las recientes frustraciones de los sesentas como las lozanas esperanzas del próximo cuatrienio. Agotadas las fórmulas se decidieron por la reelección, un error criticado por muchas de las plutocracias latinoamericanas que han comprendido la imprudencia de proclamar para la jefatura del Estado a quien ya la ejerció. Pretender que las masas refrenden espontáneamente en las urnas una nueva edición del “mandato de hambre” indica cuán grandes son el acorralamiento y la miopía a que han llegado los detentadores del Poder.

Ciertamente no existe peor baldón que haber sido Presidente de la República, cargo desde el cual se agencian los turbios negocios del imperialismo y sus secuaces, en desmedro siempre de la nación y del pueblo. En Colombia el principal prohombre de la minoría opresora alienta cada cuatro años en los comicios perspectivas engañosas de progreso económico y mejoramiento social; pero una vez que el ungido se responsabiliza de las labores de saquear y reprimir, cesa toda ilusión y comienza su desgaste inevitable. Por eso presentar otras alternativas, así sean aparentes; cambiar de cuando en cuando las caras, los diseños, las promesas; mantener contingentes de reserva en la posición constituyen norma del régimen representativo que nos rige. En México, donde la burguesía ha dado las mayores pruebas de perfidia y de pericia para manejar las formas republicanas de reinar, está absolutamente prohibido reelegir a los ex presidentes. A suscitar malos presagios coopera también el antecedente poco venturoso de que a López, el padre, el progenitor del beneficiado de los chanchullos de la Handel, se le ocurrió volver al mando en 1942, al que tuvo que renunciar sin poder concluir su segundo período.

Los escabrosos procedimientos utilizados para definir la nominación hablan igualmente de los agobios del oficialismo liberal. Empezando por el hecho de que el nominado, burlándose en las barbas de sus correligionarios, hubo de negar hasta el último minuto sus antipáticas aspiraciones. En la pantomima han participado variados y conocidos actores, desde Turbay Ayala hasta Gómez Hurtado. El uno para hacer sentir el peso paquidérmico de la maquinaria gubernamental y dictarles a sus prosélitos las pautas a seguir, y el otro para entrabar la acción conservadora y facilitar el triunfo en junio de su inveterado compinche. Visualizamos nosotros que no habría candidato liberal ni futuro mandatario sin la licencia del Ejecutivo. Así fue como éste repartió su clientela parlamentaria entre las diversas facciones disputantes. Les proporcionó alas de dimensión nacional a las ambiciones parroquiales de Santofimio Botero y resucitó el cadáver de Espinosa Valderrama, pensando terciar en la puja con opciones canjeables. A tiempo que destinó una considerable porción de sus íntimos a soliviar el nombre del escogido, y para que nadie sospechara de la imparcialidad oficial, puso a unos cuantos de los más caracterizados turbayistas a respaldar fingidamente a Barco Vargas, el blanco de ataque predilecto de las intrigas palaciegas. Y todavía le sobró un buen número de áulicos para integrar el llamado bloque de “neutrales”, cuya función consistiría en servir de arbitro en la Convención de Medellín. El gobierno había montado el tinglado y distribuido las cartas. Bastaba con que le quitara el sostén a cualquier pretendiente para arrojarlo al suelo. Y se los quitó a todos menos a uno, al hacendado de “La Libertad”. Si ha habido candidatura que sea hija de la administración, esta es la de Alfonso López Michelsen, versión 1982.

Hace rato que el Estado se convirtió en una fuerza económica y política aplastante. En la actualidad dispone, incluidos los institutos descentralizados, de un presupuesto de cerca de 400.000 millones de pesos anuales para gastar; de sus planes y decretos depende el rumbo de la producción, el comercio y las finanzas; con los monopolios extranjeros celebra contratos de explotación de recursos naturales e instalación de plantas fabriles; conviene con las corporaciones prestamistas internacionales ingentes créditos con diversos propósitos, y en sus múltiples dependencias guarece aproximadamente a un millón de personas en un país de desempleados.

