El fogonero

 


¡Ciao, Caro Chocho!
Por JUAN LEONEL GIRALDO

 

 

Se fue empequeñeciendo y su perfil se anavajó y su pelo se aplastó sobre la calota calcárea que protegía su alma. Parecía un envejecido maríamulata, ese furioso pájaro de plumas iridiscentes que camina desafiante por las playas de Cartagena. La sombra de sus párpados, ese kehel surgido de los genes de su raza semita, semejante a la galena molida que se unta para proteger los ojos de las tormentas de arena, se acentuó y su rostro se volvió más terroso.
Subió hasta Bogotá, cuya altura evitaba y temía, con tal de ver a sus viejos amigos pero sus viejos amigos no lo vieron. Estaba abrigado con elegancia en una gabardina y un foulard que cada vez le quedaban más grandes. Rodeados de caballos feroces que se disputan la victoria en las tremolinas del polo, lo vimos por última vez. Pidió que se encendieran los leños para calentar sus huesos y volvió a zarandear a toda, léase bien, a toda la jauría política del país. Con Wills, el pelirrojo que no para de leer y cabalgar, recordó su viaje a China, las comunas, la suciedad de los hospitales, la Ciudad Prohibida, el esfuerzo de Mao por llevar la medicina occidental a China…
Un año antes, 2013, ante otra chimenea en las montañas de Arví, con Ramiro, el Kuan Kung rojo que siembra robles y disecciona óperas, hablamos de las miserias del país y la cruenta liquidación de nuestro partido. Aquella noche me despertaron los gemidos y las maldiciones del pobre Chocho, atormentado por la vejiga atascada que le impedía orinar. Mientras llegaba el amanecer, lo intentó todo, tragó pastillas a puñados y se inclinó para escuchar desaguar los grifos abiertos en la vana esperanza de provocar la salvadora micción.
Al regresar a Roma cayó en el lecho acribillado por el dolor. Sus colegas lo acuchillaron para destazar sus males. ¡Sólo falta que me operen de la matriz!, me escribió con su acostumbrada causticidad. Parecía uno de los versos que su paisano el Tuerto caligrafiaba con sus explosivas minas de grafito.
No acababa de llegar la noticia sobre su muerte en Roma cuando todos los que lo conocieron querían contar su vida. Pupi Feldsberg propuso una celebración con vino y cerveza para que sus amigos rescaten sus mil y una anécdotas. Es como si todos quisieran revivirlo a punta de zurcir retazos que ya no se dejan coser.
Y cuánto no podremos contar. Su juventud en la amurallada ciudad “minada por el fraile y la hueca política venal”, su delicada y deliciosa herencia fenicia, su pasión por escudriñar a los seres humanos, su tardía ansiedad por navegar en velero, su puntillosa y exasperante manera de discutirlo todo, su vanidad mediterránea probando ante los espejos la rectitud del doblez del pantalón y la de su perfil de hombre del desierto y, sobre todo, su hermosa sonrisa rebosante de alegría.
Su amigo de toda la vida, Gustavo Duncan, podría recordar los días en la escuela. “A los once años proclamé públicamente que yo no creía en dios y que la virgen era una puta. En plena iglesia, un Jueves Santo, cogí una hostia y la metí a la boca y les probé que no soltaba sangre como ellos creían. Al día siguiente le prohibieron a los muchachos hablar conmigo y me di vuelta para que no se dieran cuenta que se me salían las lágrimas y me fui solo y entonces Orlando gritó, ¡Gustavo, yo me voy contigo! Desde entonces comenzó nuestra amistad cerrada. Era un hombre muy solidario”.
”Yo fui el que le dio militancia en el MOIR. Jorge Bossa acababa de llegar de Bélgica, de Lovaina, de una beca que le dio el cura Camilo Torres. Había sido roommate de Felipe González. Venía con toda esa carreta trotskista francesa y con su mujer, una española que hacía teatro, hicieron un centro de estudio y yo me metí. Orlando dijo, No joda, yo me meto en donde esté Gustavo. Luego nos vinimos todos a vivir a Bogotá y hacíamos debates contra el trotskismo y ahí fue cuando lo metí al MOIR. Él acababa de terminar medicina. Era una tradición en la familia; en los Ambrad hay más o menos trece médicos. Es, creo, la familia con más médicos en Colombia. La verdad es que la medicina a Orlando no le gustaba mucho, le servía para hacer política. El papá era médico pero nunca ejerció, tenía era una farmacia.
”Entonces él era muy fuerte. Boxeaba muy bien, sabía pelear. Un tío le había enseñado. No tenía nada de cobarde. Una vez tuvimos una pelea con unos detectives en el F2 y uno sacó un revólver y Orlando pegó un brinco, le pegó y lo empujó. Orlando era muy decidido. No era miedoso.