Ahora bien, si se repara en que las ramas legislativa y judicial han venido paulatinamente perdiendo facultades y autonomía, se comprende que el Ejecutivo emerja cual amo supremo de vidas, honra y bienes de los ciudadanos. Complementario al proceso de concentración de atribuciones autocráticas y de potestades pecuniarias, se ha consolidado una abigarrada casta de politiqueros que se alimentan hasta hartarse de los dineros del erario, que cría caudal con base en asegurarles puestos y mercedes públicas a sus protegidos y que abona las campañas compartidas y demás privilegios otorgados por la burocracia amiga. El Congreso, con tal que le admitan el aumento de sus dietas y de las cuotas de sus auxilios, aprueba sin chistar cualquier proyecto enviado desde arriba. Dentro de la división del trabajo de la sociedad neocolonial y semifeudal vigente, estos holgazanes profesionales, carentes de moral, fácilmente sobornables y dóciles a los caprichos de la oligarquía proimperialista, emanan su importancia social del encargo de mantener la ligazón política entre expropiadores y expropiados. Y dentro del despotismo establecido aportan con su trajín parasitario la prueba máxima de la supervivencia de la democracia burguesa. Por eso cuando sus prerrogativas se ponen en tela de juicio es el mismo orden jurídico el que está en peligro. Y cuando se amenaza la continuidad constitucional son las leoninas ventajas de dicha banda la mejor coraza de las instituciones. Aunque las capas más aristocráticas de las clases dominantes censuren los procederes de los dirigentes de los partidos tradicionales, han de reconocer que a ellos se les recomienda la histriónica tarea de buscar respaldo entre las gentes para las medidas antinacionales y antipopulares del régimen. López Michelsen lo reconoció descaradamente, sin pudicia, como no lo había hecho ni el propio Turbay Ayala que proviene de aquella tribu de manzanillos, y los convencionistas de Medellín designaron al ex mandatario cual su representante y jefe de sus huestes en la batalla electoral que se avecina.

Para imponer los veredictos adoptados en el salón de exposiciones de la capital antioqueña se atropellaron no pocos intereses y se contrariaron las opiniones de la gran prensa y de connotadas figuras del liberalismo. Los Lleras propiciaban obstinadamente una solución diferente. Postularon a Virgilio Barco, ex embajador en Washington, con el argumento de que el país precisa de una rectificación de varios grados para evitar caer en el abismo. A estos dos vetustos patricios, que han invertido en la cosa pública durante medio siglo y a quienes se les confiaron en su momento las riendas de la nación, les parece altamente preocupante el sesgo de los acontecimientos; es decir, les espantan los monstruos que ayudaron a engendrar. Sin embargo, no hicieron más que el ridículo. Sus voces no fueron escuchadas; su presencia en la dirección liberal sólo contribuyó a sacar adelante los objetivos que impugnaban, y su candidato no tuvo aliento ni para subir al cuadrilátero. Contando la primera elección de López, en 1974, y la de su sucesor, en 1978, esta es la tercera derrota consecutiva que reciben. No objetan los basamentos del sistema, al que le deben tantos títulos y honores, sino su funcionamiento. Aman las causas que originan la descomposición reinante en todos los ámbitos de Colombia, pero no quieren los efectos. Golpean sus faltas en los pechos de los demás. Su misión imposible consiste en un viaje al pasado, un retorno a los días en que la bancarrota de la industria nacional no se había patentizado, la carestía era un trauma manejable, la desocupación y el hacinamiento de las ciudades podían ocultarse, el descontento existía pero no configuraba una epidemia generalizada, los campos no se hallaban aún sembrados de marihuana, los capos de las mafias compraban los clubes de la alta sociedad y los clubes de fútbol. Pretenden hacerles creer a los lectores que la degeneración de las costumbres y el escandaloso tráfico de prebendas, tan practicado también por ellos como arma de combate, se conseguirán sofrenar con el remozamiento de los valores que dieron pábulo a la llamada época de La Violencia o el nacimiento plebiscitario de la coalición bipartidista. Sus pronunciamientos no configuran un programa político propiamente dicho, son apenas los ecos de un lamento. Pero ni siquiera del lamento de los burgueses que en lo corrido del siglo han encarado, sin mayor conciencia de la situación y de su amargo destino, el desafío de industrializar un país sujeto a la voraz explotación del imperialismo norteamericano, que hoy se encuentran contritos y a la vera del camino, contemplando cómo los monopolios extranjeros se apoderan de su mercado interno, cómo de la tierra podrida de la especulación y el narcotráfico y del gran comercio lícito e ilícito brotan en un santiamén fortunas de miles de millones de pesos jamás soñadas. Porque la protesta senil de los Lleras ni remotamente responde a la necesidad de barrer las trabas que impiden el desarrollo del capitalismo colombiano. Siempre fueron cada uno a su estilo, un par de criados que de la nada llegaron a desempeñar el primer oficio de su República, gracias a la obsequiosidad con los neocolonialistas yanquis. Por fin, de estos dos descaecidos caballeros cabe escasamente señalar que simbolizan el brillo del oscuro lapso histórico en que todavía no se evidenciaba de manera palmaria, como ahora, la totalidad incompatibilidad entre el progreso y las libertades, de un lado, y la dominación imperialista, del otro. Mientras tanto, López II, el primogénito del Ejecutivo, es el sombrío personaje de rutilante apogeo del capital financiero y de la “ventanilla siniestra”.

En general, los países sometidos de Latinoamérica que en la era del imperialismo realizan esfuerzos por modernizar su producción y vincularse a la economía mundial, además de los residuos feudales heredados, se hallan ante el absurdo de que sin lograr gozar a plenitud los frutos del capitalismo naciente, han de soportar los males atañaderos a la fase agónica de éste.

Uno de tales males consiste en el predominio de la banca sobre la industria, lo cual tipifica que una nación rezagada como la nuestra, antes de contar con unas bases fabriles más o menos sólidas, deben cargar a cuestas a los despiadados pulpos de las finanzas, especialmente a los procedentes del Estado sojuzgador, que mediante el agio y la usura le sustraen su riqueza acumulada y minan las energías de sus noveles productores. El auge que desde la década pasada ha registrado el capital financiero colombiano, estrechamente uncido a los consorcios colombianos supranacionales, no significa más que el acentuamiento de la supremacía de las transacciones especulativas sobre el resto de las actividades económicas. Esta primacía se ha llevado a cabo a través de mil y un mecanismos; por medio del crónico déficit fiscal y el consiguiente endeudamiento público; por la monopolización del ahorro de los particulares y el alto precio de los créditos; por el manipuleo de la tasa de cambio del dólar respecto al peso y la injerencia en el mercado de acciones; por el control de la inversión y la regulación de importaciones y exportaciones y demás transferencias comerciales. Durante el período de Misael Pastrana, a las entidades crediticias se les permitió elevar, por encima del tope legal estipulado y acorde con el acrecentamiento de la inflación, el interés de los préstamos para vivienda. La disposición formaba parte del ya olvidado plan de las “cuatro estrategias”, y se sustentó con el sofisma de que reanimaría el panorama económico en su conjunto, amén de remediar el desempleo y de dotar de techo a los sectores menos favorecidos de la población. Pese a las almibaradas disertaciones de los apologistas del invento, el decreto que estatuye las UPAC configura el toque a rebato de la orgía financiera en Colombia. De ahí en adelante la depreciación del dinero correrá a cargo del deudor y será fuente inagotable del acelerado enriquecimiento de la red bancaria. La inflación obliga a trepar los intereses, estos repercuten en aquella y así se desencadena un torbellino de nunca parar. La ganancia del financista no solo estimula la carestía de vida, sino que la carestía de la vida representa la más lucrativa operación para la ganancia del financista. ¡Que se envilezca la moneda, que a cántaros la emita el gobierno para cubrir sus faltantes, que el receso de la industria encarezca las mercancías! ¡Que suba el pan, que suba todo, que cuanto más suba más oro bajará a las arcas de los benefactores de la sociedad, los agiotistas y usureros!