”La cosa esencial de Orlando en la política es que captó muy bien la cuestión de la construcción de partido. Él le entendió muy bien eso a Mosquera, lo esencial de construir un partido revolucionario, y la importancia de la participación electoral en esa tarea de construcción. La mayoría de los militantes al contrario eran reacios o no entendían eso. Había mucho extremoizquierdismo, un profundo desprecio por tener un partido revolucionario que comandara la revolución y por la participación electoral. Orlando no cayó en ninguna de esas dos vainas. Por el contrario, las tomó muy a fondo, incluso despreciando cosas teóricas. Detestaba el mal manejo que hacían los militantes de la teoría. Y siempre despreció la guerrilla y la extremaizquierda.
”Orlando entendió muy bien la alianza con la burguesía. Yo, por ejemplo, dañé muchas amistades en la vida. Orlando en cambio nunca dañó una amistad. Todos sus compañeros fueron a sus exequias y le cantaron el himno del colegio, incluso los que nos detestaban. Mientras yo tenía una pésima relación con mi padre, él la tenía muy buena con un tío político, Tito Bechara, que tenía una votación muy fuerte en Cartagena, que le decía que dejara la güevonada, que cuando quisiera lo haría representante a la Cámara. Y ese tío, que era liberal llerista, fue quien nos imprimió los votos para ir a elecciones en el año 72. Y nos prestaba un jeep oficial para que hiciéramos campaña. Orlando no tenía problema, entendía que su tío no era un reaccionario. Un día el tío me quitó las llaves del jeep y movía la cabeza diciendo que no y nos dijo, ¡Cómo se les ocurre echar los discursos desde el jeep! Déjenlo parqueado en algún lado pero no se suban en él para hablar contra el gobierno… Con Orlando manejé la política con los aliados. Recuerdo a un liberal socialista que andaba con quinientas cédulas en un baúl que finalmente nunca se usaron. A pesar de las alianzas, Orlando no salió elegido al Concejo, porque gente dentro del mismo partido en Cartagena no quería que saliera elegido. No vigilaron las elecciones y le faltaron muy pocos votos”, cuenta Duncan, el Viejo (1), mientras se soba la cabeza pelada con una mano.
También yo, Giraldo, el Joven (2), sobándome la cabeza galvanizada, podría contar lo que conversábamos con el Chocho en Magangué sobre las bandas de terroristas que ya amenazaban con fusilar a los descalzos, o en Bogotá sobre las codicias que afloraron en algunos de los candidatos del MOIR al ir a elecciones, o en Roma sobre los libros de Julio César y Maquiavelo, o sobre los gatos errantes de Roma o las glorias de la cocina italiana. Ambrad tenía sus propios y exhaustivos juicios sobre los auténticos restaurantes romanos. Emanuela su mujer era aún más tajante al decir que la mayoría hacían simple comida para turistas. Un día de fiesta en que estaban cerrados todos los restaurantes, encontramos en un callejón de Trastevere junto al Tíber un bodegón de carreteros donde comimos unos spaghetti con guanciale y pecorino exquisitos, acompañados de un vino bronco y barato servido en botellas sin marcas, mientras los carreteros nos fulminaban con la mirada por irrumpir en su santuario. Pero la comida más rica fue en la casa de la mamma del pródigo y sigiloso contacto que teníamos en Italia con los talibanes afganos, Angelo Pitoni, un héroe de la resistencia y rastreador de minas de esmeraldas y lapislázuli.
El apartamento del Chocho quedaba cerca de la Piazza della Rotonda, un viejo barrio de proletarios a los que desalojaron la Bolsa y los banqueros. Bajábamos a desayunar de pie en una cafetería donde siempre pedíamos un capuchino y un cornetto. Il dottore Ambrad atendía consultas sobre las dolencias de sus vecinos mientras se trenzaba en unas belicosas discusiones sobre los últimos goles del calcio, entonces creo que era un martirizado hincha de la Roma, y sobre la siempre indelicada política italiana. El alborozo y la alegría eran tales que yo abrazaba feliz al Chocho y le decía que nuestro primer decreto en el poder no serían las expropiaciones sino desayunar de manera obligatoria todas las mañanas con los vecinos en la calle.
Como el Panteón estaba a dos zancadas, todos los días íbamos a mirar su portentosa cúpula, por cuyo enorme óculo se precipita el fuego del cielo entre cinco legiones de casetones señalando las tumbas de los poderosos hasta alumbrar el edículo de la tumba de Rafael, el temido por la naturaleza.
De tantos años en Roma, terminé mirándolo como un romano. Sin embargo, a través de Adriana María, mi mujer, descubrí un mundo del Chocho que se resumía ahí, en su apellido, pero que nunca vi, el mundo de su sangre del desierto y los bosques de cedros. Cuando ella iba sola a Cartagena, el Chocho la atendía y la llevaba a compartir con su familia exquisitas sopas de mlujie y las cantarinas conversaciones en libanés de las mujeres Ambrad. Cuánto me hubiera gustado estar allí con él y los suyos y, quien quita, escuchar de pronto al fondo la marcial voz de Julia Boutrous cantando a la resistencia contra la invasión de su patria
primigenia.