López Michelsen llega a la cúspide en los preliminares de esta feria de la especulación, de la que también participa y a la que políticamente le proporciona un rostro vendible, lo cual no fue óbice para que a la sazón acaparara tres millones de votos con el demagógico ofrecimiento de detener, o por lo menos mermarle el impulso a la espiral alcista. Se comprometió asimismo a evitar las nocivas repercusiones del recientemente instaurado engranaje de la corrección monetaria, circunscrito hasta entonces al terreno de la construcción. Sin embargo, inmediatamente después de posesionado declaró, en medio del embarazo de sus adherentes, que ninguna de sus promesas de la víspera se cristalizaría a causa de la avalancha inflacionaria. Y como la inflación constituye la ganzúa con que se entra a saco en un país inerme, lo que el ex candidato de la esperanza quiso explicar en su lenguaje sibilino es que los colombianos no tenemos más disyuntiva que resignarnos a la elegida de los chupasangres de la banca. Lejos de restringir las UPAC, a las que reafirma despejando algunas dudas acerca de lo exequible de su origen, upaquizó la economía entera. Para ello efectuó una reforma financiera consistente en autorizar el incremento de los intereses de todo tipo de préstamos, sin ninguna especie de límites y al arbitrio de las corporaciones. No le dio vergüenza resaltar medida tan inicua y tan poco sabia como “fenómeno de ahorro y de capitalización sin precedentes, que bien pudiera calificarse de modelo colombiano de desarrollo y del cual este Gobierno se siente ufano, como que no es copiado de ningún otro país y, por el contrario, no es imposible que sea acogido por naciones hermanas, que ya comienzan a interesarse en nuestro experimento”(1). Casi sin excepción se observa que los pueblos sojuzgados del Hemisferio sufren la epidemia de la inflación, el encarecimiento del crédito, la bancarrota industrial, en suma, aplican el “modelo colombiano de desarrollo”, en virtud de la expoliación imperialista que a todos los cobija, y no como se vanagloria López, por lo original y contagioso de su “experimento”. Su éxito, si así pudiera llamarse a los deplorables resultados de su política, estriba antes que nada en la atávica y grosera inclinación suya a satisfacer acuciosamente las exigencias de los monopolios norteamericanos y de los intermediarios vendepatria. Todos y cada uno de sus actos como mandatario lo corroboran, no obstante el afán del revisionismo por descubrirle “lo bueno” para apoyarlo. Las modificaciones que introdujo en la legislación tributaria concluyeron en la reducción de las cargas de los trusts y de los grandes terratenientes e instauraron la preponderancia de los impuestos indirectos sobre los directos, método antiquísimo y discriminatorio de gravar el consumo a fin de que sean los pobres quienes costeen el Estado de los ricos. Apuntaló las irritantes prerrogativas de la gran propiedad inmobiliaria urbana y rural. Aun cuando solía criticar las determinaciones de su antecesor en materia agraria, las dejó intactas y se valió de ellas para agudizar la sumisión y la miseria del campesinado. De los trabajadores también se mofó, porque habiéndoles pintado en los sufragios un paraíso de mejoras, les salió luego con el cuento de que las prestaciones convencionales eran meros “abalorios” que estaban en mora de suprimirse, y les pidió el sacrificio patriótico de conservar congelados los salarios, mientras el gobierno “cerraba la brecha” entre los “precios políticos” y los reales. Pero la clase obrera lo llenó de escarnio el 14 de septiembre de 1977.

Aunque nombró “rectores marxistas” para regocijo de los turiferarios de la oposición, los estudiantes siguieron en la práctica privados de los derechos democráticos, aguantando las criminales arremetidas de la represión institucionalizada. A los industriales, que los transportaron en andas hasta el viejo palacio de San Carlos, aquel infausto 7 de agosto de 1974, les aminoró las escasas protecciones arancelarias y los puso a soportar sin lenitivo la ruinosa y multitudinaria competencia de los géneros traídos de las metrópolis desarrolladas. En cambio las compañías foráneas, particularmente las norteamericanas, le deben gratitud eterna por las incontables garantías otorgadas para exprimir los recursos físicos y humanos de Colombia. El balance es elocuente.

Dentro de la historia contemporánea del país Alfonso López Michelsen se distingue por ser el dirigente político que desde el Poder adecuó, con menor reato y mayor autoridad, la superestructura jurídica a las mezquinas conveniencias de las oligarquías proimperialistas, a la altura de las dudosas y mudables circunstancias. A pesar de que la “pequeña constituyente” y otras propuestas suyas abortaron por diversos factores que no detallaremos ahora, ¿desconocerá alguien que el actual jefe único del oficialismo liberal, recurriendo como un emperador romano a la “emergencia económica”, introducida previamente por él en la Constitución, desfalcó al pueblo para subsanar el fisco y desfalcó a la nación para complacer a la Texas y a las carnales de la Texas? ¿Quién si no él, con su “ventanilla siniestra”, capitaneó la cruzada de los grupos financieros por la legislación de las divisas provenientes del narcotráfico? ¿No inauguró la liberación de las importaciones y la del interés crediticio, merced a las cuales se halla la producción nacional a punto del colapso? ¿No se aprovechó de su parentela para impartir instrucciones acerca de cómo el aparato estatal ha de acrecer el patrimonio de las familias influyentes? Y en cuestiones de libertades, ¿dejó acaso de recurrir al 121 y de apabullar a los movimientos populares con una montaña de providencias punitivas que afianzaron la intromisión de vieja data de los militares en las distintas esferas de la sociedad? Y de colofón, en su “Testimonio Final”, leído el 20 de julio de 1978 durante la instalación de las sesiones ordinarias del Parlamento, consignó una desfachatada premonición, fruto de la experiencia de sus cuatro almanaques de reinado despótico: “Lo digo con franqueza, no creo que el país pueda darse el lujo de prescindir del estado de sitio en los próximos años”.

Por todo lo anterior, López Michelsen acaba de obtener abrumadoramente el espaldarazo de los manzanillos de su partido, encabezados por Turbay Ayala, y de arrasar a los Lleras en su marcha de retorno hacia la presidencia. La travesía no obstante será muy embrolladora. Los antecedentes del postulado, las máculas en su hoja de servicios, las catastróficas repercusiones de sus ejecutorías de estadista, el flagrante contubernio con su sucesor de “yo te elijo y tú me eliges”, lo turbio de las reglas de juego a las que se ciñó la convención de Medellín, la sombra del golpe de Estado que proyecta la reelección, etc., no configuran elementos de escasa monta sino serios motivos de incertidumbre, recelos y malos augurios. “Nunca segundas partes fueron buenas”, recuerda Cervantes en el tomo dos de su Quijote. La oligarquía dominante se verá pues en un grave aprieto para preservar el continuismo a través del reeleccionismo. Además, la crisis y la descomposición social han llegado en Colombia a niveles tales y se ha defraudado tantas veces a obreros, campesinos, estudiantes, pequeños y medianos empresarios y comerciantes, y aun a los industriales más pudientes, que por doquier se palpa una atmósfera de malestar, de desconfianza, de rechazo instintivo a la cháchara de los deformadores de la opinión y a las maniobras de los manipuladores del proceso electoral. El régimen, si desea prorrogar su mandato, tendrá que violentar las condiciones como en ninguna otra oportunidad, con lo cual hará menos consistentes los soportes sobre los que se yergue el desvalijamiento de los 25 millones de colombianos.