Con su primo del alma, Omar Bechara, con quien discutía todo, hasta la tersura de las hojitas de parra que este usaba para hacer yabraks, peregrinó con emoción hasta Zahlé, ciudad del vino y del agua, de barrancos y valles, de griegos y católicos, reducida en varias invasiones a cenizas. Allí fumó narguila y bebió el suficiente arak con anís, hielo y agua como para estar tentado de envolver su cabeza con la kufiyya gallineta de Arafat. Desde Zahlé habían emigrado los Ambrad hasta Arenal, una polvorienta aldea fundada por esclavos cimarrones en las faldas de la Serranía de San Lucas.
Durante muchos años sus amigos más próximos en Roma fueron el pintor Felipe Arango y su mujer María Elisa. Con Felipe se enfrascó en una polémica eterna sobre Berlusconi. Orlando, por supuesto, pretendía no defender la corrupta y delincuencial política de Berlusconi, sino su sagacidad y su poder de maniobra que encajan en la ancestral maquinaria de lujo y dilapidación del establecimiento italiano. Casi se iban a las manos en estas discusiones pero, al final, el Chocho siempre lo abrazaba y lo envolvía con su franca sonrisa.
Una vez que ambos se enfermaron gravemente, Orlando salvó a Felipe y se salvó a sí mismo con una receta magistral. Lo mismo hizo con Turbay, que era embajador en El Vaticano, cuando le diagnosticó una enfermedad tropical adquirida en África que ningún médico le había podido descubrir. Desde entonces se frecuentaban con el expresidente y comían exquisiteces árabes junto con Emanuela y su hija Eleonora y Felipe y su mujer.
Ah, pero no nos dejaron seguir en paz con nuestros recuerdos. No acababa Emanuela, la romana estoica, de entregar sus cenizas a la tierra de Cartagena, el 28 de abril, el día en que iba a cumplir setenta años, cuando quienes se creyeron sus próximos pretendieron arrancarle muerto lo que no consiguieron en vida. Como ante el cuerpo de Patroclo “se agitaban todos alrededor del cadáver como en la primavera zumban las moscas en el establo sobre las escudillas, cuando los tarros rebosan de leche: de igual manera bullían aquéllos en torno al muerto”.
Sobre uno de esos zumbidos charlamos el Viejo y el Joven, y me decía Gustavo sobre el responsable de ese zumbido: “No conocía a nadie. Como político era absolutamente incapaz. No sé si viste El hombre de dos reinos, en donde Tomás Moro le dice: Be a teacher, al rey Enrique VIII, por los que considera sus desaciertos como soberano. A él también se le podría haber dicho que mejor se hubiera dedicado sólo a ser un buen profesor. Y es que no le ponía atención a la política. Y ahora está peor. A mí me tocó, yo ya me había retirado del MOIR, encontrarme un buen día a Mosquera en las calles de Cartagena, ¡solo! Y yo le dije, Pacho ¿qué haces por aquí solo? Pues que no sé dónde se ha metido ese güevón, me respondió. Y entonces me tuve que ir con él a buscarlo. Me dio una vaina, hay que ver la importancia que tenía Mosquera, y no podía ser que llegara al aeropuerto y no lo estuviera nadie esperando. Y que lo dejara tirado, ahí estaba pintado. Yo tuve muy poca relación con él. A Orlando le tocó seguir haciendo política con él. Y lo que él escribe era de cuando lo acompañaba a las correrías de las campañas pero tenía muy poca conexión con Orlando”.
—Y llegar a afirmar que el Chocho se había convertido en un uribista, ¡y que era un desaliñado!
—Orlando nunca fue uribista, realmente. Él sí defendió el mérito de Uribe al combatir a las Farc. En eso acompañó a Uribe toda Colombia. Ah, y decir que el Chocho, que nunca dejó de ser vanidoso para vestir, fuera descuidado, ¡no joda!