Salvo las penurias crecientes de las masas, la situación descrita engloba aspectos harto positivos. Va haciéndose más y más notorio que la prosperidad material de la nación nunca resultará factible bajo las relaciones neocoloniales y semifeudales que la asfixian. Las tesis oportunistas sustentadoras de la posibilidad de un desarrollo nacional en el marco de la expoliación norteamericana, enderezadas a disimular la contradicción invencible entre el incipiente y raquítico del país oprimido y el rampante y omnipotente de la república opresora, y que en los últimos lustros sedujeron a tantos ideólogos de los círculos universitarios, se estrellan en las permanentes noticias de los concordatos de las empresas en vía de liquidación. Enfermedad no sólo colombiana. Economías relativamente prósperas como la argentina y la brasileña la sufren también. A Venezuela no la libraron tampoco sus ingresos derivados del petróleo. Ni al Ecuador, ni a Perú. En el horizonte latinoamericano quizás México sea la excepción que confirme la regla, más no será por mucho tiempo.

La recesión y el caos despuntan a escala continental porque Estados Unidos se ve impelido a redoblar la explotación de sus neocolonias, tras el acrecentamiento de la rivalidad económica de los países industrializados del campo occidental y la ofensiva de la Unión Soviética por apoderarse del planeta. El imperialismo norteamericano ha de compensar la mengua de mercados restringiendo el suyo y volcando aluvionalmente sus competitivos productos a las zonas sometidas a su dominio, en donde quiebra o se adueña de las factorías nativas, endeuda hasta más no poder las administraciones fantoches e invierte ingentes sumas para instalar sus sucursales o proveerse de recursos naturales estratégicos. Este tratamiento no tiende a moderarse, se endurece. Únicamente la revolución nos sacará del atascadero. Por eso las fuerzas políticas que no propugnen el rompimiento de los lazos de sojuzgación que maniatan a Colombia y no luchen consecuentemente por ello, perderán audiencia sin apelación alguna. No es la polémica, son los sucesos cotidianos los que están dándole un rotundo mentís a las teorías de la reacción y del oportunismo.

Asimismo, y con trazos cada vez más nítidos, se dibujan sobre el lienzo de la sociedad colombiana dos bandos irreconciliables: en un polo, la oligarquía traidora, compuesta fundamentalmente por los intermediarios financieros, los grandes comerciantes, los grandes terratenientes y la alta burocracia; y en el otro, el pueblo, integrado por los obreros, los campesinos, la pequeña burguesía urbana y la denominada burguesía nacional. Aunque a estas clases y capas las lesiona enormemente la acción del Estado, cada cual asume posiciones peculiares y profesan criterios diferentes. Hagamos una radiografía de tales criterios y posiciones.

Principiemos por los últimos. Los burgueses nacionales, pequeños y medianos productores y comerciantes, tanto de la ciudad como del agro, y hasta los industriales más solventes, con frecuencia proclaman a los cuatro vientos las protuberantes dificultades que afrontan. Los algodoneros de la Costa Atlántica, por ejemplo, hace algunos meses comunicaron la patética decisión de subastar sus activos para cumplir los compromisos bancarios. Los textileros se quejan reiteradamente de la calamitosa afluencia de estampados y confecciones transferidos desde el exterior. Cientos de empresas de diversa índole han sido cerradas. La misma ANDI cursa su querella denunciando las providencias oficiales, los créditos usureros, la concurrencia extranjera, el encarecimiento de los insumos y materias primas y las demás trabas que interfieren el adelanto industrial de país. Un decenio atrás no se hubiera concebido que muchos de los gremios, por algunos bautizados “de presión”, fueran capaces de supurar tanto resentimiento contra la plana mayor de un régimen que de antaño se sospechaba completamente permeable a sus reclamos. Sin embargo, quien examine con cuidado los pronunciamientos de estos sectores descubrirá que, pese a la bilis que destilan yerran el tiro y alimentan la quiera de conciliar el progreso de Colombia con el saqueo del imperialismo.

La burguesía nacional rumia su desgracia pero no tiene el menor inconveniente en besar la tierra que pisan los esquilmadores de la nación. Sus descalabros se los achaca primordialmente a las modestas conquistas laborales obtenidas por los sindicatos. Cuando el pueblo combate casi nunca lo acompaña, y corre más bien a prestar su contingente a los guardianes de la legalidad y el orden. Por definición es fanática del estricto funcionamiento de la república sesquicentenaria, a la que no juzga anacrónica y de cuyas instituciones aguarda, como los Incas esperaban del dios sol, la solución a los problemas de la existencia. Empero, debido a que la vieja democracia ya no sirve más que a sus depredadores, a ratos la abandona la fe y aboga por un cambio de la insoportable situación; ¡cualquiera!, aun cuando sea el cuartelazo. De todos modos sigue siendo reformista hasta la médula. Los llamados a controlar los monopolios, no a confiscarlos; a embellecer el Parlamento, no a abolirlo; a transformar los terratenientes en capitalistas del campo, en lugar de repartir las grandes fincas ociosas entre los campesinos, etc., les parecen el sumo de la sensatez y la sapiencia políticas. Por ende es la clase que mejor reflejada se ve en los programas seudorrevolucionarios de Luis Carlos Galán, de Firmes, o en las plataformas unitarias del revisionismo; y que está siempre presta a dejarse, timar con los desplantes demagógicos de la oligarquía. Siente nostalgia por los Lleras y simpatías por los planteamientos nebulosos de Belisario Betancur, pero volverá a votar por la alianza secreta de los delfines, si López le endulza el oído con ofertas como el “salario integral”, la reducción del ritmo inflacionario y del interés crediticio, o la implantación de protecciones arancelarias.

La burguesía nacional encarna el ala derecha de la revolución. Para que se resuelva de verdad a sumarse a ella ha de ser que el incendio de la causa libertaria la chamusque y no quiera perecer en sus llamas purificadoras.

Los pequeños burgueses en un país atrasado como el nuestro siempre serán un segmento numeroso y ostentarán una significativa presencia en la economía y en la política. Su vocación revolucionaria se halla fuera de duda, entre otras cosas porque a medida que se ahonda la crisis se van depauperando y acercando aceleradamente a las toldas del proletariado. El éxodo campesino hacia los centros urbanos, tan característico de la coyuntura actual, hace parte del empobrecimiento de esas inmensas capas que han sido expropiadas de sus rudimentarios medios de producción, y de subsistencia, ya que el sistema mata las antiguas fuentes de trabajo mas no cultiva las nuevas. Con todo, en el seno de aquellos subsisten y reviven de continuo sectores no desdeñables que se aferran, así sea imaginariamente, a las relaciones y formas de propiedad legadas por el ayer, o a las “oportunidades” que brinda el régimen a quienes se superan y se capacitan para subir en la escala social. Este otro aspecto contradictorio torna a la pequeña burguesía, en particular a sus estratos intelectuales, en fermento de disímiles fracciones que oscilan entre el arribismo y el terrorismo, los dos extremos viciosos de su péndulo político. Hemos contemplado cómo se comportan algunas de tales tendencias. Hoy le declaran la guerra al gobierno con sólo un puñado de jóvenes pletóricos de nobles sentimientos y en suicida aventura, sin sopesar el grado de conciencia ni de lucha de las masas y despreciando olímpicamente la desfavorable correlación de fuerzas del momento, y al día siguiente le proponen paz a ese mismo enemigo embriagado por triunfos fáciles, sobre la base que el pacto social entre oprimidos y opresores salvará a Colombia de la hecatombe. O, conjuntamente con el presidente y sus ministros, con la flor y nata de la oligarquía colombiana y con los esquiroles de las centrales amarillas firman la adhesión a “los principios que inspiran a nuestro sistema jurídico-político y a las instituciones que lo sustentan”(2); y a la semana siguiente para dar pruebas de su verticalidad revolucionaria, montan desesperadamente contra esos mismos principios una parodia de paro nacional, en nombre de los trabajadores, a quienes ni siquiera consultan. Reprenden a García Márquez, su mentor, porque confiesa la creencia de que López “puede promover un proceso de justicia social y recuperación democrática”(3), pero estiman al mismo tiempo interesante que el candidato liberal hubiera sacado el ramo de olivo cual enseña electorera de su segundo “mandato de hambre, demagogia y represión”. La reacción al mando ha aprendido a valerse de estos frenéticos bamboleos. Cuando gusta posar de democracia convoca a la “concertación” y, con pie en los petitorios de amnistía y de entendimiento pacífico, solicita a la vez el concurso de los desempleados, de los destechados, de los desposeídos todos, para continuar adelante con su obra de pillaje. Y cuando necesita decapitar a las organizaciones populares, ilegaliza, allana, detiene, masacra, so pretexto de acabar con las manifestaciones de terror de la izquierda.