Antes de comenzar a escribir estas líneas, había vuelto a leer lo que el Chocho escribió sobre Mosquera en el libro 21 autores en busca de un personaje, y pensé que, cosa sorprendente, ese texto era al mismo tiempo el mejor retrato suyo que nadie pudiera hacer. Igual que los comunicados y las declaraciones públicas que no sólo endosó con su nombre sino que defendió a través de sus cartas y sus emails. ¡Y ahí están para leerlos! La vida de los hombres que abrazan las zarzas de la política se lee en las acciones y las palabras que se cincelan con su rúbrica, no en las consejas ni en los runrunes que se lleva el viento. Como el mismo Ambrad lo publicó, “no todo se da como se presenta”.
Lo que Orlando escribió en ese libro, lo escribió porque ya en su tiempo se estaba cumpliendo: “Mosquera me decía: “Sé que tú nunca me vas a abandonar, tú nunca te irás con la burguesía, tú eres mosquerista y no estás aquí por interés, pero muchos de los que tengo aquí se me van a ir con la burguesía” (…) muchos se quedaron, por desgracia con la burguesía, y aparecieron moiristas en altos cargos públicos y otros militantes de menor importancia comenzaron a trabajar descaradamente por candidatos liberales”.
Y si algo sabía Ambrad era hacer política, hacer alianzas, sobre todo que hacerlas no significa desertar para enrolarse en las toldas del aliado. Orlando podía sentarse a manteles con un liberal sin convertirse en un liberal. El Chocho no fue nunca un
hombre de dos reinos.

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(1) Tiene un hijo experto en whiskies Islanders que se llama igual.
(2) Tuve un padre experto en paños ingleses que se llamaba igual.

Orlando Ambrad con su primo Omar Bechara

 
 
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