Para que la revolución salga de su inmadurez y logre propinar golpes realmente demoledores a la minoría expoliadora, tiene que suspender el funambulesco espectáculo de la táctica pequeño–burguesa, y decir; ¡basta ya de solemnes bufonadas, de sandeces derechistas e izquierdistas que tantos tropiezos les han ocasionado a las lides del pueblo colombiano en los últimos veinte años!

Entre todas las fuerzas que resisten el vandalismo de los saqueadores foráneos y sus testaferros criollos, los obreros son los más consecuentes e infatigables defensores de los fueros de la nación y del pueblo. El desenvolvimiento de la crisis no los descompone como al resto de sus aliados, los robustece. Poquísimos indigentes se vuelven acaudalados, ¿mas cuántos pequeños burgueses e incluso burgueses ruedan al arroyo y engrosan de continuo las filas cesantes o activas de la clase obrera? El proletariado, nada tiene que salvar del viejo régimen. Si en su programa estratégico consigna el amparo a los modos de producción capitalista no monopólicos, que no estrangulen a las masas, ello se explica por el tardío desarrollo del país, y los trabajadores conscientes lo toman cual paradero obligado en la ruta de su emancipación definitiva. Los luchadores obreros no arremeten contra el imperialismo desde las herrumbrosas posiciones del grande o pequeño propietario, ni jalan del sistema hacia atrás, ni sueñan con embellecer la democracia oligárquica. Contienden con las herramientas modernas del socialismo y sus soluciones políticas implican un gigantesco salto hacia delante. Son los más integrales demócratas porque propugnan el poder de la alianza de todas las clases y capas antiimperialista y exigen que los derechos del pueblo sean llevados a su plenitud, empezando por el de la soberanía y la autodeterminación nacionales, las que arrancarán de manos de los Estados Unidos, pero que por ningún motivo colocarán bajo la tutela de los hegemonistas soviéticos o de cualquier otro amo extranjero. Y practican el internacionalismo proletario puesto que se hallan irreductiblemente en contra de la más mínima opresión entre las naciones.

Como vanguardia de la revolución colombiana que son, se opondrán no sólo el reeleccionismo y al continuismo, sino a toda fórmula que no acepte el derrumbamiento de la sociedad neocolonial y semifeudal, cuya crisis se cura exclusivamente con su muerte. No buscarán el lado atrayente de López ni de ninguna de las candidaturas reformistas de la burguesía. Presentarán sus propias alternativas revolucionarias, convencidos de que a la larga las acogerán las masas populares, luego de la superación de muchos contratiempos y derrotas.

Los militantes del MOIR han de esforzarse en la campaña electoral por ser dignos representantes de estos preceptos del proletariado colombiano; y por persistir en su táctica de acumular fuerzas pacientemente, conforme al discurrir de la lucha de clases y en el entendimiento de que el desbarajuste progresivo del régimen terminará convulsionando al país entero y conduciéndonos a la victoria.

 

Notas

1. Alfonso López Michelsen, “Mensaje al Congreso Nacional”, 20 de julio de 1976, pág. 99. Ediciones del Banco de la República, Talleres Gráficos, 1976.

2. Declaración suscrita por representantes del revisionismo y de otras fuerzas oportunistas en la reunión de “concertación” citada por el gobierno. El Espectador, octubre de 1981.

3. El Espectador, octubre 4 de 1981.

 

 
 
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